Mi reflexión se había prolongado en exceso. Cerró los ojos y me quitó la mano del muslo.
– Lo siento, Merry.
Le toqué el mentón:
– No, Uther, me siento halagada.
Abrió los ojos, me miró, pero la herida estaba allí, claramente visible. Él había puesto su corazón en la mano, y yo le había clavado una puñalada. ¡Mierda! Estaba a punto de coger un avión y no volver a ver a esa gente nunca más. No quería dejar a Uther así. Era un amigo demasiado bueno para hacerle eso.
– Soy humana en parte, Uther. No puedo… -No había una manera delicada de expresarlo-. No puedo dañarme tanto como lo haría un duende de pura sangre.
– ¿Daño?
A1 cuerno con la timidez.
– Eres demasiado grande para mí, Uther. Si fueras… más pequeño, podríamos tener una relación sexual una tarde, aunque no me veo saliendo contigo. Eres mi amigo.
Me miró a los ojos.
– ¿Podrías acostarte conmigo y no sentir repulsión?
– ¿Repulsión? Uther, has estado demasiado tiempo entre humanos. Tienes exactamente el aspecto que deberías tener. No eres ningún bicho raro.
Sacudió la cabeza.
– Estoy exiliado, Merry. No puedo volver al país de los elfos, y aquí entre los humanos soy un bicho raro.
Me estremecía al oírle decir eso.
– Uther, no dejes que los ojos de los demás te hagan odiarte a ti mismo.
– ¿Cómo puedo conseguirlo? -preguntó.
Puse una mano sobre su pecho, sintiendo el pulso seguro de su corazón.
– Dentro está Uther, mi amigo, y te quiero como a un amigo.
– He estado suficiente tiempo entre humanos para conocer el discursito ese de «te quiero como a un amigo».
Se apartó nuevamente de mí, y observé que su cuerpo se sentía incómodo, como si no soportase que le tocara.
Me arrodillé. Podría decir que me puse a horcajadas sobre él, pero lo más que alcanzaba era a poner una rodilla en cada uno de sus muslos. Le toqué la cara con las manos, explorando la curva de su frente, sus espesas cejas. Tenía que bajar los brazos y acercarme desde abajo para tocarle la mejilla. Le pasé el pulgar por los labios, desplazando mis manos por el delicado hueso de sus colmillos.
– Eres un gigante muy guapo. El doble colmillo es muy apreciado. Y esta curva al final se considera un signo de virilidad.
– ¿Cómo lo sabes? -Su voz era casi un susurro.
– Cuando era adolescente, la reina tomó como amante a un criado llamado Yannick. Después de haber estado con él, dijo que ningún sidhe la podía llenar como lo hacía su precioso gigante. Luego el gigante perdió su favor, pero salvó la vida, que era más de lo que conseguían la mayoría de amantes no sidhe de la reina. Los humanos normalmente se suicidaban.
Uther me miró. Mientras me arrodillaba frente a sus piernas, estábamos casi frente a frente.
– ¿Qué pensabas tú de Yannick? -preguntó, con una voz cada vez más floja, que me obligaba a acercarme a él para escucharle.
– Creo que estaba loco. -Me acerqué para besarle y se apartó. Puse una mano en cada lado de su cara y le situé delante de mí para que me mirase-. Pero creo que todos los amantes de la reina estaban locos.
Tuve que sentarme en el regazo de Uther, con una pierna a cada lado de su cintura para tener un buen ángulo para besarle. Los colmillos se interponían, pero si servía para quiterle el dolor de los ojos, valdría la pena.
Le besé como amigo. Le besé porque no le encontraba feo. Había crecido entre elfos que hacían que Uther pareciera un chico de portada según modelos humanos. Algo que aprendes en la corte de la Oscuridad es a amar a cualquier forma de elfo. Hay belleza en todos nosotros. La fealdad es un concepto desconocido en la corte de la Oscuridad. En la corte de la Luz se me consideraba fea, porque no era ni lo bastante alta ni lo bastante delgada, y mi pelo era del color cobrizo de la corte de la Oscuridad, no del rojo más humano de la corte de la Luz. En la Oscuridad tampoco había tenido demasiados novios. No porque no me encontraran atractiva, sino porque era mortal, y creo que una sidhe mortal era algo que les asustaba. Me trataban como si padeciera una enfermedad contagiosa. Sólo Griffin lo había intentado, y al final tampoco había sido suficiente sidhe para él.
Sabía lo que significaba ser siempre un bicho raro. Lo puse todo en aquel beso, cerrando los ojos, acariciándole el mentón. Le besé con suficiente fuerza para sentir cómo se ensanchaban los huesos de su mandíbula antes de curvarse.
Uther besaba igual que hablaba, con cuidado, pensando cada movimiento como cada sílaba. Sus manos me acariciaban la espalda, transmitiéndome su sorprendente fuerza, el potencial de un cuerpo capaz de quebrarme como a una muñeca frágil. Había que confiar mucho en él para acompañarlo a la cama y creer que saldrías intacta. Pero confiaba en Uther, y quería que volviera a creer en sí mismo.
– Detesto interrumpir -dijo Jeremy-, pero hay otra colisión frente a nosotros. Hay un accidente en cada calle en la que entramos.
No dejé que me continuara besando.
– ¿Qué has dicho?
– Hay dos colisiones en las dos calles secundarias que hemos cogido -dijo Jeremy.
– Demasiada coincidencia -dijo Uther.
Me besó delicadamente en la mejilla y me dejó liberar de su abrazo para sentarme a su lado, todavía a la sombra de su energía. El dolor se había desvanecido de sus ojos, dejando algo más sólido. El beso había merecido la pena.
– Saben que estaba en el piso de Roane, pero no saben dónde estoy ahora. Están intentando cortar todas las vías de escape. Jeremy asintió.
– ¿Por qué no les detectaste?
– Ha estado muy ocupada -comentó Ringo.
– No -dije-, pero de la misma manera que el aura de Uther les impide localizarme, también bloquea mi poder para sentirles.
– Si te apartas de él, podrás sentirles -dijo Jeremy.
– Y ellos a mí -dije.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Ringo.
– Parece que estamos atascados. No creo que puedas hacer nada -dije.
– Han bloqueado todas las carreteras -afirmó Jeremy-. Ahora empezarán a buscar entre los coches y al final nos encontrarán. Necesitamos un plan.
– Si Uther se viene conmigo, echaré un vistazo para comprobar si mis ojos pueden sentir algo que el resto de mi cuerpo no puede.
– Será un placer -dijo Uther, y rió.
Los dos estábamos riendo cuando me dirigí a la segunda fila de asientos. Uther mantenía una de sus manazas sobre mi hombro. Había coches aparcados a un lado de la calle, y dos carriles de tráfico. El motivo por el que no avanzábamos era una colisión de tres coches a la altura del semáforo. Un coche estaba volcado sobre la calzada. El segundo se había incrustado en él, y un tercero en los dos anteriores, de manera que los tres vehículos formaban un amasijo de hierros y de cristales rotos. Imaginé cómo el segundo y el tercer coche se habían empotrado en el primero. Lo que carecía de explicación era cómo el primer automóvil había ido a parar a donde estaba, volcado en medio de la calzada. Ningún percance explicaba que el primer vehículo acabara allí, bloqueando por completo la calle. Apostaba a que alguien o algo había volcado el coche y lo había dejado para que otros vehículos chocaran con él hasta formar una pila de hierros y gente ensangrentada. Mientras pudiesen usar encanto para esconderse y no ser acusados, los peatones heridos no les importaban en absoluto. Cómo odio a veces a mi familia.
La gente se agolpaba en las aceras, salía de sus coches y se asomaba a las puertas. Había dos coches de policía aparcados en medio de la intersección, parando el tráfico que todavía intentaba acceder a la calle transversal. Las luces de los coches de policía cortaban la noche en ráfagas de luz coloreada, compitiendo con los neones y los escaparates iluminados de las tiendas y los bares situados a ambos lados de la calle. Oí la sirena de una ambulancia, probablemente el motivo por el cual la policía abría paso.