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Se volvió, sonriendo, hacia la policía.

– Esperaré a la princesa.

Empezó a caminar hacia la furgoneta y no le detuvieron. Comprendí el motivo a medida que se me acercaba. Le colgaba del cuello el emblema de la reina, la placa que llevaba su guardia. Se parece mucho a la placa de policía, y se ha dado mucha publicidad al hecho de que usar uno de los emblemas si no te lo mereces comporta una maldición. Una maldición a la que no se arriesgaría ni tan siquiera un sidhe.

No sabía qué les había contado, pero lo podía adivinar. Se le había enviado para detener el ataque del que era víctima y me quería llevar a casa sana y salva. Todo muy razonable.

Sholto se dirigió hacia mí con pasos largos y elegantes. Era guapo, no con la belleza que te quita el sentido de algunos sidhe, pero aun así impresionante. Sabía que los humanos le miraban al caminar, porque no lo podían evitar. Sholto tenía el aspecto, los ojos, la piel, la cara, los hombros, todo humano, a excepción de que justo debajo de su pecho había un montón de tentáculos, extremidades con bocas. Su madre era sidhe, su padre no.

Alguien me tocó el hombro y yo me sobresalté y no pude reprimir un grito. Era Jeremy.

– Cierra la puerta, Uther.

Uther cerró la puerta, casi en las mismas narices de Sholto. Se apoyó contra ella para que no pudiera abrirse desde el exterior sin un considerable esfuerzo.

– Corre -dijo Uther.

– Corre -repitió Jeremy.

Lo entendí. Salvo en una guerra, los sluagh cazaban una presa por vez, y su presa era yo. Sholto no les haría daño si yo no estaba allí. Me escapé por el agujero que los ogros habían abierto en la chapa, al otro lado de la furgoneta. Me las arreglé para pasar por la abertura sin cortarme. Escuché que Sholto golpeaba educadamente la puerta de la furgoneta.

– Princesa Meredith, he venido para llevarte a casa.

Me tiré al suelo y usé los coches aparcados para esconderme y deslizarme hasta la acera a fin de mezclarme con la multitud que se había reunido para contemplar el espectáculo. Me eché encima otra capa de encanto. El pelo era de un marrón indescriptible, la piel más oscura todavía, bronceada. Me abrí paso entre la multitud, cambiando poco a poco de aspecto para no atraer la atención de nadie. Cuando logré llegar a la calle lateral, lo único que conservaba el mismo aspecto era la ropa. Me quité la chaqueta, empuñé el arma y enrollé la chaqueta alrededor de la mano y el brazo. Sholto había visto a una mujer pelirroja de piel pálida, con chaqueta azul marino. De pronto era una mujer con pelo marrón y camisa verde. Caminé lentamente por la calle, aunque había un lugar entre mis omoplatos que me dolía como si él me estuviera perforando.

Quería volverme y mirar atrás, pero me obligué a continuar caminando. Avancé hasta la esquina sin que nadie dijera: «¡Es ella!». Allí me detuve un segundo. Quería mirar por encima del hombro. Luché contra aquella necesidad y doblé la esquina. Cuando estuve fuera de su vista, dejé escapar un suspiro que no sabía que estaba reteniendo. No estaba fuera de peligro, no con Sholto cerca, pero era un buen comienzo.

Percibí un ruido por encima de mi cabeza, un sonido agudo y fino, casi demasiado agudo para ser oído, pero se filtró entre los sonidos normales de la ciudad como una flecha disparada directamente al corazón. Observé el cielo nocturno, pero estaba vacío, a excepción del rastro distante de un avión que brillaba en la oscuridad. Volví a oír un sonido tan agudo que casi hacía daño, como los chillidos de murciélagos, pero no vi nada.

Empecé a caminar hacia atrás, lentamente, mirando todavía al cielo, cuando un movimiento captó mi atención. Me fijé en la parte superior del edificio más cercano. Allí, una fila de formas negras se asomaba a la cornisa. Era una hilera de capuchas negras del tamaño de personas bajitas. Una de las capuchas se removió como un pájaro al posarse. La forma negra levantó la cabeza y reveló una cara pálida y plana. Su boca se abrió levemente y emitió un grito agudo.

Podían volar más rápido de lo que yo corría. Ya lo sabía, pero de todas formas me volví y eché a correr. Escuché sus alas desplegarse con un sonido cortante. Seguí corriendo. Sus gritos agudos me perseguían en medio de la noche. Corrí más deprisa.

10

Volaban por encima de mi cabeza a toda velocidad y su sonido se fundía como una ráfaga de viento de una tormenta que te persigue. Esto era lo que habrían oído los humanos: viento, una tormenta o el vuelo de una bandada de aves. Si es que había humanos para oír algo. La calle aparecía desierta hasta el final de la manzana. Eran las ocho en punto de un sábado por la tarde en un barrio comercial y no había nadie. Parecía arreglado, y quizá lo estaba. Si conseguía huir del área del hechizo, encontraría a gente. El viento soplaba contra mi espalda y me lancé a la acera. Eché a rodar por el impacto y seguí avanzando de este modo, vislumbrando de manera fugaz las aves nocturnas que se extendían sobre mí, a menos de un metro de la acera como una bandada dirigida por control remoto, moviéndose demasiado rápido tras su guía, para cambiar de dirección.

Rodé hasta la entrada de la puerta vecina, que estaba cubierta por un techo y cristal en tres de sus costados. Los seres voladores permanecían arriba. No bajarían por mí. Me quedé allí un momento, escuchando el ruido sordo de la sangre que se agolpaba en mis sienes. Entonces me di cuenta de que no estaba sola.

Me incorporé y me quedé sentada con la espalda apoyada en el escaparate lleno de libros, intentando pensar en alguna excusa suficientemente buena para explicar a un humano lo que acababa de hacer. El hombre me daba la espalda. Era bajo, de mi estatura, aproximadamente, llevaba una camisa hawaiana chillona y una de aquellas gorras con visera. No era algo que uno viera todas las noches.

Me apoyé en el escaparate para ponerme de pie. ¿Por qué llevaba una gorra con visera por la noche?

– Menudo viento -dijo.

Me separé del escaparate, pero me mantuve bajo la protección del techo. Aún conservaba la pistola en la mano. La chaqueta me caía suelta como la capa de un torero, pero aun así tapaba el arma.

El hombre se volvió y la luz de la tienda se reflejó en su rostro. Su piel era negra, los ojos como brasas de carbón. Sonrió y mostró una boca llena de dientes afilados.

– Nuestro jefe quiere hablar con usted, princesa.

Sentí un movimiento detrás de mí y giré la cabeza para ver qué era, pero tenía miedo de volverme por completo y dar la espalda al individuo sonriente. Emergieron tres personajes de la tienda vecina. Todo estaba oscuro, no había luces de las que esconderse. Los tres eran más altos que yo, llevaban capa y capucha.

– Te hemos estado esperando, guarra -dijo una de las figuras con capa. Era una voz de mujer.

– ¿Guarra? -pregunté.

– Furcia. -Una segunda voz de mujer.

– ¿Estáis celosas? -dije.

Se me acercaron, y yo tiré la chaqueta al suelo y les apunté con la pistola. O bien no sabían que se trataba de un arma o no les importaba. Disparé a una de ellas. La figura se derrumbó en el suelo. Las otras dos huyeron, con las garras extendidas como si quisieran desviar un golpe.

Apoyé la espalda en el escaparate y me permití una mirada al hombre que sonreía detrás de mí, pero estaba de pie en la entrada de la librería con sus manitas enlazadas por encima de la gorra. Conservé la pistola y la mayor parte de mi atención sobre las mujeres, aunque éste era un término muy impreciso para describirlas. Eran arpías. No las estaba despreciando. Es lo que eran… arpías nocturnas.

La que había recibido el disparo trataba de sentarse y se refugiaba en los brazos de una segunda.

– ¡Le has disparado!

– Me alegro de que te hayas dado cuenta -dije.

La capucha de la arpía herida se había caído y dejaba al descubierto un enorme pico, ojos pequeños y brillantes y una piel del color de nieve amarillenta. Su pelo negro era una maraña seca que caía como paja sobre sus hombros. Silbó cuando la segunda arpía le abrió la capa lo suficiente para revelar la herida. Había un agujero sangriento entre sus pechos caídos. Llevaba un collar de oro alrededor del cuello y un cinturón con joyas que le ceñía la cintura. Por lo demás, estaba desnuda. Vislumbré el puñal que colgaba del cinturón y estaba sujeto al muslo con una cadena de oro.