– ¿Y qué sucede si es el trasgo quien la deja embarazada? -preguntó Siobhan.
La reina se volvió hacia ella.
– Entonces el trasgo será rey.
Las muestras de sorpresa se extendieron por toda la corte. Murmullos, imprecaciones, exclamaciones de horror.
– Nunca serviremos a un rey trasgo -dijo Conri. Otros le hicieron eco.
– Rechazar la elección de la reina es traición -dijo Andais-. Preséntate en el Salón de la Mortalidad, Conri. Creo que necesitas una lección acerca de lo que te puede costar la desobediencia.
Conri se quedó de pie, mirando a la reina, luego sus ojos buscaron a Cel, y esto fue un error.
Andais se levantó de golpe.
– ¡Soy la reina! No mires a mi hijo. Entrégate a los dulces cuidados de Ezekial, Conri. Ve ahora o te pasarán cosas peores.
Conri hizo una ligera reverencia y se retiró del salón del trono sin levantar la cabeza durante todo el camino hasta la puerta. Era lo único que podía hacer. Continuar discutiendo le habría costado la cabeza.
La voz de Sholto atronó en el tenso silencio.
– Pregunta a Conri quién le mandó colocar el hechizo de lujuria en la Carroza Negra.
Andais se volvió hacia Sholto como una tormenta a punto de desencadenarse. Sentada a su lado, podía sentir su magia reuniéndose, pinchándome la piel. Incluso le puso a Galen carne de gallina en el cuello.
– Castigaré a Conri, no temas -dijo.
– Pero no al amo de Conri-dijo Sholto.
La corte contuvo su respiración colectiva, porque Sholto estaba finalmente diciendo lo que todo el mundo sabía que era la verdad. Durante muchos años, Cel había estado dando órdenes y habían sido sus aduladores los que habían sufrido al ser descubiertos, pero nunca él.
– Es asunto mío -dijo Andais, pero había un leve indicio de pánico en su voz.
– ¿Quién me dijo que Su Majestad deseaba que los sluagh viajaran a las tierras del oeste y mataran a la princesa Meredith? -preguntó Sholto.
– No -dijo la reina, pero su voz era suave, como la de quien intenta convencerse de que una pesadilla no es real.
– ¿No qué, Su Majestad? -preguntó Sholto.
Doyle habló a continuación.
– ¿Quién tuvo acceso a las Lágrimas de Branwyn y autorizó a los mortales a usarlas contra otros elfos?
El espeso silencio se llenó de fantasmas danzantes, que giraban cada vez más deprisa. Las caras se dirigieron hacia la tarima, algunas pálidas, otras ansiosas, otras asustadas, pero todas a la expectativa. Esperando a ver qué haría finalmente la reina.
Pero fue Cel quien habló a continuación. Se inclinó hacia mí y murmuró:
– ¿No te toca a ti ahora, prima?
Su voz contenía mucho odio. Me di cuenta de que pensó que le había visto en Los Ángeles, y que igual que Sholto sólo había estado esperando el momento idóneo para revelarlo. Exhalé un suspiro, pero Andais me agarró el brazo. Se me acercó y murmuró:
– No hables de sus adoradores.
Lo sabía. La reina sabía que Cel había permitido que los humanos le adorasen. Me quedé sin palabras. No hizo falta que ninguna de las dos dijera que la protección de su hijo nos había puesto a todos en peligro. Porque si podía ser demostrado en cortes humanas que algunos sidhe se habían permitido ser adorados en suelo estadounidense, seríamos expulsados. No sólo los sidhe, sino todos los elfos.
Miré a aquellos ojos de un gris triple, pero no vi a la temible Reina del Aire y la Oscuridad, sino a una madre preocupada por su único hijo. Siempre había querido demasiado a Cel.
– Hay que poner fin a las adoraciones -le dije en voz baja.
– Sin duda, tienes mi palabra.
– Hay que castigarlo -dije.
– Pero no por eso -murmuró.
Reflexioné sobre ello durante uno o dos segundos, mientras su mano me agarraba la ropa de la manga, empapada de sangre.
– Entonces tiene que ser castigado por entregar las Lágrimas a un mortal.
Su mano me apretó el brazo hasta que me hizo daño. Si sus ojos no hubiesen conservado en ellos el miedo, habría pensado que me estaba amenazando.
– Le castigaré por intentar matarte. Negué con la cabeza.
– No, quiero que sea castigado por entregar a un mortal las Lágrimas de Branwyn.
– Eso es una sentencia de muerte -dijo.
– Hay dos castigos posibles, mi reina. Estoy de acuerdo en que se le mantenga con vida, pero quiero que se permita la sentencia de tortura en su totalidad.
Se apartó de mí, pálida, con unos ojos repentinamente cansados. La tortura para este tipo de crimen era muy específica. E1 condenado era desnudado y encadenado en un cuarto oscuro, y a continuación cubierto con las Lágrimas. El cuerpo se llenaba de una ardiente necesidad, de un deseo mágico, pero se abandonaba al condenado sin que nadie le tocara, sin alivio. Se dice que algo así puede enloquecer a un sidhe. Pero era lo mejor, o lo peor, que podía hacer.
– Seis meses es demasiado tiempo -dijo la reina-. Su mente nunca sobreviviría a eso.
Era la primera vez que le oía admitir que Cel era débil o, como mínimo, no tan fuerte.
Regateamos del mismo modo que habíamos regateado Kurag y yo, y acabamos con tres meses.
– Tres meses, mi reina, pero si yo o mi gente sufrimos algún daño durante ese tiempo, entonces Cel perderá la vida.
Se volvió y miró a su hijo, que nos estaba observando de cerca, preguntándose qué estábamos diciendo. Finalmente, la reina me miró a mí.
– De acuerdo.
Andais se levantó, lentamente, casi como si se estuviera mostrando la edad que tenía. Nunca tendría un cuerpo viejo, pero los años pasaban en su interior. Anunció con una voz clara y fría el crimen de Cel y su castigo.
Se levantó.
– No acepto el castigo.
Andais se volvió hacia él, arremetiendo con su magia, empujándole a la silla, presionando contra su pecho con manos invisibles de poder hasta que no pudo respirar para hablar.
Siobhan hizo un pequeño movimiento. Doyle y Frost se interpusieron entre ella y la reina.
– Estás loco, Cel -dijo Andais-. Te he salvado la vida esta noche. No hagas que me arrepienta de lo que he hecho. -Lo dejó de golpe, y Cel cayó al suelo, cerca de donde Keelin continuaba agachada.
Andais se dirigió a la corte.
– Meredith cogerá a aquel a quien guste esta noche y lo llevará a su hotel. Es mi heredera. El país le ha dado la bienvenida cuando ha regresado esta noche. El anillo de su dedo está vivo y nuevamente lleno de magia. Habéis visto las rosas, las habéis visto vivir por primera vez durante décadas. Todos estos milagros y todavía ponéis en duda mi elección. Tened cuidado de que vuestras dudas no os cuesten la vida. -Dicho esto, se sentó y pidió a los demás que se sentaran. Todos nos sentamos.
Las damas blancas empezaron a traer mesas individuales y a colocarlas delante de los tronos. La comida empezó a flotar en manos fantasmagóricas.
Galen se unió a nosotros a un lado de la tarima. Ya estaban castigando a Conri y se perdería el banquete, pero no así Cel. A él se le permitiría disfrutar del banquete antes de que se ejecutara su sentencia: una gentileza de la corte de la Oscuridad para con su príncipe.
La reina empezó a comer. El resto de nosotros también lo hizo. La reina tomó su primer sorbo de vino. Bebimos.
Dejó de tomar la sopa y me miró. No era una mirada furiosa, de desconcierto quizá, pero sin duda no era una mirada feliz. Se inclinó hacia mí lo suficiente para que sus labios me acariciaran la oreja.
– Fóllate a uno de ellos esta noche, Meredith, o compartirás la suerte de Cel.
Me aparté lo suficiente para verle la cara. Sabía perfectamente que Galen y yo no habíamos hecho el amor, pero me había ayudado a salvarme del desafío de Conri, y le estaba agradecida por ello. Aun así, Andáis no hacía nada sin motivo, y no podía dejar de preguntarme por la razón de este acto de misericordia. Me hubiese gustado preguntárselo, pero la misericordia de la reina es algo frágil, como una burbuja que flota en el aire. Si uno insistía demasiado, simplemente se pinchaba y dejaba de existir. No pincharía esta muestra de bondad. Simplemente, la aceptaría.