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– Sí.

Parecía casi aliviado. La aspereza de sus ojos era desagradable, pero como mínimo era genuina. Por lo que sabía, todo lo demás era falso. Quería ver qué había de verdadero detrás de ese rostro agradable.

– Pero ése no era el motivo, Sholto. Ahora, entre las sidhe reales, hay más sangre mezclada que pura.

– Es cierto -dijo-, no le gusta la línea sanguínea de mi padre.

– No es por el hecho de que tu padre sea un ave nocturna, Sholto. Frunció el entrecejo.

– Si conoces el motivo, dímelo.

– A excepción de la oreja puntiaguda, hasta que tú llegaste la genética sidhe se imponía independientemente de con quién se mezclara.

– La genética -dijo-, olvidaba que eres nuestra primera licenciada universitaria.

Sonreí:

– Mi padre quería que fuese médico.

– No puedes curar con el tacto, ¿qué tipo de médico es ése?

– Tomó un buen trago de vino.

– Algún día te tengo que llevar de visita a un hospital moderno -dije.

– Me enseñes lo que me enseñes, será un placer.

Fuera cual fuese la emoción que empezaba a asomar, se desvaneció entre los dobles sentidos.

Yo no hice caso de la insinuación y continué hurgando. Había visto verdadera emoción, y quería ver más. Si estaba a punto de arriesgar mi vida, tenía que ver a Sholto sin las máscaras que nos habían enseñado a llevar en la corte.

– Hasta que naciste tú, todas las sidhe tenían aspecto de sidhe con independencia de con quién se juntaran. Creo que la reina te ve como una muestra de que la sangre de sidhe se está debilitando, igual que mi mortalidad demuestra que la sangre de sidhe se está haciendo más clara.

El rostro de Sholto se endureció.

– En la Oscuridad predican que todos los elfos son bellos, pero algunos de nosotros sólo lo somos durante una noche. Somos entretenimientos, pero nada más.

Vi cómo el enfado se abría paso por sus hombros, hasta llegar a los brazos. Sus músculos se tensaban a medida que la ira se apoderaba de él.

– Mi madre -y recalcó esta palabra- pensaba que tendría una noche de placer y no le costaría nada. El precio fui yo.

Se comía las palabras, mientras la rabia intensificaba la luz de sus ojos de manera que los anillos dorados resplandecían como una llama.

Había clavado una aguja a través de su hermosa apariencia y había pinchado en hueso.

– Yo diría que fuiste tú quien pagó el precio, no tu madre. Cuando te parió, volvió a la corte y recuperó su vida.

Me miró, y en su cara todavía había rabia al rojo vivo.

Le hablé cuidadosamente al verle tan enfadado, porque no quería que vertiera su ira hacia mí, pero me gustaba verle así. Era algo auténtico, no un estado de ánimo calculado para obtener algo. No había planificado estar de ese humor. Me gustaba, me gustaba mucho. Una de las cosas que me agradaba de Roane era que sus emociones estuvieran tan cerca de la superficie. Nunca fingía nada que no sintiera. Por supuesto, éste era el mismo rasgo que le había permitido volver al mar con su nueva piel de foca, sin preocuparse jamás de despedirse. Nadie es perfecto.

– Y me abandonó con mi padre -dijo Sholto. Miró a la mesa y a continuación, levantó hacia mí sus extraordinarios ojos-. ¿Sabes qué edad tenía antes de conocer a otro sidhe?

Negué con la cabeza.

– Tenía cinco años. Pasaron cinco años hasta que vi a alguien con una piel y unos ojos como los míos. -Dejó de hablar, con los ojos distantes por el recuerdo.

– Cuéntamelo -dije, pausadamente.

Me habló con suavidad, como si estuviera hablando consigo mismo.

– Agnes me había llevado al bosque para jugar en una noche oscura, sin luna.

Quería preguntar si Agnes era la arpía Agnes la Negra que había visto antes, pero le dejé hablar. Ya habría tiempo para las preguntas cuando su humor cambiara y dejara de compartir conmigo sus secretos. Había sido sorprendentemente fácil conseguir que se sincerara. Normalmente, cuando las protecciones de alguien se superan con tanta facilidad es porque desea hablar, porque necesita hablar.

– Vi un brillo entre los árboles como si la luna hubiese bajado a la tierra. Pregunté a Agnes qué era aquello. No me lo dijo, simplemente me cogió de la mano y me condujo cerca de la luz. Al principio, pensé que eran humanos, pero los humanos no brillan como si tuvieran fuego debajo de la piel. Entonces la mujer se volvió hacia nosotros, y los ojos… -su voz se apagó, y había en él una mezcla de admiración y dolor que casi me obligaba a dejarlo tranquilo, pero no lo hice. Quería saber más, si él quería explicármelo. -Sus ojos… -le animé.

– Sus ojos brillaban, ardían. Eran azules, luego de un azul oscuro, después verde. Tenía cinco años, por lo que no era su desnudez ni el cuerpo del hombre encima del suyo lo que me admiró, sino aquella piel blanca y aquellos ojos. Como mis ojos, como mi piel. -Me miró como si no estuviera allí-. Agnes me apartó de allí antes de que nos vieran. Yo quería hacerle infinidad de preguntas, pero ella me dijo que le preguntara a mi padre.

Me miró y respiró profundamente como si regresara literalmente de otro sitio.

– Mi padre me contó cosas sobre los sidhe, y me dijo que yo era uno de ellos. Él me educó para pensar que era un sidhe. No podía ser lo que era él. -Sholto soltó una risa seca-. Rompí a llorar la primera vez que me di cuenta de que nunca tendría alas.

Me miró, frunciendo el ceño.

– Nunca había explicado esta historia a nadie de la corte. ¿Tienes algún tipo de magia sobre mí?

En realidad, no creía que se tratara de un hechizo, de lo contrario se habría mostrado más alterado, quizá incluso atemorizado.

– ¿Quién más de la corte, excepto yo, comprendería el significado de la historia? -pregunté.

Me miró durante unos largos segundos y a continuación, asintió lentamente.

– Sí, aunque tu cuerpo no está tan marcado como el mío, tú tampoco eres una de ellos. No te dejarán pertenecer a su grupo.

Se apoyaba en la mesa con tanta fuerza que sus manos se pusieron blancas. Se las toqué, y se apartó como si le hiciera daño, pero se detuvo en mitad del movimiento. Observé el esfuerzo que representaba para él volver a poner sus manos a mi alcance. Actuaba como alguien que teme resultar herido.

Cubrí sus grandes manos con una de las mías o, mejor dicho, las cubrí en la medida de lo posible. Sonrió con la primera sonrisa real, porque esta vez carecía de su habitual confianza. No sé lo que vio en mi cara, pero fuera lo que fuese, le tranquilizó, porque abrió las manos y se llevó la mía a sus labios. No me la besó propiamente, más bien apretó su boca contra ella. Fue un gesto sorprendentemente delicado. La soledad puede ser un vínculo más fuerte que ningún otro. ¿Quién más en alguna de las dos cortes nos comprendía mejor que cada uno de nosotros? No era amor ni amistad, pero sin duda era un vínculo.

Separó la cara de mi mano y me clavó una mirada que pocas veces había visto entre los sidhe, una mirada abierta, primitiva. Se percibía en sus ojos una necesidad tan grande que era como mirar a un pozo sin fondo. Sus ojos semejaban los de una criatura sin domesticar, los de una cría de animal salvaje malherido. Espero que mis ojos nunca presenten ese aspecto.

Apartó mi mano lentamente, de mala gana.

– Nunca he estado con otra sidhe, Meredith. ¿Comprendes lo que significa?

Lo comprendía, probablemente mejor que él, porque era peor todavía haber estado con uno y haberlo perdido. Sin embargo, mantuve mi voz neutra porque estaba empezando a temer adónde nos estábamos dirigiendo, y con independencia de la simpatía que sintiera por él, no merecía la pena ser torturada hasta la muerte.

– Te preguntas cómo sería.

Sacudió la cabeza.

– No, ansío ver carne pálida tensa debajo de mí. Quiero que mi brillo sea correspondido por alguien. Eso es lo que quiero Meredith, y tú puedes dármelo.