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– Entra, Daisy.

De alguna manera se había trazado una línea y lo que había comenzado como un impulso se había convertido en un duelo de voluntades. Ella permaneció en el escalón, con las rodillas temblorosas, pero intentando mantenerse firme.

– Le agradecería que por lo menos tuviera la decencia de cumplir esa tradición.

– Por el amor de Dios. -Él bajó de un salto, la levantó en brazos y la llevó al interior, cerrando la puerta de una patada. Al momento la dejó bruscamente en pie.

Antes de poder decidir si había ganado o perdido esa batalla en particular, Daisy fue consciente de lo que la rodeaba y se olvidó de todo lo demás.

– ¡Ay, Dios!

– Herirás mis sentimientos si me dices que no te gusta.

– Es horrible.

El interior era incluso peor que el exterior. Estrecho y desordenado, olía a moho, a viejo y a comida rancia. Delante de ella había una cocina en miniatura, el mostrador de fórmica color azul desvaído estaba astillado. Los platos sucios estaban amontonados en el diminuto fregadero y había una cacerola con una gruesa costra sobre el fogón, justo encima de la puerta del horno, que estaba sujeta por un trozo de cordel. La raída alfombra había sido dorada en otro tiempo, pero ahora tenía tantas manchas que su color sólo podía describirse recurriendo a alguna función corporal. A la derecha de la cocina, la descolorida tapicería a cuadros del pequeño sofá apenas era visible debajo de la pila de libros, periódicos y ropa masculina. Vio una nevera descascarillada, armarios con el laminado astillado y una cama revuelta.

Daisy miró rápidamente a su alrededor.

– ¿Dónde están el resto de las camas?

Él la miró sin expresión, luego pasó junto a las maletas que había dejado en medio del suelo.

– Esto es una caravana, cara de ángel, no una suite en el Ritz. Es todo lo que hay.

– Pero… -Daisy cerró la boca. Tenía la garganta seca y un vacío en el estómago.

La cama ocupaba la mayor parte del fondo de la caravana y estaba separada del resto por un alambre que sostenía una descolorida cortina color café que en ese momento estaba recogida contra la pared. Sobre las sábanas había algunas ropas enredadas, una toalla y algo que parecía ser un pesado cinturón negro.

– El colchón está limpio y es cómodo -dijo él.

– Estaré más cómoda en el sofá.

– Como quieras.

Ella oyó una serie de tintineos metálicos y vio que Alex se estaba vaciando los bolsillos en la desordenada encimera de la cocina: algunas monedas, las llaves de la camioneta y la cartera.

– Vivía en otra caravana hasta hace una semana, pero era muy pequeña para dos personas, así que me mudé a ésta. Es una pena que no haya tenido tiempo para llamar al decorador. -Él sacudió la cabeza. -Los donnickers están allí. Es el único sitio que me dio tiempo a limpiar. Puedes meter tus cosas en el armario que tienes detrás. La función empieza en una hora; no te acerques a los elefantes.

«¿Donnicker? ¿La función?»

– En realidad, no creo que pueda vivir aquí -dijo ella. -Está asqueroso.

– Tienes razón. Supongo que necesita el toque de una mujer. Encontrarás productos de limpieza debajo del fregadero.

Él pasó por su lado en dirección a la puerta, entonces se detuvo. Estupefacta, Daisy vio cómo se acercaba de nuevo a la encimera, cogía la cartera y volvía a meterla en el bolsillo.

Se sintió profundamente ofendida.

– No pensaba robarle.

– Por supuesto que no. Pero es mejor no tentar a la suerte. -Alex le rozó el brazo con el pecho cuando volvió a pasar junto a ella hacia la puerta. -Hoy tenemos función a las cinco y a las ocho. Actúo en las dos.

– ¡Deténgase ahora mismo! ¡No puedo quedarme en este horrible lugar y no voy a limpiar toda esta porquería!

Él miró con aire distraído la punta de su bota, luego levantó la vista. Daisy se quedó mirando aquellos pálidos ojos dorados y sintió un escalofrío de temor, seguido de otra extraña sensación que no quiso examinar más a fondo.

Él levantó lentamente la mano, y Daisy dio un respingo cuando la cerró con suavidad alrededor de su garganta. Sintió la ligera aspereza del pulgar cuando le rozó el hueco bajo la oreja con algo que parecía una caricia.

– Escúchame con atención, cara de ángel -dijo él con suavidad. -Podemos hacer esto por las buenas o por las malas. De un modo u otro voy a ganar. Tú decides cómo quieres que sea.

Se miraron fijamente a los ojos. En un instante que pareció eterno, Alex le exigió sin palabras que se sometiera a él. Los ojos del hombre dejaron un rastro de fuego sobre ella, consumiéndole la ropa, la piel, hasta que Daisy se sintió desnuda y despojada, con todas sus debilidades expuestas. Quería huir y esconderse, pero la fuerza de aquella mirada masculina la dejó inmovilizada.

Alex le deslizó la mano por la garganta, luego le quitó la chaqueta por los brazos, haciendo que cayera al suelo con un susurro. Cogió el tirante dorado del vestido que llevaba debajo y se lo deslizó por el hombro. Ella no llevaba sujetador -se le hubiera transparentado con el vestido- y el corazón comenzó a latirle con fuerza.

Con la punta del dedo, Alex bajó el tirante por su pecho hasta llegar al pezón. Luego, inclinó la cabeza y tomó con los dientes la suave piel que había expuesto.

Daisy se quedó sin respiración cuando notó el pellizco. Debería haber sido doloroso, pero sus sentidos percibieron el pequeño mordisco con placer. Sintió la insolente mano de Alex en el pelo y luego él se apartó, aunque ya había dejado su marca en ella como si fuera un animal salvaje. Fue entonces cuando Daisy supo a qué le recordaban esos ojos ambarinos. A un animal de presa.

La puerta de la caravana se meció sobre sus goznes. Alex salió y la miró, dejando caer la gardenia que le había robado del pelo.

Estalló en llamas.

CAPÍTULO 03

Daisy cerró la puerta de golpe dejando fuera la flor quemada, y se llevó la mano al pecho. ¿Qué clase de hombre podía dominar el fuego?

Notando que el corazón le latía con fuerza bajo la mano, se recordó que estaba en un circo, un lugar de ilusiones. Alex debía de haber aprendido algunos trucos de magia en el transcurso de los años y Daisy no debería dar rienda suelta a la imaginación.

Se tocó la pequeña marca roja en la suave curva del pecho y el pezón se tensó en respuesta. Mirando la cama sin hacer, se dejó caer en una de las sillas junto a la mesa de la cocina e intentó asimilar la ironía de todo aquello.

MÍ hija se reserva para el matrimonio.» Lani solía soltar esa declaración en las cenas para divertir a sus amigos mientras Daisy se tragaba la vergüenza y fingía reírse con ellos. Cuando Daisy cumplió los veintitrés años, su madre dejó de anunciarlo en público por miedo a que sus amigos pensaran que su hija era un bicho raro.

Ahora que tenía veintiséis, Daisy se consideraba una reliquia victoriana. Sabía lo suficiente de psicología humana para darse cuenta de que su resistencia al sexo fuera del matrimonio era un acto de rebeldía. Cuando era niña, había observado el vaivén de la puerta del dormitorio de su madre y supo que nunca podría ser como ella. Deseaba con toda el alma ser considerada una mujer respetable. Incluso hubo un tiempo en que pensó que lo había conseguido.

Se llamaba Noel Black, tenía cuarenta años y era ejecutivo en una editorial británica. Lo conoció en una fiesta en Escocia. Era todo lo que admiraba en un hombre: caballeroso, inteligente y bien educado. No fue difícil enamorarse de él.

Daisy era una mujer hambrienta de afecto, y los besos de Noel y sus expertas caricias la enardecían hasta casi hacerla perder el juicio. Incluso así, Daisy no pudo olvidar sus principios, profundamente arraigados, para acostarse con él. Al principio, la negativa de la joven le irritó, pero poco a poco él comprendió lo importante que era aquello para ella y le propuso matrimonio. Daisy aceptó entusiasmada y vivió en una nube rosa durante los días que faltaban para la ceremonia.