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Eran las Lágrimas las que hablaban, no yo. Yo necesitaba esa noche para sacar ventaja si quería huir de la ciudad. A la policía no iba a gustarle que abandonara la ciudad, pero ellos no me matarían, y mi familia sí. Cielos, en California ni siquiera existía la pena capital.

El vestido estaba tan rasgado que intenté sacármelo como una chaqueta, pero la cremallera todavía aguantaba. El delantero estaba empapado y pesado por el aceite. Nunca había conocido a nadie que gastara tanto de algo que hasta un sidhe consideraba valioso. Aunque quizá el brujo sidhe contaba con que yo muriese con Alistair Norton y de este modo nadie supiera qué eran las Lágrimas de Branwyn. Los sidhe eran muy esnobs en cuanto a lo que los duendes menores hacían y dejaban de hacer. Él, ella o ellos podían haber contado que mi muerte los dejaría a salvo.

Las sidhe, fueran las que fuesen, habían entregado las Lágrimas de Branwyn a mortales para que las usaran contra otros duendes. Se podía castigar con una tortura eterna. Hay pocos inconvenientes de ser inmortal. Uno de los mayores es que el castigo puede durar mucho, mucho tiempo.

Por supuesto, lo mismo es aplicable al placer. Cerré los ojos como si de este modo fuera a conjurar las imágenes que llegaban hasta mí. No pensaba en Roane. Pensaba en Griffin. Había sido mi novio durante siete años. Si hubiésemos tenido un niño, seríamos marido y mujer. Pero no nació ningún niño, y al final sólo hubo dolor. Me fue infiel con otras sidhe, y cuando tuve el mal gusto de protestar, me dijo que estaba cansado de estar con una semimortal. Quería algo de verdad, no una pálida imitación. Sus palabras todavía me zumbaban en los oídos, pero era su carne dorada lo que veía tras mis párpados cerrados, su cabello cobrizo desparramado sobre mí, la manera en que la luz de las velas brillaba en su miembro. No había pensado en él durante años, y en ese momento podía degustarlo en mis labios.

Durante esa noche, mientras durase el aceite, podía actuar como un duende menor, o como una sidhe humana, dar y recibir placer de cualquier modo. Era un gran regalo, pero como la mayoría de regalos de cuento de hadas, tenía un doble filo. Porque el humano o el duende pasarían el resto de su vida anhelando este poder, este toque. Un ser humano podía desperdiciar su vida y morir por su carencia. Roane era un duende sin su magia, sin su piel de foca. No tenía magia propia que le protegiera de lo que las Lágrimas podían hacerle.

Yo sabía lo mucho que anhelaba el contacto de otro sidhe, pero hasta ese momento no me había dado cuenta de hasta qué punto. Si Griffin hubiese estado en la otra habitación, me habría lanzado a por él. A la mañana siguiente podría haberle clavado un cuchillo en el corazón, pero esa noche, me habría entregado a él.

Oí a Roane en la entrada, detrás de mí, pero no me volví. No quería verle allí de pie. No estaba segura de si mi maltrecha fuerza de voluntad sería capaz de resistirlo. El delantero del vestido estaba rasgado, destrozado, pero no me podía bajar la cremallera.

– ¿Puedes bajarme la cremallera, por favor?

Mi voz sonó estrangulada como si tuviera que arrancar las palabras de mis labios. Creo que era porque lo que quería decir era «tómame, mi fiera salvaje», pero eso carecía de dignidad y Roane merecía algo mejor que ser abandonado desvalido, deseando para siempre algo que no podría volver a tocar nunca más. Podía dejar caer mi encanto y acostarme con él después de esa noche, pero cada noche que me tocase de verdad sólo aumentaría mi adicción.

Me bajó la cremallera y yo me aparté de él.

– Mi piel está untada con las Lágrimas. No me toques.

– ¿Ni siquiera con los guantes puestos? -preguntó.

Había olvidado los guantes quirúrgicos.

– No, supongo que con los guantes estarás a salvo.

Me quitó el vestido por los hombros, lenta y delicadamente, como si temiese tocarme. Saqué los brazos, pero el tejido estaba tan pesado por el aceite que el vestido no resbalaba. Se pegaba a mí como una mano gruesa y pesada. Me succionaba la piel mientras me desprendía de él. Roane me ayudó a quitarme el vestido húmedo de las caderas, arrodillándose para que pudiera salir de él. Todavía llevaba los tacones y me maldecía por no habérmelos quitado antes. Había cerrado los ojos para no verle mientras me ayudaba a desvestirme. Toqué su hombro en busca de un punto de apoyo y casi me caí de todos modos al sentir que tocaba su piel desnuda.

Abrí los ojos y lo encontré arrodillado ante mí, desnudo salvo por los guantes. Me separé de él con tanta violencia que caí de culo en la bañera, con una mano delante de mí para mantenerle apartado. Estaba sentada en un par de centímetros de agua y batallaba con el grifo para cerrarlo. Aunque quizá tendría que haberla dejado correr y sumergirme en ella.

Roane se reía.

– Creí que te podría bajar la cremallera antes de que te dieras cuenta, pero no sabía que habías cerrado los ojos.

Se quitó los guantes con la ayuda de los dientes; mi vestido permanecía en sus brazos. Colocó sus manos desnudas en el tejido empapado de aceite, y lo apretó contra su pecho desnudo.

Yo no paraba de negar con la cabeza.

– No sabes lo que estás haciendo, Roane.

Él me miró por encima del borde de la bañera, y sus grandes ojos castaños no mostraban inocencia alguna.

– Esta noche puedo ser sidhe para ti.

Me senté en la bañera como si estuviera dispuesta a ducharme en ropa interior, e intenté mostrarme sensata. La sangre parecía haber abandonado el cerebro para afluir a otras partes de mi cuerpo. No estaba en condiciones de pensar en nada.

– No puedo producir encanto esta noche, Roane.

– No quiero que lo hagas. Quiero estar contigo, Merry. Sin máscaras ni ilusiones.

– Sin tu propia magia, serás como un humano. No serás capaz de protegerte del encanto. Serás víctima de los elfos.

– No me marchitaré ni moriré por el ansia de carne de sidhe, Merry. Puede que haya perdido mi magia, pero soy inmortal.

– Quizá no te mueras, Roane, pero la eternidad es mucho tiempo para desear lo que no puedes tener.

– Sé lo que quiero -dijo.

Empecé a abrir la boca, para contarle como mínimo parte de la verdad, parte del motivo por el que debía purificarme y marchar de la ciudad. Pero él se levantó y la voz se me ahogó en la garganta. No podía respirar, mucho menos hablar. Lo único que podía hacer era mirar.

Roane estrujó el vestido con tal densidad que los músculos de sus brazos se tensaron. El aceite chorreaba de la tela y se derramaba sobre su pecho, a lo largo de su abdomen plano, bajando cada vez más. Ya tenía una erección, pero cuando el aceite resbaló sobre él, su respiración se convirtió en un agudo siseo. Puso una mano bajo su vientre, aplicando el aceite sobre la pálida perfección de su piel. Debería haberlo detenido, debería haber gritado en busca de ayuda, pero me limité a observar como su mano descendía, hasta que por fin esparció el aceite sobre su miembro. Tiró la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, y su voz salió en un grito ahogado:

– Oh, Dios.

Me acordé de que había algo importante que debería haber dicho o hecho, pero, por mi vida que no podía recordar qué era. Estaba pensando en imágenes, no en palabras. Las palabras me habían abandonado, dejando sólo sensaciones: vista, tacto, olfato y finalmente, gusto.

La piel de Roane tenía gusto de canela y vainilla, pero subyacía algo verde, herbal, un sabor ligero y limpio, como beber agua de un manantial del centro de la Tierra. Debajo de todo eso estaba el sabor de su pieclass="underline" dulce, delicada y ligeramente salada por el sudor.

Acabamos en la cama. Yo ya no llevaba ropa, aunque no me acordaba de cómo la había perdido. Estábamos desnudos y empapados en aceite sobre las sábanas blancas y limpias. Sentir su cuerpo resbalando sobre el mío me hizo jadear. Me besó y exploró con la lengua. Yo me abrí para él, levantándome de la cama para ayudar a que su lengua penetrase más en mi boca. Mis caderas se movían al ritmo del beso, y él lo tomó como una invitación para penetrarme, lentamente, hasta que me encontró húmeda y preparada. Entonces hundió toda la longitud de su miembro en mi interior, tan rápido y tan a fondo como pudo. Grité debajo de él, mi cuerpo se levantó de la cama y a continuación, caí de nuevo sobre las sábanas y lo miré a los ojos.