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– Venga, vamos a la cama.

Los últimos vestigios del sueño se desvanecieron y Daisy se puso en guardia de inmediato. La oscuridad era absoluta, no podía ver nada. La mayoría de los camiones habían desaparecido y los trabajadores con ellos.

– He decidido dormir aquí.

– Creo que no. Por si no te has dado cuenta, estás tiritando.

Estaba en lo cierto. Cuando había entrado en la camioneta no hacía frío, pero la temperatura había descendido desde entonces.

– Estoy muy bien -mintió.

Él se encogió de hombros y se pasó la manga de la camiseta por un lado de la cara.

– Considera esto como una advertencia amistosa. Apenas he dormido en tres días. Primero tuvimos una tormenta y casi perdimos la cubierta del circo, luego he tenido que hacer dos viajes a Nueva York. No soy una persona de trato fácil en las mejores circunstancias, pero soy todavía peor cuando no duermo. Ahora, saca tu dulce culito aquí afuera.

– No.

Él levantó el brazo que tenía al costado y ella siseó alarmada cuando vio un látigo enroscado en su mano. Él dio un puñetazo en el techo.

– ¡Ahora!

Con el corazón palpitando, Daisy bajó de la camioneta. La amenaza del látigo ya no era algo abstracto y se dio cuenta de que una cosa era decirse a plena luz del día que no dejaría que su marido la tocara y otra muy distinta hacerlo de noche, cuando estaban solos en medio de un campo, a oscuras, en algún lugar apañado de Carolina del Sur.

Soltó un jadeo cuando Alex la agarró del brazo y la guio a través del recinto. Con la maleza golpeándole las sandalias, supo que no podía dejar que la llevara a donde quería sin oponer resistencia.

– Te advierto que me pondré a gritar si intentas hacerme daño. -Él bostezó. -Lo digo en serio -dijo mientras él la empujaba hacia delante. -No quiero pensar mal de ti, pero me resulta muy difícil no hacerlo sí sigues amenazándome de esta manera.

Alex abrió la puerta de la caravana y encendió la luz, empujándola suavemente por el codo para que entrara.

– ¿Podemos posponer esta conversación hasta mañana?

¿Era sólo la imaginación de Daisy o el interior de la caravana había encogido desde la primera vez que lo había visto?

– No, creo que no. Y por favor, no vuelvas a tocarme otra vez.

– Estoy demasiado cansado para pensar en atacarte esta noche, si es eso lo que te preocupa.

Sus palabras no la tranquilizaron.

– Si no tienes intención de atacarme, ¿por qué me amenazas con el látigo?

Alex bajó la mirada a la cuerda de cuero trenzado como si se hubiera olvidado que lo tenía en la mano, lo que ella no se creyó ni por un momento. ¿Cómo podía ser tan descuidado con respecto a eso? ¿Y por qué llevaba un látigo por la noche si no era para amenazarla? Un nuevo pensamiento la asaltó, provocándole escalofríos por todo el cuerpo. Había oído bastantes historias sobre hombres que utilizaban los látigos como parte de sus juegos sexuales. Incluso conocía algunos ejemplos casi de primera mano. ¿Sería eso lo que él tenía en mente?

Él masculló algo por lo bajo, cerró la puerta y se acercó a la cama para sentarse. Dejó caer el látigo al suelo, pero el mango aún descansaba sobre su rodilla.

Ella lo miró con aprensión. Por un lado, Daisy había prometido honrar sus votos matrimoniales y además él no le había hecho daño. Pero, por otro, no había dudas de que la había asustado. No era demasiado hábil en los enfrentamientos, pero sabía que tenía que hacerlo. Se armó de valor.

– Creo que deberíamos aclarar las cosas. Quiero que sepas que no voy a poder vivir contigo si sigues intimidándome de esta manera.

– ¿Intimidándote? -Él examinó el mango del látigo. -¿De qué estás hablando?

El nerviosismo de la joven aumentó, pero se obligó a continuar.

– Supongo que no puedes evitarlo. Probablemente sea por la manera en que te criaste, aunque no es que me haya creído esa historia de los cosacos -hizo una pausa. -Porque es falsa, ¿verdad?

Él la miró como si se hubiera vuelto loca.

– Sí, claro que sí-se apresuró a decir ella. -Cuando me refiero a la intimidación, me refiero a tus amenazas y a… -respiró hondo- ese látigo.

– ¿Qué pasa con él?

– Sé algo de sadomasoquismo. Si tienes ese tipo de inclinaciones, te agradecería que me lo dijeras ahora en vez de soltar indirectas.

– ¿De qué estás hablando?

– Los dos somos adultos y no hay ninguna razón para que finjas que no me entiendes.

– Me temo que tendrás que ser más clara. Ella no podía creer que fuera tan obtuso.

– Me refiero a esos indicios que muestras de perversión sexual.

– ¿Perversión sexual?

Como seguía mirándola sin comprender, ella gritó frustrada.

– ¡Por el amor de Dios! Si piensas golpearme y luego hacer el amor conmigo, dímelo. «Oye, Daisy, me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista.» Al menos sabría lo que se te pasa por la cabeza.

Él enarcó las cejas.

– ¿Eso haría que te sintieras mejor?

Ella asintió.

– ¿Estás segura?

– Tenemos que comenzar a comunicarnos.

– Como quieras. -La miró con ojos chispeantes. -Me gusta dar latigazos a las mujeres con las que me acuesto y tú eres la siguiente de la lista. Ahora voy a darme una ducha.

Entró en el cuarto de baño y cerró la puerta.

Daisy se mordisqueó el labio inferior. Aquello no había salido precisamente como había planeado.

Alex se rio entre dientes mientras el agua de la ducha caía sobre su cuerpo. Esa bella cabecita hueca le había proporcionado más diversión en las últimas veinticuatro horas de la que había obtenido en todo el año anterior. O puede que incluso más. Su vida era normalmente un asunto muy serio. La risa era un lujo que no se había podido permitir mientras crecía, así que nunca había desarrollado esa costumbre. Pero era normal cuando se había visto obligado a soportar toda clase de agravios para obtener una sonrisa.

Recordó el comentario de Daisy sobre la perversión sexual. Si bien no era su tipo de mujer, no podía negar que había tenido pensamientos sexuales sobre ella. Pero no consideraba que fueran pervertidos. Para un hombre era difícil no pensar en el sexo cuando tenía que hacer frente a esos profundos ojos color violeta y a esa boca que parecía hecha para besar.

Habría estropeado la diversión si le hubiera explicado que siempre llevaba un látigo cuando sabía que los trabajadores habían estado bebiendo. Los circos ambulantes eran como el viejo Oeste a la hora de resolver los problemas -había que prevenirlos antes de que surgieran- y la visión del látigo era una medida muy disuasoria para aplacar el mal genio de algunos y los viejos rencores.

Ella no lo sabía, por supuesto, y él no tenía ninguna prisa en contárselo. Por el bien de los dos, tenía intención de tener a la pequeña señorita ricachona en un puño.

A pesar de cuanto le había divertido el último enfrentamiento con su esposa, tenía el presentimiento de que la diversión no duraría demasiado. ¿En qué había estado pensando Max Petroff cuando le había ofrecido a su hija en matrimonio? ¿Tanto la odiaba que la había sometido voluntariamente a una vida que iba más allá de su experiencia? Cuando Max insistió en ese matrimonio, le había dicho que Daisy necesitaba conocer la cruda realidad, pero a Alex le costaba mucho creer que no hubiera pensado en ello como en un castigo.

La candidez de Daisy y su disparatado sistema de valores de niña rica eran una peligrosa combinación. Realmente le sorprendería que durara mucho con él, pero, por otra parte, había prometido que haría lo mejor para ella y pensaba mantener su palabra. Cuando Daisy se fuera, seria por elección propia, no porque la estuviera echando o sobornándola para deshacerse de ella. Puede que no le gustara a Max, pero se lo debía.