– Le gusta, a que sí. El señor es de fuera. La chica le gusta, entra a camerinos y ella dice que no. Yo puedo conseguirla. El señor paga. Mucho dinero, pero al señor no le falta. Buen zapato, buena gabardina, hotel primera categoría. El señor llega al hotel y llama por teléfono y la chica no tarda ni media hora, ¿comprendido? Higiene, discreción absoluta. Caballero solvente.
La voz era como una baba que se me adhería al oído. Miré la cara vieja y los ojos sin pestañas y dije en inglés que no entendía y caminé más rápido hacia la salida. Pero él me seguía con sus veloces cojetadas, con su letanía de palabras cortas y agudas como picotazos. Al andar su espalda se doblaba en reverencias convulsas, y cuando llegamos a la puerta metálica se adelantó para abrírmela. «Muy tarde ya esta noche», decía, «pero mañana la chica libre para el señor, aunque hay otras si el señor se impacienta, toda la noche y todo el día esperando el teléfono…» Me apresuré hacia un taxi que aguardaba en la acera y el murmullo me siguió hasta que subí a él y cerré la puerta de golpe, pero tardó en arrancar, porque el motor estaba frío, y la boca casi pegada al cristal aún se movía tras una mancha de vaho. Como cuando estaba oculto en el almacén y sentía que iba a perder el conocimiento me pareció que el tiempo se había enquistado y que el taxi no arrancaría nunca. La cara se apartó del cristal, pero un curvado dedo índice escribía signos en el vaho, extraños números inversos que yo descifré y aprendí de memoria antes de que se desvanecieran en la noche igual que el hombre de la espalda torcida y los portales de la calle donde había vuelto a cerrarse la persiana metálica de la boîte Tabú.
9
Un pequeño vestíbulo, un pasillo desnudo sobre el que colgaba el cable retorcido de una sucia bombilla, un estricto comedor con un sofá de patas metálicas y una mesa y cuatro sillas de material sintético que imitaba la madera. Sobre el televisor había un laborioso paño de ganchillo y una bola de cristal en cuyo interior se veía una basílica. Al darle la vuelta se borraba el cielo azul de postal y caía sobre la cúpula una lenta nevada. Era como si en aquel lugar no hubiera vivido nunca nadie, como si lo hubieran abandonado a los pocos días de ocuparlo, cuando las paredes aún estaban húmedas de pintura y los objetos y los muebles guardaban el olor y el polvo de los embalajes. Todo parecía recién hecho y a la vez malogrado por una fulminante decrepitud. La cocina y el cuarto de baño tenían azulejos de un verde suave y sanitario. Había seis platos de cristal, seis vasos moteados de lunares rojos, seis cubiertos de acero inoxidable, un frigorífico de forma ligeramente abombada que estaba vacío y olía a goma. No era posible notar indicio alguno de pasado ni de porvenir. Faltaba en el dormitorio la fotografía de estudio de dos recién casados jóvenes y ya sin éxito: tal vez estuvo, y Andrade la escondió para aliviar su incomodidad de intruso, para no preguntarse quiénes habitaron antes que él la casa y por qué se marcharon o fueron expulsados sin dejar en ella señales perdurables de vida.
Pero tampoco él las dejó: sólo unos pocos libros en una estantería de formica. Una novela de Gorki, dos o tres manuales de economía y de historia impresos en Sudamérica, una Enciclopedia de las Razas Humanas que tenía en la portada la foto de una mujer negra con los labios perforados, una guía de Madrid con planos de itinerarios de tranvías y del Metro. En el dormitorio, demasiado angosto para el tamaño solemne del armario y la cama, encontré la ropa y los zapatos que debió de comprar después de conocerla a ella, cuando empezó a volverse débil y a merecer la sospecha. Lo imaginé probándose aquel traje azul marino ante el espejo, tardíamente animado por una inepta voluntad de elegancia. A medianoche, vestido para ella, viajaba en los vagones desiertos de una línea periférica y antes de golpear con los nudillos en la persiana metálica de la boîte Tabú y de ocupar una mesa junto al escenario se convertía en otro hombre. De pronto, mientras hurgaba en los bolsillos vacíos de los trajes de Andrade, en aquel piso de una barriada lejana donde él vivió hasta que lo detuvieron, me pareció que la traición y la lealtad eran enigmas mediocres. Daba igual que mintiera, que estuviera engañando a los suyos o a la policía y huyendo ahora de mí o del hombre que fumaba en la oscuridad. Lo que importaba saber era cómo su deseo había sido más fuerte que su vergüenza y su culpa y más eficaz que su predisposición al sacrificio.
Inevitablemente, con una fatigada vileza que ni siquiera me pertenecía, yo miraba las cosas con los ojos de Bernal. El precio de esos trajes y de esos zapatos, la pulcritud sin resquicio de las habitaciones. Si un conspirador sale de la casa donde estaba escondido y lo detienen en la calle no es posible que lo deje todo perfectamente ordenado tras de sí, a menos que sepa que ya no va a volver. Si un hombre viene a Madrid y vive en un piso prestado y no tiene más dinero que el que le asigna la organización no puede comprarse ropas como ésas ni beber en un club no del todo legal ni pagar a lujosas mujeres que acuden en taxi a los hoteles. Pero yo sabía que no es demasiado difícil comprar a un hombre, porque durante algún tiempo, en Madrid y en Berlín, ése había sido en parte mi trabajo, y que los traidores por los que se paga un precio más alto eran siempre los menos sospechosos de traición. Walter, por ejemplo. El caso Walter, como ellos decían, convirtiendo a un hombre en un axioma, en una secreta conmemoración del mal que exorcizaron a tiempo, que pareció vencido y se renovaba ahora en otro nombre, Andrade, en la misma ciudad a la que yo, el verdugo de entonces, había sido enviado otra vez por una pura razón de voluntaria simetría. Por eso miraba rostros duplicados y lugares irreales y lisos como la superficie de un espejo, y el mismo Andrade ya no se parecía en mi imaginación a la foto que yo guardaba en la cartera como se guarda un recuerdo de familia. Iba adquiriendo inadvertidamente las facciones del otro, el que vi correr y quebrarse una noche junto a una fábrica abandonada, el que me miró moviendo los labios sin hablar mientras yo adelantaba hacia él la pistola para calcular la distancia del disparo que convertiría su rostro en una máscara de sangre.
Pero Walter tenía una vida que yo había conocido y vulnerado y Andrade no era más que un rostro en una foto y una ausencia en un piso vacío de las afueras de Madrid, una pasión inexplicada y abstracta, una mujer que se ocultaba tras el nombre y la figura de otra. Miré por la ventana un desierto de calles sin edificios bajo las altas farolas que resplandecían en la noche y vi a lo lejos, como una hoguera encendida en una isla, la entrada de la estación más remota del Metro. Me senté en el sofá, frente al televisor apagado, y no sabía qué ni a quién estaba esperando. Me quité la gabardina, dejando al alcance de mi mano el bolsillo donde guardaba la pistola, y abrí al azar la novela de Rebeca Osorio que había traído del almacén. El cansancio hacía que las palabras alineadas se movieran ante mis ojos, ondulándose, como si aparecieran en ese mismo instante sobre el papel, igual que cuando ella las escribía en su gran máquina negra. Automáticamente recordé que tenía nombre de arma de fuego: era una Remington. El sonido hiriente de una campanilla señalaba el final de la línea, y sólo entonces se detenía el rumor del teclado. De pie tras ella, yo la miraba escribir, veía moverse de izquierda a derecha su melena a medida que las palabras avanzaban, estableciendo a partir de la nada, del papel en blanco y de los pequeños caracteres de plomo que impulsaban sus dedos, historias insensatas que ella después accedía a contarnos, asombrada ella misma de su incansable capacidad de mentira. Eso era lo que recordaba yo de aquel tiempo, los golpes del teclado, la señal aguda de la campanilla, el silencio de la breve tregua necesaria para introducir una hoja en blanco en la máquina o encender un cigarrillo. Mientras escribía yo la contemplaba en silencio, queriendo adivinar en la expresión mudable de su rostro los episodios que tramaba. Me miraba sonriendo y no me veía, porque sus ojos azules estaban presenciando la vida de otra gente invisible. Yo la ayudaba a veces, recogía las páginas, las numeraba. Dejaba pasar los días como un huésped indolente, fingía ante mí mismo que averiguaba cosas. En las habitaciones altas del cine, Walter y ella vivían su doble vida clandestina con un aire de trivialidad conyugal que parecía eximirlos del peligro. Me recordaban a un matrimonio inglés que se hubiera retirado apaciblemente a una casa de campo. Ella escribía novelas sentimentales y era difícil creer que en cada una se escondiera la fragmentaria alegoría de una conspiración. Él, Walter, proyectaba películas, repasaba cada noche la contabilidad del cine, de vez en cuando se ausentaba a deshoras, y nada permitía deducir de sus actos visibles que era el único jefe de una sociedad secreta, desbaratada al final de la guerra, revivida por él en los días más oscuros de la claudicación y el terror, cuidadosamente gangrenada y traicionada por la misma inteligencia que la restableció.