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Laurell K Hamilton

Besos Oscuros

Meredith Gentry 01

1

Veintitrés pisos de altura y lo único que veía desde las ventanas era una niebla gris. Podían llamarla la Ciudad de los Ángeles si querías; pero, si los había, sin duda estaban volando a ciegas.

Los Ángeles es un lugar al que tanto los que tienen alas como los que no vienen a esconderse. A ocultarse de los demás, l de ellos mismos. Yo también había llegado aquí para esconderme y lo había conseguido, pero al mirar la espesa capa de contaminación me asaltaba el deseo irrefrenable de irme a casa. Allí el cielo era casi siempre azul y no hacía falta regar para que creciera la hierba. Mi hogar estaba en Cahokia, e Illinois, pero no podía regresar porque mi familia y sus aliados me habrían matado. Todas quieren hacerse mayores para ser una princesa de las hadas. Pero, créeme, no hay para tanto.

Llamaron a la puerta del despacho y ésta se abrió sin darme tiempo a decir nada. Mi jefe, Jeremy Grey, estaba en el umbral. Era un hombre bajo y gris, medía metro cincuenta, un par de centímetros menos que yo Iba todo de gris, desde el traje de Arman a la corbata de seda, pasando por la camisa abotonada hasta arriba. Sólo los zapatos eran negros y brillantes. Incluso su piel presentaba un gris pálido uniforme. Y no por enfermedad o vejez. Estaba en la flor de la vida, tenía poco más de cuatrocientos años. Algunas arrugas alrededor de los ojos y en la comisura de sus labios delgados le conferían un aspecto maduro, pero nunca sería viejo. Sin la ayuda de sangre mortal y un complejo hechizo, Jeremy podría perfectamente vivir toda la eternidad. Al menos en teoría. Los científicos aseguran que dentro de unos cinco mil millones de años el sol se expandirá y abrasará la Tierra. Los duendes no sobrevivirán a esto. Perecerán. Cinco mil millones de años no equivalen a una eternidad, pero bastan para provocar la envidia generalizada.

Apoyé la espalda en la ventana. Al otro lado, la nube de contaminación le daba al día una apariencia tan gris como la de mi jefe, aunque al menos la tez de éste tenía un tono más atractivo, un gris tostado, como las nubes antes de una lluvia primaveral. Lo que se extendía al otro lada de la ventana se sentía pesado y denso, como algo que por más que intentas tragar no logras que te pase. Era un día sofocante, o quizás fuera sólo mi estado de ánimo.

– Tienes mal aspecto -dijo Jeremy-. ¿Qué te pasa?

Cerró la puerta tras de sí y se aseguró de que quedase bien trabada. Intentaba crear un ambiente más íntimo. Quizá trataba de ayudarme, pero a mí no me lo parecía. La piel tensa en torno a sus ojos y la postura de sus hombros estrechos y bien torneados indicaban que yo no era la única de mal humor. Lo achaqué al tiempo, esa calma insoportable. Una buena lluvia o incluso un día ventoso habrían despejado la capa de contaminación y la ciudad habría podido respirar de nuevo.

– Es sólo un poco de añoranza -contesté-. ¿Y a ti qué te pasa; Jeremy?

Sonrió levemente.

– No te puedo engañar, ¿verdad, Ferry?

– No.

– Llevas un conjunto muy bonito -dijo.

Sabía que estaba sexy cuando Jeremy elogiaba mi ropa. Él siempre tenía un aspecto impecable incluso cuando iba con tejanos y camiseta, que se ponía sólo para camuflarse en laguna operación. En una ocasión, vi a Jeremy recorrer un kilómetro y medio en tres minutos con unos pantalones Gucci, persiguiendo a un sospechoso. Por supuesto, le ayudó el hecho de que su rapidez y habilidad fueran sobrehumanas. Cuando pensé que yo podría verme obligada a perseguir a alguien, algo que rara vez ocurría, saqué las zapatillas de deporte y dejé en casa los tacones altos.

Jeremy me dedicó una de esas miradas que ponen los hombres cuando les gusta lo que ven. No era algo personal, pero entre los duendes es un insulto no hacer caso a alguien que intenta tan a las claras resultar atractivo, una bofetada en la cara que te dice que has fracasado. Aparentemente, yo no había fracasado. Al despertarme había visto la niebla y me había vestido de una forma más llamativa de lo normal para levantar mi estado de ánimo: un traje de chaqueta azul real, cruzado, con botones de plata, y una falda plisada a juego, tan corta que apenas asomaba bajo la chaqueta. El conjunto era lo bastante corto para dejar entrever algo más que mis muslos si cruzaba las piernas de forma incorrecta. Unos tacones de piel de más de cinco centímetros me ayudaban a exhibir las piernas. Cuando una es tan baja como yo tiene que buscar soluciones, así que muchos días me ponía tacones de ocho centímetros.

Mi cabello era de un rojo intenso y resplandeciente a juzgar por cómo se reflejaba en los espejos. Un tono más rojo que caoba, con destellos negros en lugar del marrón habitual que tienen la mayoría de pelirrojos, como si alguien me hubiera esparcido rubíes por el pelo. Era un color que estaba muy de moda ese año. En la corte suprema del reino de los duendes lo llamaban caoba sangre y, si ibas a una buena peluquería, rojo hada o escarlata de sidhe. Hasta que se popularizó y acertaron finalmente con el tono, yo había tenido que ocultar mi verdadero color. Me había decantado por el negro, porque armonizaba mejor que el rojo humano con el color de mi piel La mayoría de la gente cometía el error de pensar que el escarlata sidhe realza la tez natural de los pelirrojos. No es verdad. Es el único color rojo verdadero que conozco que combina con un tono de piel claro o absolutamente blanco. Sin duda es el cabello adecuado para alguien a quien le favorece el negro, el rojo auténtico o el azul azafata.

Lo único que todavía tenía que esconder eran el verde vibrante y dorado de mis pupilas y la luminosidad de mi piel. Utilizaba lentes de contacto de color marrón oscuro y me oscurecía la piel mediante hechizos y magia. Tenía que mantener una concentración continua, como una música de fondo, porque en cuanto bajaba la guardia comenzaba a brillar. Los seres humanos, por más radiantes que sean, no brillan. Éste era el motivo por el que llevaba lentes de contacto. Además, como quien teje una bufanda, fabriqué la ilusión de que yo sólo era una mujer con un poco de sangre de hada en mi pasado, un ser humano con algunos poderes psíquicos y místicos que me convertían en una excelente detective, aunque nada demasiado especial.

Jeremy no sabía qué era yo en realidad. No lo sabía nadie en la agencia. Yo era uno de los miembros más débiles de la corte real, pero ser una sidhe, aunque fuera de la parte más baja del escalafón, no era nada despreciable. Había ocultado con éxito mi verdadera personalidad y mis auténticas capacidades a un montón de los mejores magos y a gente con poderes psíquicos de la ciudad y del país entero. No era moco de pavo, pero el tipo de encanto en el que yo destacaba no bastaba para ponerme a salvo de un navajazo por la espalda o de que un hechizo me destrozase el corazón. Para eso necesitaba habilidades de las que carecía, y éste era uno de los motivos por los que permanecía escondida. No podía luchar contra los sidhe y sobrevivir. Lo mejor que podía hacer era esconderme. Tenía confianza en Jeremy y en los demás. Eran mis amigos. En lo que no tenía confianza era en lo que los sidhe podía hacerles si me descubrían, o si mi familia se enteraba de que mis amigos conocían mi secreto. Mientras no supieran nada los sidhe les dejarían tranquilos y sólo me castigarían a mí. La ignorancia era una bendición en este caso. No es que no pensara que algunos de mis mejores amigos lo considerarían una traición, pero si tenía que elegir entre que ellos vivieran, con todas las partes de su cuerpo intactas, pero enfadados conmigo, o que murieran torturados escogería lo segundo. Podría soportar su enfado. En cambio, no estaba segura de poder soportar sus muertes.

Ya sé, ya sé, ¿por qué no pedir asilo en la Oficina de Asuntos Humanos y Feéricos? Probablemente mi familia me mataría si me encontraba, pero si aireaba los trapos sucios ante los medios de comunicación mundiales, me matarían sin ningún género de duda. Y lo harían más despacio. O sea que nada de policía ni de embajadores, sólo el viejo recurso del juego del escondite.