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En los breves momentos de contacto con mi piel, el hechizo se había hecho más denso, más negro, más real. Empecé a quitármelo del brazo. Se adhería como alquitrán, y requirió mucha concentración retirarlo, doblándolo sobre sí mismo de la forma en que se arremanga la ropa gruesa. Cada centímetro de mi piel que liberaba se sentía más brillante, más limpio. No podía imaginarme vivir totalmente encerrada en aquella cosa. Sería igual que pasar la vida entera medio desmayada y privada de oxígeno, confinada en un cuarto oscuro al que nunca llegara la luz.

Había liberado el brazo, la mano, y empecé a apartar lentamente mis dedos de entre los suyos. Ella permanecía completamente inmóvil como un conejo que se esconde entre la hierba, aferrado a la esperanza de que el lobo se aleje de él si consigue quedarse lo bastante quieto. Lo que no creo que observara Frances Norton es que ya estaba bajando por la garganta del lobo, dando patadas al aire con sus piernecitas.

Cuando aparté los dedos, el hechizo se pegó a ellos, pero a continuación volvió a su lugar, en torno a ella, con un sonido casi inaudible. Me limpié la mano en la chaqueta. Me había librado del hechizo, pero sentía la apremiante necesidad de lavarme la mano con agua bien caliente y mucho jabón. El agua y el jabón normales no serían suficientes, pero la sal y el agua bendita quizá resultaran de ayuda.

Frances se desplomó en la silla, escondiendo la cara entre las manos. Le temblaban los hombros y al principio pensé que estaba llorando en silencio. Pero cuando Naomi la abrazó, Frances mostró una cara sin lágrimas. Estaba temblando, simplemente temblando, como si ya no pudiera llorar, no porque no quisiera, sino porque ya no le quedaba ninguna lágrima. Estaba allí sentada, mientras la amante de su marido la abrazaba, la mecía. Temblaba con tanta fuerza que empezaron a castañetearle los dientes, pero no lloró en ningún momento. En cierto modo el problema parecía más grave porque no lloraba.

– Disculpen, señoras. Vamos a salir un momento -dije. Miré a Jeremy y me dirigí a la puerta. Él me siguió y cerró la puerta.

– Lo siento, Ferry. Yo le estreché la mano y no sucedió nada. El hechizo no reaccionó contra mí.

Asentí. Le creía.

– Quizá simplemente tengo mejor sabor.

Me sonrió.

– Bueno, no lo sé por experiencia, pero apuesto a que sí.

Sonreí.

– Físicamente, quizá, pero místicamente eres tan poderoso, a tu manera, como lo soy yo. Sin duda, eres un mago mucho mejor de lo que seré yo nunca, simplemente el hechizo no reaccionó contigo.

Negó con la cabeza.

– No, no lo hizo. Quizá tengas razón, Ferry. Puede que sea demasiado peligroso para ti.

Fruncí el ceño.

– Ahora el señor se pone cauto.

Me miró, pugnando por mantener una expresión neutral.

– ¿Por qué tengo la sensación de que no serás la brujita de corazón frío que me esperaba?

Me apoyé en la pared y le miré.

– Este asunto es tan maligno que podremos recurrir a la policía.

– Implicar a la policía no las salvará. No podemos probar suficientemente que es el marido. Si no somos capaces de demostrarlo ante los tribunales, no podremos llevarlo a la cárcel, y esto significa que tendría libertad para ejercer más magia sobre ellas. Necesitamos que se le encierre en una celda vigilada para que no pueda causarles daño.

– Necesitan protección mágica hasta que esté en la cárcel. Esto es un trabajo de detective. Es un trabajo de canguro.

– Uther y Ringo son grandes canguros -dijo.

– Lo imaginó.

– Continúas triste. ¿Por qué?

– Deberíamos quitarnos este caso de encima -dije.

– Pero no puedes hacerlo -replicó él, sonriendo.

– No, no puedo.

Había muchas agencias de detectives en Estados Unidos que afirmaban estar especializadas en casos sobrenaturales. Se trataba, sin duda, de un gran negocio, pero la mayoría de agencias no estaban a la altura de sus promesas publicitarias. Nosotros sí. Nosotros éramos una de las pocas agencias que podían presumir de un equipo formado enteramente por profesionales de la magia y expertos en poderes psíquicos. También éramos los únicos que podíamos presumir de que todos los empleados, a excepción de dos, eran duendes. No hay tantos duendes que resistan vivir en una ciudad Chicago, pero seguía siendo agotador estar rodeado de tanto metal, tanta tecnología, tantos seres humanos. A mí no me molestaba. Mi sangre humana me permitía tolerar el acero y las cárceles de cristal. Cultural y personalmente prefería el campo, pero podía vivir en una gran urbe. El campo era agradable, pero no me ponía enferma ni me debilitaba sin él. Algunas hadas sí.

– Ojala las pudiera echar, Jeremy

– ¿También tienes un mal presagio sobre el asunto, verdad?

Asentí.

– Sí, ero si las echo, vería en mis sueños sus caras temblorosas y sin lágrimas. Creo que podrían regresar para acecharme después de que aquel que las quiere matar acabase su trabajo. Regresarían como verdaderos fantasmas y me echarían en cara haber desperdiciado su última oportunidad de supervivencia.

La gente cree que los fantasmas persiguen a sus verdaderos asesinos, pero esto es absolutamente falso. Los fantasmas tienen un interesante sentido de la justicia, así que podría darme por satisfecha si se limitaban a acecharme hasta que encontrara a alguien para colocarlos. Si es que se podían colocar. A veces, los espíritus eran más resistentes. Entonces podías acabar cargando con un espíritu familiar como un alma en pena que anuncia la muerte. Dudaba de si alguna de las dos mujeres tenía aquella fortaleza de carácter, pero me habría servido que lo tuviera. Era mi propio sentido de culpabilidad lo que me hacía regresar al despacho, y no el miedo a represalias de fantasmas. Hay gente que dice que los duendes no tienen alma ni sentido de responsabilidad personal. Para algunos esto es verdad, pero no lo era para Jeremy ni para mí. A veces, puede más la compasión.

3

Naomi Phelps llevaba la voz cantante mientras Frances permanecía sentada y no paraba de temblar. Nuestra secretaria le llevó café caliente y una mantita. Sus manos temblaban tanto que vertió café en la mantita, pero consiguió tomarse algo y, fuera por el calor o por la cafeína, tenía mejor aspecto.

Jeremy había llamado a Teresa para que escuchara a las mujeres. Teresa era nuestra vidente. Medía casi uno ochenta y era delgada, con pómulos marcados, cabello negro largo y sedoso y una piel color café con leche. La primera vez que la vi, me di cuenta de que tenía sangre de sidhe, así como afro americana y parte de sangre de hada que no había estado en la corte. Esto último explicaba las orejas ligeramente puntiagudas. Muchas aspirantes a hadas se implantan cartílago para hacer sus orejas puntiagudas, se dejan crecer el pelo hasta los tobillos y se hacen pasar por sidhe. Pero ningún sidhe de pura sangre ha tenido nunca orejas en punta. Es una seña de mezcla de sangre. Sin embargo, hay aspectos del folklore que están más arraigados. Para una gran mayoría de gente, un sidhe puro debe tener las orejas en punta.

Teresa tenía la misma fragilidad de huesos que Naomi, pero yo nunca había sentido la tentación de coger la mano de Teresa. Era una de las clarividentes por tacto más poderosas que había conocido jamás. Yo dedicaba gran cantidad de energía a asegurarme de que no me tocara, pues temía que se le revelaran mis secretos y nos pusiera a todos en peligro. S sentó en una silla a un lado, mirando a las dos mujeres con sus ojos oscuros. No había hecho amago de estrecharles la mano. En realidad, había dado un amplio rodeo para no tocar accidentalmente a ninguna de ellas. Su cara no revelaba nada, pero sintió el peligro del hechizo en cuanto entró en la habitación.