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Se retorció, incapaz de obtener suficiente aire para maldecirme. Le había dado en el corazón y quizás, en un pulmón. No era mortal, pero sí muy doloroso.

La segunda arpía levantó la cara hacia la luz. Su piel era de un gris sucio con grandes cráteres como de viruela que le cubrían la cara y la nariz afilada. Sus labios eran casi demasiado delgados para una boca llena de afilados caninos.

– Me pregunto si te querría si no tuvieras toda esa carne blanca y delicada.

La última arpía permanecía de pie, oculta bajo la capucha. Su voz era mejor que las de las demás, en cierto modo más cultivada.

– Te podríamos convertir en una de las nuestras, en nuestra hermana.

Miré a la de piel gris.

– En el mismo segundo que una empiece a maldecirme le volaré la cabeza.

– No me matarás -dijo la arpía gris.

– No, pero no quedarás más guapa de lo que estás.

– Zorra -susurró.

– Lo mismo digo -repliqué.

Era la única que todavía permanecía de pie la que me preocupaba. Ella no mostraba miedo ni se había dejado dominar por la ira. Había sugerido utilizar la magia contra mí cuando todavía estaba parcialmente escondida entre las sombras y la noche. Era más lista, más precavida y peligrosa.

Deliberadamente, no había utilizado encanto para esconderme. Estaba de pie delante del escaparate de una librería iluminada y apuntando con un arma totalmente visible. El disparo debería haber atraído a alguien a la puerta o provocado una llamada a la policía. Extendí mi poder para inspeccionar y encontré los gruesos pliegues del encanto, pesados y bien construidos. Tenía pericia en utilizar encanto, pero no de aquella manera. Sholto había construido una pared invisible que protegía la calle. Los humanos de las tiendas no verían ni escucharían nada que les alarmara. Sus mentes explicarían el disparo como algún ruido ordinario. Si gritaba pidiendo ayuda, sería inútil. Como no lanzara a alguien por el escaparate que tenía detrás de mí, nadie vería nada.

Me habría gustado romper el escaparate con el cuerpo de alguna de ellas, o de las tres a la vez, pero no me atrevía a acercarme. Las manos que tocaban la herida eran garras negras como las uñas de un gran pájaro. Los dientes que mostraban al hablar con ese sonido sibilante estaban concebidos para desgarrar carne. No podía vencerlas en una batalla cuerpo a cuerpo. Necesitaba mantenerlas a distancia, pero Sholto estaba a punto de presentarse y yo tenía que desaparecer antes de que eso sucediera. Si llegaba, estaba perdida. Y no lo estaba haciendo muy bien. Ellas no podían hacerme daño, pero había caído en la trampa. Si me iba, las aves nocturnas me atacarían en grupo, y luego las arpías o el hombre sonriente me podrían coger. Estaría desarmada, o algo peor, antes de que apareciera Sholto.

No tenía magia ofensiva. Un arma no podía matar a ninguna de ellas, sólo las podía herir y detener. Necesitaba una idea mejor, pero no se me ocurría ninguna. Intenté hablar. En caso de duda, habla. Nunca sabes lo que se le puede escapar al enemigo en una conversación.

– Nerys la Gris, Segna la Dorada y Agnes la Negra, supongo.

– ¿Quién eres? ¿Stanley? -dijo Nerys.

Sonreí.

– Y luego dicen que no tienes sentido del humor.

– ¿Quién lo dice? -preguntó.

– Los sidhe -dije.

– Tú eres una sidhe -dijo Agnes la Negra.

– ¿Crees que estaría aquí escondiéndome de mi reina si fuera una sidhe completa?

– El hecho de que tú y tu tía seáis enemigas te convierte en una loca suicida, pero no te hace ni un ápice menos sidhe. -Agnes estaba de pie, bien tiesa.

– No, pero la sangre de brownie de mi madre sí que lo hace. Creo que la reina perdonaría la mancha humana, pero no puede olvidar lo demás.

– Eres mortal -dijo Segna-. Ése es el pecado imperdonable para una sidhe.

Las manos se me empezaban a entumecer. Los brazos comenzarían a temblarme. Tenía que disparar o bajar el arma. Aunque sostuviera el arma con las dos manos, no podía mantener la posición eternamente.

– Hay otros pecados que mi tía encuentra igual de imperdonables -dije.

– Como tener una red de tentáculos en medio de toda esta carne perfecta de sidhe -dijo una voz masculina.

Moví el arma hacia la voz, sin apartar la vista de las tres brujas. Pronto tendría tantos objetivos en tantas direcciones distintas que me sería imposible dispararles a todos a la vez. Como mínimo el movimiento y la descarga de adrenalina habían contribuido a mitigar la fatiga muscular. De pronto me convencí de que podía mantener la posición de disparo eternamente.

Sholto estaba de pie en la acera. Creo que intentaba sin éxito parecer inofensivo.

– La reina me dijo eso en una ocasión, que era una lástima tener una red de tentáculos en medio de uno de los cuerpos de sidhe más perfectos que había visto.

– Muy bien. Mi tía es una zorra. Todos lo sabemos. ¿Qué quieres, Sholto?

– Dale su título -dijo Agnes, mientras su voz cultivada mostraba un poco de disgusto.

Nunca perjudica ser educado, de modo que hice lo que ella pedía.

– ¿Qué quieres, Sholto, señor de aquello que pasa por en medio?

– Es el rey Sholto. -Segna me escupió estas palabras, casi literalmente.

– No es mi rey -dije.

– Eso puede cambiar -dijo Agnes, con una amenaza implícita muy poco sutil.

– Ya basta -dijo Sholto-. La reina te quiere muerta, Meredith.

– Nunca hemos sido amigos, señor Sholto. Utiliza mi título. Era un insulto que hubiera omitido mi título después de haberlo utilizado yo. También era un insulto insistir en ello por parte de alguien que era el rey de otras gentes. Pero Sholto siempre se había complicado la vida intentando jugar a ser señor de las sidhe y rey de los sluagh.

En su semblante se reflejó algo, enfado, creo, aunque no lo conocía lo bastante para estar segura.

– La reina te quiere muerta, princesa Meredith, hija de Essus.

– Y te ha enviado a ti para que me lleves a casa para la ejecución. Ya me lo había imaginado.

– No podrías estar más equivocada -dijo Agnes.

– ¡Silencio! -ordenó Sholto.

Las arpías parecieron encogerse, sin hacer reverencias, pero como si estuvieran pensando en ello.

E1 hombre que sonreía a mi derecha se me acercó. Sin desviar el arma de Sholto, dije:

– Da dos pasos atrás o dispararé a tu rey.

No sé lo que hubiera hecho el hombre porque Sholto dijo:

– Venga, Gethin, haz lo que quiere.

Gethin no discutió, simplemente retrocedió, aunque había observado con el rabillo del ojo que sus manos estaban plegadas sobre su pecho. Ya no colocaba las manos por encima de la cabeza. No me importaba mientras se mantuviera a distancia. Todos ellos estaban demasiado cerca. Si se me tiraran encima a la vez, sería el fin. Pero Sholto no quería que estuviera rodeada por mucha gente. Quería hablar. Para mí, perfecto.

– No te quiero muerta, princesa Meredith -dijo Sholto.

No podía apartar la sospecha de mi cara.

– Te enfrentarás contra la reina y contra todos sus sidhe para salvarme?

– Han sucedido muchas cosas en los últimos tres años, princesa. La reina confía cada vez más en los sluagh. No creo que iniciara una guerra por el hecho de que estés viva siempre que permanezcas lejos de su vista.

– Estoy todo lo lejos que puedo estando en tierra-dije.

– Ah, pero quizás haya otros en la corte que le susurren a la oreja y le recuerden tu existencia.