Su cara estaba a sólo unos centímetros de la mía, sus ojos tan cerca que llenaban mi campo visual. Me miraba a la cara mientras me penetraba, sosteniéndose sobre sus brazos para ver mi cuerpo vibrando debajo del suyo. No podía quedarme quieta. Tenía que moverme, tenía que levantarme para ir a su encuentro, hasta que entre los dos construimos un ritmo, un ritmo hecho de carne palpitante, del latido de nuestros corazones, de los jugos pegajosos de nuestros cuerpos y la excitación de cada nervio. El más mínimo contacto era como cien caricias; un beso, mil besos. Cada movimiento de su cuerpo parecía llenarme como agua caliente que brota sin cesar, inundando mi piel, mis músculos, mi sangre, mis huesos, hasta que todo fue un fluir de calor que aumentaba y aumentaba como la luz cuando se abre camino al amanecer. Mi cuerpo cantaba a ese ritmo. Sentía un cosquilleo en los dedos y, cuando pensé que no podría resistir más, el calor se convirtió en un incendio que me abrasaba y rugía sobre mí, dentro de mí. Oía ruidos, gritos distantes, pero era Roane, era yo.
Se derrumbó encima de mí, de golpe más pesado, con el cuello apoyado contra mi cara de manera que sentía su pulso acelerado sobre mi piel. Permanecimos allí abrazados con toda la intimidad con la que un hombre puede estar con una mujer, abrazándonos hasta que nuestros corazones empezaron a latir más lentamente.
Roane fue el primero en levantar la cabeza, aguantándose con sus brazos para mirarme. Su mirada era de admiración, como un niño que ha aprendido algo nuevo cuya existencia desconocía. No dijo nada, sólo me miraba, sonriendo.
Yo también sonreía, pero había en mí una vena de nostalgia. De pronto recordé lo que había olvidado. Debería haberme ido de la ciudad. Nunca tendría que haber tocado a Roane con las Lágrimas de Branwyn en nuestros cuerpos. Pero el daño ya estaba hecho.
Mi voz era suave, extraña a mis propios oídos, como si no hubiésemos pronunciado palabra durante mucho tiempo.
– Mira tu piel.
Roane miró su propio cuerpo y se erizó como un gato asustado. Se apartó de mi cuerpo para sentarse mirándose las manos, los brazos, todo. Estaba brillando, con una luz tenue, casi ambarina como cuando el fuego se refleja en una joya de oro. Y la joya era su cuerpo.
– ¿Qué me pasa? -preguntó, en voz baja y casi asustado.
– Eres sidhe, esta noche.
Me miró.
– No lo entiendo -dijo.
– Lo sé -susurré.
Puso su mano justo por encima de mi piel. Yo brillaba con una luz blanca y fría, como el claro de luna tras el cristal. El brillo ambarino de su mano reflejaba el resplandor blanco, convirtiéndolo en un amarillo pálido a medida que su mano se movía casi rozando mi piel.
– ¿Qué puedo hacer?
Observé cómo movía su mano brillante sobre mi cuerpo, teniendo todavía cuidado en no tocar mi piel.
– No lo sé. No hay un sidhe igual a otro. Cada uno tiene poderes distintos. Son diferentes variaciones de un mismo tema.
Puso su mano en la cicatriz de mis costillas, justo bajo mi pecho izquierdo. Dolía como un ataque de artritis cuando hace frío, pero no hacía frío. Aparté su mano de la señal. Era la huella perfecta de una mano, más grande que la de Roane, de dedos más largos y delgados. Era marrón y se levantaba ligeramente sobre mi piel. La cicatriz se volvía negra cuando mi piel brillaba, como si la luz no la pudiera tocar.
– ¿Qué te pasó? -preguntó.
– Fue en un duelo.
Empezó a tocarme de nuevo la cicatriz, y le tomé la mano, apretando nuestras carnes, forzando que el ámbar brillara en mi piel blanca. Lo sentía como si nuestras manos se fundieran, como si la carne de deshiciera. Se apartó, limpiándose la mano en el pecho, pero este movimiento hizo que el aceite resbalara por su mano, y eso no iba a ayudarle. Roane todavía no comprendía que apenas había probado lo que podía significar ser un sidhe.
– Todos los sidhe tienen una mano de poder. Algunos pueden curar por imposición de manos. Algunos pueden matar. El sidhe que combatí colocó su mano contra mis costillas. Me rompió varias costillas, me desgarró el músculo e intentó aplastarme el corazón, y todo eso sin rasgarme en ningún momento la piel.
– Perdiste el duelo -dijo.
– Perdí el duelo, pero sobreviví, y eso siempre ha sido victoria suficiente para mí.
Roane frunció el entrecejo.
– Pareces triste. Sé que te ha gustado. ¿Por qué esta melancolía?
Me pasó un dedo por la cara, y el brillo se intensificaba allí donde tocaba. Aparté la cara de él.
– Es demasiado tarde para salvarte, Roane, pero no es demasiado tarde para salvarme a mí.
Sentí cómo se colocaba a mi lado, y moví mi cuerpo lo justo para evitar el contacto. Le miré a unos centímetros de distancia.
– ¿Salvarte de qué, Merry?
– No puedo decirte por qué, pero tengo que partir esta noche, y no sólo tengo que irme de este apartamento, sino también de la ciudad.
Me miró asombrado.
– ¿Por qué?
Negué con la cabeza.
– Si te lo cuento, te pondría en un peligro mayor del que ya corres.
Lo aceptó y no volvió a preguntar.
– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? Sonreí y después me eché a reír abiertamente.
– Con este brillo no puedo ir a mi coche, y menos todavía al aeropuerto. Y no puedo producir encanto hasta que desaparezca el aceite.
– ¿Durante cuánto tiempo? -preguntó.
– No lo sé. -Mi mirada recorrió su cuerpo y lo encontré flácido, aunque él siempre se recuperaba rápidamente. Pero yo sabía algo que él desconocía. Esa noche, le gustara o no, era un sidhe.
– ¿ Cuál es tu mano de poder? -preguntó, aunque le costó mucho tiempo formular la pregunta. Tenía que estar muy ansioso por saber algo para preguntar lo que no se le contaba.
Me senté.
– No tengo ninguna.
Frunció el entrecejo.
– Dijiste que todas las sidhe tienen una. Asentí.
– Es una de las muchas excusas que han usado los demás a lo largo de los años para negarme.
– ¿Negarte qué?
– Todo. -Coloqué la mano casi rozando su cuerpo y la luz ambarina se intensificó, siguiendo mi movimiento como un fuego cuando alguien sopla sobre él para darle fuerza-. Cuando nuestras manos se fundieron se produjo uno de los efectos secundarios del poder. Nuestros cuerpos pueden hacer lo mismo.
Roane levantó las cejas al oír esto.
Le tomé en mi mano y respondió, pero en cuanto desprendí poder sobre él, al instante se puso duro y a punto. Su vientre se contrajo y él se sentó de golpe y me apartó la mano.
– Ha estado demasiado bien. Casi hacía daño.
– Sí.
Rió nerviosamente.
– Pensé que no tenías ninguna mano de poder.
– No la tengo, pero desciendo de cinco diosas de la fertilidad distintas. Te puedo devolver la fuerza toda la noche, tan a menudo y tan rápidamente como queramos. -Incliné mi cara sobre la suya-. Eres como un niño esta noche, Roane. Tú no puedes controlar el poder, pero yo sí. Puedo devolverte las fuerzas indefinidamente hasta que me ruegues que pare.
Roane fue tendiéndose boca arriba a medida que yo me colocaba encima de él. Me miró con los ojos muy abiertos y el cabello color caoba sobre la cara. Esa noche, tenía casi el mismo tono que el mío… Casi. Habló precipitadamente.
– Si lo haces, serás tú la que rogará que pare.
– Piensa en la posibilidad de que yo no fuera la única sidhe de esta habitación, Roane. Piensa qué podríamos hacerte, y tú no podrías pararnos.