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Reflexionó largo y tendido sobre esta cuestión antes de mirarme con semblante serio.

– No lo sé.

Casi me puse a reír.

– No tienes experiencia como rey. Nunca he oído a ninguno de ellos admitir ser ignorante.

– No saber algo no es ignorancia. Fingir un conocimiento que no tienes, sí puede serlo -sentenció.

– Inteligente y modesto; un caso único en la realeza de los elfos. -Me acordé de una pregunta que me hubiese gustado hacer-. La Agnes que te llevó al bosque cuando eras niño, tu nodriza, ¿era Agnes la Negra?

– Sí -dijo.

– ¿Tu antigua nodriza es ahora tu amante?

– No ha envejecido -dijo-, y yo ahora ya soy mayor.

– Crecer en medio de seres inmortales es desconcertante, lo admito, pero aun así no pienso de esa manera en los elfos que me educaron.

– Lo mismo me pasa con algunos sluagh, pero no con Agnes.

Quería preguntar por qué, pero me abstuve. Para empezar no era de mi incumbencia; en segundo lugar, puede que no comprendiera la respuesta incluso si me la daba.

– ¿Cómo sabes a ciencia cierta que la reina quiere ejecutarme? -volví a la cuestión importante.

– Porque me enviaron a Los Ángeles para matarte. -Lo dijo como si ello no significara nada: sin emoción, sin lamentarse, una mera constatación.

El corazón me latía un poco más rápido, y se me hizo un nudo en la garganta. Tuve que concentrarme para dejar escapar el aire sin que se notase.

– Si no acepto acostarme contigo, ¿ejecutarás la sentencia?

– He jurado que no quería hacerte daño. Y no quiero.

– ¿Lucharías contra la reina por mí?

– El mismo razonamiento que nos mantendrá seguros si nos acostamos juntos, es válido si te dejo viva. Necesita a los sluagh más de lo que necesita ser vengativa.

Parecía muy convencido de esto último. Seguro de lo que estaba seguro, inseguro de todo lo demás; como la mayoría de nosotros, si somos sinceros. Observé su cara, la mandíbula un poco ancha para mi gusto, los huesos del mentón exageradamente marcados. Me gustaban los hombres con un aspecto más suave, pero era guapo, sin lugar a dudas. Su cabello era de un blanco perfecto, denso y liso, recogido en una cola de caballo suelta. El pelo le llegaba hasta las rodillas como a los sidhe más viejos, aunque Sholto sólo rondaba los doscientos años. Sus hombros eran anchos, el pecho se adivinaba fuerte debajo de la camisa blanca. Ésta le sentaba muy bien, y me preguntaba si habría usado algún tipo de encanto para que cayera de aquella manera, porque sabía que lo que había debajo de la camisa no era muy suave.

– No esperaba esta oferta, Sholto. Me gustaría tener un poco de tiempo para pensarlo.

– Hasta mañana por la noche -dijo.

Asentí y me levanté. También él se puso de pie. De repente me descubrí mirándole el pecho y el estómago, intentando ver lo que había visto en la calle. No se veía nada, estaba gastando encanto en esconderlo.

– No sé si puedo hacerlo -dije.

– ¿El qué? -preguntó.

Me moví hacia él.

– Una vez te vi sin camisa cuando era mucho más joven. Y no he olvidado esa visión.

Su cara palideció, sus ojos se endurecieron. Estaba colocando las cosas en su sitio.

– Entiendo. La idea de tocarme te asusta. Lo entiendo, Meredith. -Dejó escapar una larga bocanada de aire-. Fue bonito mientras duró.

Se apartó de mí, recogiendo el abrigo del respaldo de la silla donde lo había colgado. La pesada coleta de su cabello caía por su cuerpo como una tira de piel.

– Sholto -dije.

No se volvió, simplemente se echó todo el cabello hacia un lado mientras se ponía el abrigo.

– No he dicho que no, Sholto.

Entonces, se volvió. La expresión de su rostro seguía cuidadosamente indescifrable, con todas las emociones que tanto me había costado hacer aflorar enterradas de nuevo.

– ¿Entonces, qué me dices?

– Digo que esta noche no quiero sexo, pero no puedo decir que sí, que tendré una relación contigo, hasta que lo vea todo.

– ¿Todo? -volvió a preguntar.

– ¿Ahora quién es el tímido? -dije.

Vi que la idea tomaba cuerpo en su cara, en sus ojos. Se dibujaba en sus labios una pequeña sonrisa extraña.

– ¿Me pides verme desnudo?

– No del todo. -No pude reprimir una sonrisa-. Pero hasta la cadera, sí, por favor. Tengo que ver cómo me siento con tus… extras.

Sonrió y el ambiente estaba caldeado con un punto de incertidumbre. Era su sonrisa auténtica, con aquel punto de encanto y miedo.

– Ésta es la palabra más amable con la que alguien lo ha descrito.

– Si no puedo estar contigo con ilusión y placer compartidos, entonces tu sueño de unir tu brillo con otro se desvanece. Una sidhe no brilla por deber, sino por placer.

Asintió. -Entiendo.

– Así lo espero, porque es más que verte desnudo. Necesito tocar y ser tocada para ver si… -Abrí las manos-. Si puedo hacerlo.

– ¿Pero sin sexo esta noche? -su voz nunca se había aproximado tanto a un tono pícaro.

– Sueñas con carne de sidhe y nunca la has tenido. Yo sí la he tenido, y durante tres, casi cuatro años, he pasado sin ella. Echo de menos mi hogar, Sholto. Aunque sea extraño y perverso, siento melancolía. Si consiento a ello, entonces tendré un amante sidhe y un hogar. Sin mencionar que estoy huyendo de una sentencia de muerte. No eres un destino peor que la muerte, Sholto.

– Algunos han pensado que sí a lo largo de los años. -Intentó hacer un chiste de esta situación, pero sus ojos le traicionaban.

– Éste es el motivo por el que necesito ver dónde me estoy metiendo.

– ¿Entonces, te pregunto por el amor o el amor es algo demasiado ingenuo para un rey y una princesa? -preguntó.

Sonreí, pero esta vez era una sonrisa triste.

– Probé el amor una vez; me traicionó.

– Griffin no se merece emociones tan profundas y es, sin lugar a dudas, incapaz de corresponderlas.

– Ya me di cuenta -dije-. El amor es grande mientras dura, Sholto, pero no dura.

Nos miramos el uno al otro. Me pregunté si mis ojos estaban tan cansados y llenos de reproches como los suyos.

– ¿Se supone que tengo que discutir contigo y decirte que algún amor sí dura? -preguntó Sholto.

– ¿Lo harás?

Sonrió y sacudió la cabeza.

– No.

Acerqué mi mano hacia él.

– No quiero mentiras, Sholto, ni tan siquiera las piadosas.

Su mano estaba muy caliente y envolvía la mía.

– Deja que te lleve a la cama y muéstrame qué me ofreces -dije.

Me permitió que le llevase a la cama.

– ¿Puedo ver qué me ofreces tú?

Lo empujé hacia atrás en la cama para mirarle la cara. -Si quieres.

Pasó por sus ojos una mirada que no era ni sidhe, ni humana, ni sluagh, sino simplemente masculina.

– Quiero -dijo.

12

Le solté la mano y retrocedí en la cama para poder verle. Saqué la pistola y la coloqué debajo de una de las almohadas, después me tumbé boca arriba, apoyándome en los codos. Sholto estaba de pie junto a la cama, contemplándome. Tenía una media sonrisa extraña en la cara. Sus ojos miraban con incertidumbre, no desdicha, sólo incertidumbre.

– Pareces muy contenta -dijo.

– Nunca está mal ver a un hombre guapo desnudo por primera vez.

Su sonrisa se desvaneció

– ¿Guapo? Nunca nadie que haya conocido lo que hay debajo de mi camisa me había llamado así antes.

Dejé que mi mirada hablara por mí. Me fijé en su rostro, sus ojos, su nariz fuerte y casi perfecta, su ancha boca de labios delgados. El resto del cuerpo tenía un aspecto fantástico, aunque sabía que como mínimo una parte de lo que estaba mirando se debía a la magia. No sabía cuánto. Fijé la mirada en las partes de cuya realidad estaba casi segura, como sus estrechas caderas o la longitud y musculatura de sus piernas. Hasta que lo viera sin pantalones, no sabría qué era el bulto que ocultaban, así que pasé por alto esa zona. La reina tenía razón, era una pena; era absolutamente magnífico.