Pronuncié esto último rozando sus labios entreabiertos. Cuando le besé, saltó como si le hubiera hecho daño, pero sabía que no. Me retiré lo suficiente para verle la cara.
– Me tienes miedo.
Tragó saliva.
– Sí.
– Bueno. Ahora empiezas a entender lo que has llamado a la vida en esta habitación. El poder tiene un precio, Roane, y el placer también. Has convocado a los dos, y si yo fuera una sidhe diferente; pagarías tributo por ello.
Detecté miedo en su rostro, un miedo que asomaba a sus ojos.
Me gustaba. Me gustaba el cariz que el miedo puede conferir al sexo. No el pavor, en el que uno no está seguro de si saldrá vivo de la situación, sino el miedo menor, en el que se arriesga sangre, dolor, pero nada que no pueda curarse, nada que no se desee. Hay una gran diferencia entre la crueldad y jugar un poco. A mí no me gustaba la crueldad.
Miré a Roane, su carne dulce, sus encantadores ojos, y quería clavar mis uñas en aquel cuerpo perfecto, hundir mis dientes en su carne, y hacer que la sangre asomase en muchos sitios. El pensamiento me tensaba el cuerpo en muchos lugares en los que la mayoría de gente no respondería a la violencia, independientemente de su intensidad. Quizá se trataba de conexiones mal hechas en mi interior, pero hay un momento en el que uno asume lo que es o se condena a ser un desgraciado el resto de la vida. Ya habrá quien intente hacerte infeliz; no les ayudes haciendo el trabajo tú mismo. Quería compartir un poco de dolor, un poco de sangre, un poco de temor, pero Roane no quería. Hacerle daño no le causaría placer, y yo no buscaba tortura. No era una sádica sexual, y Roane nunca sabría la suerte que tenía de que esas conexiones erróneas no formaran parte de mis prioridades. Por supuesto, siempre hay otras urgencias.
Le quería, le quería con tanta desesperación que no podía confiar en que sería cuidadosa con él. Roane se llevaría hasta la tumba el deseo de esta experiencia, pero podía acabar la noche con algo más que cicatrices psicológicas si yo no tenía cuidado. Incluso en ese momento y lugar, incluso siendo él sidhe durante esa noche, no podía perder por completo el control. Todavía tenía que ser yo quien llevara las riendas, quien estableciera lo que íbamos a hacer y lo que no. Quien dijera lo lejos que irían las cosas. Estaba cansada de marcar los límites. No sólo había perdido la magia, también había perdido tener a alguien a mi lado o, como mínimo, a alguien igual. No quería tener que preocuparme por herir a mi amante. Quería que mi amante fuese capaz de protegerse a sí mismo para que yo pudiera hacerle todo lo que quería hacerle sin preocuparme por su integridad. ¿Acaso era pedir demasiado?
Miré nuevamente a Roane. Estaba recostado sobre la espalda, con un brazo echado sobre la cabeza, otro sobre el estómago y una pierna flexionada, de manera que se presentaba en toda su gloria. El miedo se había desvanecido de su cara, dejando sólo deseo. No tenía ni idea de lo mal que le iría en las próximas horas si yo no iba con cuidado.
Escondí la cara entre las manos. No quería ir con cuidado. Quería todo lo que la magia podía proporcionarme esa noche… y al cuerno con las consecuencias. Quizá si le hacía suficiente daño, Roane no recordaría la experiencia como algo extraordinario. Quizá no lo registraría como un sueño dorado. Quizá lo temería como una pesadilla. Una vocecita interior me susurró que, a largo plazo, ésta sería la mejor solución. Conseguir que nos tema, que tema nuestro tacto, nuestra magia, para que no vuelva a desear que las manos de una sidhe toquen otra vez su cuerpo. Un poco de dolor esa noche para salvarle de una eternidad de sufrimientos.
Sabía que eran mentiras, y aun así no podía mirarle.
Sus dedos acariciaban mi espalda, y salté como si me hubiera golpeado. Me tapé la cara. No estaba preparada para volver a mirar.
– Esto de tus hombros no son cicatrices de quemaduras, ¿verdad? -preguntó.
Bajé las manos, pero mantuve los ojos cerrados.
– No.
– ¿Qué son entonces?
– Fue otro duelo. Utilizó magia para obligarme a cambiar de forma en medio de la batalla.
Escuchaba que Roane se movía por la cama, que se me acercaba, pero no intentó volver a tocarme. Le estaba agradecida.
– Pero cambiar la forma no duele. Es una sensación maravillosa.
– Quizá no duela a un roano, pero sí a uno de nosotros. Cambiar de forma causa dolor, como si todos tus huesos se rompieran al mismo tiempo y adoptaran otra estructura. No puedo cambiar mi forma por propia iniciativa, pero lo he visto en otros. Estás indefenso en los minutos que dura el cambio de forma.
– El otro sidhe intentaba distraerte.
– Sí.
Abrí los ojos y miré hacia la oscuridad de las ventanas. Actuaban como un espejo, mostrando a Roane sentado detrás de mí, con el cuerpo brillando como el sol detrás de la luna de mi cuerpo. Los tres anillos de color de mis ojos brillaban con suficiente intensidad como para, incluso desde esa distancia, poder distinguir cada color: esmeralda, jade, oro líquido. Hasta los ojos de Roane brillaban con un color miel oscuro, como bronce. Le sentaba bien la magia de sidhe.
Se estiró hacia mí, y me puse tensa. Colocó su mano en la arrugada piel de las cicatrices.
– ¿Cómo conseguiste que parase de cambiarte en algo distinto?
– Lo maté.
Vi en las ventanas que los ojos de Roane se abrían como platos y sentí que su cuerpo se tensaba.
– ¿Mataste a un sidhe real?
– Sí.
– Pero son inmortales.
– Yo soy bien mortal, Roane. ¿Cuál es la única manera de que muera un sidhe eterno?
Vi en su semblante que los pensamientos fluían a su mente hasta que por fin la determinación asomó a su mirada.
– Invocar sangre mortal. Lo mortal comparte nuestra inmortalidad, y nosotros compartimos la mortalidad de los mortales.
– Exacto.
Se arrodilló a mi lado, pero no se dirigió a mí directamente, sino a mi reflejo.
– Pero esto es un ritual muy específico. No se puede invocar la inmortalidad de forma accidental.
– El ritual de un duelo ata a los dos participantes en un combate mortal. Entre los sidhe de la Oscuridad, se comparte sangre antes de luchar.
Sus ojos se abrieron lentamente, hasta que se convirtieron en dos charcas inmensas de oscuridad.
– Cuando bebieron tu sangre, compartieron tu mortalidad.
– Sí.
– ¿Ellos lo sabían?
No pude reprimir una sonrisa.
– No hasta que clave mi daga a Arzhul.
– Debiste haber librado una dura batalla para que él tratara de hacerte cambiar de forma. Es un hechizo mayor para un sidhe. Si no temía la muerte, entonces debiste herirle mucho.
Negué con la cabeza.
– Él estaba alardeando. Pretender matarme no le bastaba. Primero quería humillarme. Para un sidhe, forzar un cambio de forma es prueba del poder de tu magia.
– Así que estaba alardeando -dijo Roane. Era su mejor manera de decir que quería saber qué ocurrió a continuación.
– Le clavé una puñalada con la esperanza de distraerle, pero mi padre siempre me enseñó a no ahorrar un golpe. Incluso si sabes que estás ante un inmortal, golpéalo como si pudiera morir porque un golpe mortal duele más aun cuando no puede matar.
– ¿Mataste a quien te dejó esta cicatriz? -Su mano se desplazó desde atrás para recorrerme las costillas.
Me estremecí cuando me tocó, y no porque me hiciera daño.
– No, Rozenwyn todavía vive.
– Entonces, ¿por qué no te aplastó ella el corazón? -Sus manos se desplazaban a lo largo de mi cintura, apretándome contra su cuerpo.
Me abandoné a la curva de sus brazos, al sólido calor de su cuerpo.
– Porque su duelo fue después del de Arzhul y cuando la apuñalé, sintió pánico, creo. Dijo que había ganado el duelo sin necesidad de matar.
Frotó su mejilla contra la mía, y los dos miramos cómo se fundían los colores con el contacto de nuestras pieles.
– Fue el último duelo, entonces -dijo.