– Cuéntemelo -dijo, con una voz todavía más delicada.
– Cuando las dos teníamos diecisiete años, mi mejor amiga Keelin Nic Brown fue violada. -Mi voz era suave, y tan vacía como habían estado momentos antes los ojos de Alvera-. Le rompieron el orbital de manera que el ojo quedó colgándole sobre la cara.
Inspiré profundamente e intenté conjurar el recuerdo, sin ser consciente de haber hecho un gesto con las manos, por si servía de algo, hasta que puse fin al movimiento.
– He visto a gente golpeada, pero nunca de esa manera. Nunca de esa manera. Trataron de matarla a golpes y casi lo consiguieron. Me volví a controlar. No quería llorar. Era feliz y odiaba llorar. Llorar me hacía sentir débil.
– Lo siento -dijo.
– No lo sienta por mí, detective Alvera. Seguir el proceso de curación de Keelin me dio una vara de medir la violencia: si no era tan malo como lo que le habían hecho a Keelin, entonces lo podía soportar. He conocido cosas verdaderamente atroces sin derrumbarme.
– Como esta noche -dijo con la misma voz con la que se habla a alguien que quiere saltar de la cornisa.
Asentí.
– Sí, como hoy, aunque admito que lo que le ha sucedido a Alistair Norton ha sido una de las peores cosas que he visto jamás, y he visto algunas cosas horribles. Yo no lo maté. No digo que no hubiera podido matarle si hubiera consumado la violación. Cuando me hubiera recuperado del hechizo de placer, habría ido a por él. No lo sé. Pero alguien se encargó de esto por mí.
– ¿Quién? -preguntó.
Mi voz se convirtió en un susurro.
– Me gustaría saberlo, detective. Realmente, me gustaría saberlo.
– ¿Necesita tocarme para demostrar que ese aceite de placer es real?
Asentí.
– Le doy permiso -dijo Alvera.
– Si demuestro que el hechizo de placer es real, ¿llamará a los de narcóticos?
– Sí.
– ¿Lo promete? -pregunté-. Quiero que me dé su palabra. Se puso muy serio. A1 parecer entendía que dar la palabra significaba para mí algo más que para un ser humano. Finalmente, asintió.
– Sí, le doy mi palabra.
Miré a Eileen Galan y nuevamente al espejo unidireccional de la pared del fondo.
– Es una promesa pronunciada ante testigos. Los dioses le castigarán si la rompe.
Asintió.
– ¿Tendré que esperar a ver un relámpago?
Negué con la cabeza.
– No, un relámpago no.
Empezó a reír, pero cuando advirtió que yo no le veía la gracia, su sonrisa se desvaneció.
– Mantendré mi palabra, princesa.
– Así lo espero, detective, por el bien de todos. Eileen me apartó a un lado, lejos del detective.
– ¿Qué pretendes hacer, Meredith?
– ¿Practicas algún arte místico? -pregunté.
– Soy abogada, no bruja.
– Entonces, limítate a mirar. Esto se explica por sí mismo.
Me aparté de ella delicadamente y volví a dirigirme a Alvera. No me acerque demasiado, sólo lo justo para poder tocarle. Tenía aceite en los dedos, pero se había secado. Quería que funcionara, de manera que pase los dedos por mis pechos, donde el aceite estaba todavía fresco y brillante. Las Lágrimas de Branwyn se conservaban. Miré a Alvera a la cara y él se echó hacia atrás hasta quedar lejos del radio de mi brazo.
Levanté una ceja, al tiempo que alzaba la mano.
– Dijo que podía tocarle.
Asintió.
– Perdón, es la costumbre.
Se acercó a mí, pero nos colocamos de manera que nuestra audiencia nos pudiera observar desde el otro lado del cristal. Estaba claro que se había armado de valor para no separarse de mí. No sabía si no quería que le tocase porque era un duende o porque pensó que había matado a alguien con magia o bien por algún otro motivo de tipo esotérico.
Le pasé los dedos por toda la boca hasta que centellearon como si se hubiese puesto brillo de labios. Sus ojos se abrieron, parecía pasmado. Me aparté y él me alcanzó. Entonces se detuvo un momento, plegó los brazos ante su pecho e intentó hablar pero acto seguido sacudió la cabeza.
Yo regresé a mi silla y me senté. Crucé las piernas, y la falda era tan corta que mostraba el ribete de las bragas. Alvera se dio cuenta. Observaba los movimientos de mis manos mientras colocaba la falda en su sitio. Veía como le latían las venas del cuello, sus ojos como platos, sus insinuantes labios entreabiertos mientras trataba de contenerse. Pero hacía falta mucho más autocontrol para no salvar la distancia que nos separaba. Yo permanecía a salvo con las runas de Jeremy, pero tuve que contenerme para no dirigirme hacia él.
Eileen Galan nos estaba contemplando a los dos, con una expresión de desconcierto en la cara.
– ¿Me he perdido algo?
Alvera continuó mirándome, abrazándose a sí mismo, como si temiera moverse o incluso de hablar, por miedo de que el menor movimiento hacia adelante le hiciera saltar la valla y caer en mis brazos.
– Sí, te has perdido algo -contesté a la abogada.
– ¿ Qué?
– Las Lágrimas de Branwyn -dije con suavidad.
Alvera cerró los ojos, mientras su cuerpo empezaba a balancearse ligeramente.
– ¿Se encuentra bien, detective? -preguntó Eileen.
Abrió los ojos, y dijo:
– Sí, estoy… -me volvió a mirar- bien.
Pero esto último apenas se oyó. Su cara era la imagen del pánico, como si no pudiera creer lo que estaba pensando.
No sé cuánto tiempo podría haberse estado allí de pie, pero esa noche se me había acabado la paciencia. Pasé un dedo sobre los blancos y resbalosos montículos de mis pechos, y con eso bastó.
El detective cruzó la habitación en tres zancadas, me agarró por los antebrazos y me levantó del suelo. Me sacaba casi un palmo, y tenía que inclinarse en un ángulo extraño, pero lo conseguía. Apretó sus apetitosos labios contra los míos y en cuanto los probé se rompió el cuidadoso hechizo de Jeremy. De golpe, me convertí en un objeto vibrante y necesitado. Mi cuerpo todavía quería acabar lo que se le había negado anteriormente. Le besé como si me estuviera alimentando de sus tiernos labios, y mi lengua buscó en el interior de su boca. Le acaricié con las manos llenas de aceite. Cuanto más aceite le tocaba, más fuerte era el hechizo. Me cogió por la cintura y me alzó hasta la altura de los ojos para no tener que inclinarse.
Enrollé las piernas alrededor de su cintura: le podía sentir a través de las capas de ropa que nos separaban. Mi cuerpo se agitaba con el contacto, y tuve que interrumpir el beso, no para respirar sino para gritar.
Me apretó contra la superficie de la mesa, oprimiendo su entrepierna contra la mía. Echado sobre la mesa, era demasiado alto para seguir besándome y mantener el contacto más abajo, de manera que se levantó con la ayuda de los brazos y mantuvo su cuerpo unido al mío.
Recorrí su cuerpo con la mirada hasta que finalmente encontré sus ojos. Tenían el brillo que normalmente no muestran los ojos de un hombre hasta más tarde, cuando ya no hay ropa ni posibilidad de volver atrás. Le agarré la camisa con las dos manos y tiré de ella hacia arriba, haciendo saltar los botones y poniendo al desnudo su pecho y su abdomen. Me incorporé para poder lamer su pecho y mover las manos por su abdomen, plano como una tabla. Intenté meter la mano por debajo de los pantalones, pero me lo impidió su cinturón.
De golpe, la habitación se llenó de agentes uniformados y detectives de paisano. Apartaron a Alvera de mí, y él les plantó cara. Tuvieron que amontonarse sobre él, arrastrarlo al suelo entre una montaña de agentes.