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Sonreí a Jeremy y le ofrecí lo que sabía que quería: la mirada que indicaba que me gustaba el potencial de su cuerpo delgado bajo aquel traje a medida. Para los humanos, hubiera parecido un coqueteo, pero para las hadas, para cualquier hada, ni siquiera se la aproximaba.

– Gracias, Jeremy, pero sé que no has venido aquí para elogiar mi ropa.

Se adentró en la habitación, pasando sus dedos impecables por el borde de mi escritorio.

– Tengo a dos mujeres en mi despacho. Quieren ser clientas nuestras -dijo.

– ¿Quieren?

Se volvió y se apoyó en el escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho, imitando mi postura inconscientemente, o a propósito, aunque no sabía por qué.

– Normalmente, no nos ocupamos de divorcios -dijo Jeremy.

Le miré con los ojos abiertos, apartándome de las ventanas.

– Habla con propiedad, Jeremy; la Agencia de Detectives Grey nunca se ocupa de divorcios.

– Lo sé, lo sé -dijo.

Se retiró del escritorio y se me acercó. Cuando miró la capa de contaminación del exterior no parecía más feliz que yo.

Me eché hacia atrás para verle mejor la cara.

– ¿Por qué infringes tu regla fundamental, Jeremy?

Él movió la cabeza sin mirarme.

– Reúnete con ellas, Ferry. Confío en tu criterio. Si dices que tenemos que rechazar el caso, lo rechazaremos. Pero creo que lo verás de la misma manera que yo.

Le toqué el hombro.

– ¿Y cómo te siente, jefe, aparte de preocupado?

Bajé mi mano por su brazo y de este modo conseguí que me mirara. Sus ojos habían adquirido una tonalidad gris marengo.

Reúnete con ellas, Ferry. Si después estás tan preocupada como lo estoy yo, acabaremos con ese cabrón.

Le agarré el brazo.

– Cálmate, Jeremy, es sólo un caso de divorcio.

– ¿Y si te dijera que fue un intento de asesinato?

Su voz se había calmado. En realidad, no alcanzaba la intensidad de sus ojos ni la tensión vibrante de su brazo.

Me aparté de él.

– ¿Intento de asesinato? ¿De qué me hablas?

– El hechizo de muerte más repugnante que ha llegado a mi despacho.

– ¿El marido la quiere matar? -le pregunté.

– Alguien quiere matarla, y la mujer dice que es el marido. La amante está de acuerdo con la mujer.

Le miré fijamente.

– ¿Estás diciendo que la esposa y la amante están en tu despacho?

Asintió y sonrió a pesar de la indignación que sentía.

– Esto se pone interesante -dije, devolviéndole la sonrisa.

Jeremy me tomó la mano.

– Lo sería incluso si llevásemos casos de divorcio -dijo.

Me frotaba los nudillos con el pulgar. Estaba nervioso, de lo contrario no me habría tocado tanto. Para él era una manera de ganar confianza. Se llevó la mano a los labios y me dio un beso fugaz en los nudillos. Creo que se dio cuenta de que su nerviosismo era patente. Me dedicó la mejor de las sonrisas y se dirigió hacia la puerta.

Me dedicó la mejor de las sonrisas y se dirigió hacia la puerta.

– Respóndeme primero a una pregunta, Jeremy.

Aunque evidentemente no le hacía falta, se arregló el traje con movimientos ligeros y precisos.

– Pregunta.

– ¿Qué es lo que te da miedo?

La sonrisa se desvaneció y su rostro adquirió un aspecto solemne.

– Tengo un mal presagio sobre este caso, Ferry. No tengo el don de la profecía, pero esto me huele mal.

Entonces, dejémoslo. No somos la policía. Trabajamos a cambio de dinero, no hemos hecho ningún juramento, Jeremy.

– Si después de que las has visto, puedes, honestamente, deshacerte del caso, lo haremos.

– ¿Por qué me da la sensación de que de repente tengo derecho a veto? El nombre que hay en la puerta es Grey, no Gentry.

– Porque Teresa se identifica enseguida con los demás y no rechazaría a nadie. Roane es demasiado sensible como para echar a mujeres con lágrimas en los ojos. -Se ajustó la corbata gris perla, mientras sus dedos acomodaban el alfiler de diamantes-. Los demás saben defenderse, pero son incapaces de tomar decisiones. Sólo quedas tú.

Le miré a los ojos, intentando descubrir qué estaba pasando realmente por su cabeza, más allá del enfado y la preocupación.

– Tú no te identificas enseguida con los demás, ni tienes un corazón sensible; además, sabes tomar decisiones. ¿Por qué no lo decides tú?

– Porque si las echamos, no tendrán adonde ir. Si abandonan este despacho sin nuestra ayuda ya pueden darse por muertas las dos.

Le miré a los ojos y le comprendí al fin.

– Sabes que deberíamos quitarnos de encima este caso, pero no puedes emitir un juicio sobre ellas. No puedes condenarlas a muerte.

– Eso es.

– ¿Qué te hace pensar que yo sí puedo hacerlo?

– Espero que alguno de nosotros mantenga la suficiente cordura para no ser tan estúpido.

– No os voy a sacrificar a todos por de unas desconocidas, Jeremy, o sea que prepárate para rechazar el caso. -Mi voz sonó decidida y fría. Incluso a mí.

Jeremy recuperó la sonrisa.

– Esta sí que es mi brujita despiadada.

Asentí con la cabeza y me encaminé hacia la puerta.

– Es uno de los motivos por los que me quieres, Jeremy. Cuentas con que nunca me eche atrás.

Caminé hacia el pasillo que había entre los despachos, con el convencimiento de que me desharía de aquellas mujeres. Tenía la certeza de que iba a convertirme en el muro que nos protegería a todos de las buenas intenciones de Jeremy. La diosa sabe que ya me había equivocado antes, pero pocas veces había errado tanto como estaba a punto de hacerlo.

2

Pensé que de algún modo podría determinar cuál de las dos mujeres era la esposa y cuál la amante con sólo mirarlas. Sin embargo, a primera vista eran sólo dos mujeres atractivas, vestidas de manera informal, como dos amigas que salen de compras o se van a comer. Una era bajita, aunque unos centímetros más alta que Jeremy o yo misma. El cabello rubio, rizado de forma natural, le caía justo hasta los hombros. Tenía una belleza sencilla y unos extraordinarios ojos azules que le llenaban el rostro. Unas cejas arqueadas y espesas compensaban las oscuras pestañas que enmarcaban sus ojos de forma casi teatral, aunque el color negro me hacía especular acerca de la autenticidad del rubio. No iba maquillada y, con todo, estaba muy guapa, de una manera etérea, muy natural. Con maquillaje y otra ropa había resultado impresionante.

Se sentó encogida, con os hombros encorvados, como quien espera que le suelten un bofetón. Me miraba con los ojos de un ciervo iluminado por los faros de un coche, con la certeza de que no iba a poder detener la desgracia que se le venía encima.

La otra mujer era delgada y alta, medía más de un metro setenta, y los largos cabellos, castaños y lacios, le caían en una brillante melena hasta la cintura. Aparentaba veintipocos años. Después, la intensidad de sus ojos castaños hizo que le añadiera una década, porque nadie tiene esa mirada antes de los treinta. Parecía mas segura de sí misma que la rubia, pero la rigidez de sus hombros y su mirada revelaban algún profundo tormento interior. Se la veía tan delicada que costaba imaginar que tenía algo tan duro como el hueso debajo de la piel. Sólo existe una razón para que una persona alta y segura de sí misma tenga esa apariencia de ternura: era, en parte, una sidhe. Ciertamente, su vínculo se remontaba a unas cuantas generaciones, nada tan estrecho como mi proximidad con la corte, pero en algún punto de su árbol genealógico una de sus varias veces tatarabuela se había acostado con algo no humano y del encuentro había nacido un niño. La sangre de hada, del tipo que sea, marca a una familia, pero al parecer la sangre de sidhe se conserva en los genes por siempre jamás, de manera que nunca se elimina por completo.