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En mi garganta se forjó un grito, y supe que si lo dejaba escapar no pararía de chillar hasta que Agnes me encontrara y me arrancara los ojos. Dejé la camisa, la chaqueta y la pistola en la habitación. Ni siquiera tenía algo con lo que cubrirme las heridas. Puse el sujetador en su sitio para taparme los pechos.

Se abrió el ascensor y una pareja estuvo a punto de entrar, pero me vieron. En sus caras se observaba conmoción y miedo, y dejaron que las puertas se cerraran lentamente. Había olvidado el encanto. No podía cruzar el vestíbulo de esa manera.

El encanto personal es mi mejor hechizo, pero aun así tenía que luchar como nunca antes para cubrirme con un velo de encantamiento. Lo mejor que podía hacer era procurar que la gente no me viera herida y que no se dieran cuenta de que no llevaba nada más que el sujetador por encima de la cintura. No podía concentrarme en cambiar mi aspecto. Necesitaba utilizar encanto para esconderme de los sluagh, y no podía verme mentalmente. No conseguía visualizar mi apariencia y sin hacerlo, no podía producir encanto.

Las puertas se abrieron en la planta baja y yo salí del ascensor. Nadie gritó ni me señaló, de manera que el encanto estaba surtiendo efecto. Todo estaba en orden, o iba a estarlo. Entonces vi a Segna la Dorada sentada en el sillón oval del centro de la recepción, observándome con unos entrecerrados ojos amarillos.

Me volví y me dirigí a la entrada trasera, pero a pocos metros de allí estaba Gethin, con la camisa hawaiana y la gorra de béisbol, delante de la otra puerta. Observé la recepción amplia y llena de gente sonriente, la cola para pedir habitación, y entendí que podían matarme ahí mismo, y nadie se enteraría hasta que mi cuerpo cayese en esa alfombra y mis asesinos hubiesen desaparecido.

El lavabo de mujeres era visible desde mi posición. Caminé tranquilamente hacia allí, entré y cerré. Me volví y escribí en la puerta los símbolos de protección y fuerza; de hecho, sangraba tanto que podría haber escrito una carta. Apoyé las manos contra la puerta y convoqué el poder. Temía hacerlo después de lo que, accidentalmente, había realizado en la habitación, pero no tenía alternativa. Vertí mi poder en aquella puerta, en aquellas runas, y supe que no pasaría nadie. Lo sabía, porque lo deseaba así, y porque era una sidhe y había protegido la puerta con mi propia sangre. Nadie utiliza sangre -es demasiado poderosa para desperdiciarla en menudencias-, pero exagerar un poco no iba a venirme mal esa noche. Necesitaba tiempo para pensar.

Caminé por la pequeña antesala, con su sofá y su sucesión de espejos, hasta el cuarto de baño que había más allá. Lo que vi en la pared del fondo me hizo caer en la cuenta de que ya no había nada que meditar: tenía que irme. Había una ventana en lo alto de la pared. Lo único que debía hacer era llegar a ella.

Cogí un montón de toallas de papel para contener la hemorragia del brazo hasta que encontrara asistencia médica. Pero antes que nada necesitaba sobrevivir, o la única asistencia médica que obtendría sería la de un forense.

La voz de Gethin (o supuse que era él, dado que no era la arpía) dijo:

– Pequeña sidhe, pequeña sidhe, déjame entrar.

Si quería contar cuentos infantiles, que lo hiciera, pero yo me largaba. Finalmente, arrastré una de las sillas de respaldo curvo de la antesala hasta la cabina más cercana a la ventana. Tuve que saltar un poco para asirme a la barra metálica. Me quedé un segundo colgada de los brazos y a continuación empecé a usar los pies para trepar hasta lo alto de la pared. Las heridas volvieron a sangrar con más intensidad. Resbalé dos veces en mi propia sangre antes de llegar a lo alto de la pared y mirar por la ventanita. La abertura era tan pequeña que por una vez agradecí ser tan menuda.

Estaba a punto de situarme en el alféizar cuando algo golpeó la ventana. Justo antes de caer al suelo vislumbré unos tentáculos y una boca. Tuve que volver a escalar hacia la ventana, no para escapar por ella, sino para protegerla con magia. No podrían entrar, pero yo tampoco podría salir.

Estaba atrapada, había perdido demasiada sangre y no se me ocurría nada. Como no tenía nada que hacer, me ocupé en contener la hemorragia. Cogí un montón de toallas de papel y me dirigí al lavabo. Necesitaba un trapo o algo de ropa para sujetar el improvisado vendaje. Estaba comprobando la profundidad de la herida de mi brazo izquierdo en el espejo cuando advertí algo pequeño y negro.

Me volví, apretando las toallas de papel contra la herida, para inspeccionar el cuarto de baño. Las cabinas de los retretes estaban pintadas de un rosa pálido, lo mismo que las paredes de la sala. Hasta los pocos tubos que sobresalían de las paredes y del techo habían sido pintados de ese mismo color. No había nada oscuro en la habitación a excepción de mis pantalones y mi sujetador, y no era eso lo que había visto.

Seguía allí cuando me volví de nuevo hacia el espejo. Era como una figura oscura, recortada entre sombras, que se aproximaba y aumentaba de tamaño a cada paso. No pensé inmediatamente que fuera el sidhe que había intentado matarme en casa de Alistair Norton, porque muchos sidhe saben producir magia de espejos. No podía proteger el espejo, porque no era una puerta ni una ventana, al menos no como la entendía yo. Si atravesaban el espejo significaba que tenían mejor magia que yo y no les podría detener.

La puerta se abrió y mi corazón casi dejó de latir, pero sólo eran dos mujeres. Dos mujeres corrientes, humanas; de haber sido mínimamente sensibles no abrían entrado. Me dedicaron un par de miradas de extrañeza, pero siguieron riendo y charlando hasta que entraron en dos cabinas contiguas. Me vieron vestida y sin sangrar, porque era la imagen que proyectaba. Siempre viene bien comprobar que algo funciona.

No sabía qué hacer. Entonces, advertí algo en el espejo. Había una pequeña araña que colgaba de él. No, no de él, sino dentro de él. La araña estaba en el interior del espejo, arrastrándose por la otra cara del cristal. Era como las arañas que habían contribuido a salvarme en casa de Norton. Era el elfo que me había salvado. Él, o ella, me había salvado una vez, y necesitaba que lo hiciera de nuevo.

Rasgué un trozo de toalla de papel y escribí con sangre: «Ayúdame.» Esperé a que la sangre se secara un poco y entonces formé una bola con el papel. Se me estaba acabando el tiempo.

Pasé las puntas de los dedos justo por encima de la superficie del espejo, poniendo mucho cuidado en no tocarlo. No quería tomar contacto con el espejo hasta formarme una idea más concreta del tipo de hechizo del que se trataba. Percibía la vibrante línea de poder allí donde la magia tiraba como una cuerda. La magia era una suerte de grieta metafísica. No sabía si quien ejercía la magia había descubierto una debilidad en el espejo y la había utilizado, o si era él mismo quien la causaba. Apreté los dedos contra el frío cristal y pensé en el calor que había forjado el espejo. Separé los dedos y el vidrio se hizo añicos. Entonces una línea de luz blanca y deslumbrante asomó con un brillo diamantino.

Tiré la bola de papel por aquel agujero que se había abierto y volví a recomponer el espejo y a colocarlo en su lugar como quien moldea barro con la mano. La puerta se abrió detrás de mí: ya no tenía tiempo. Había quedado una mancha en el cristal. Me incliné hacia el espejo y simulando comprobar mi inexistente carmín, tapé la pequeña imperfección.

La primera mujer había abierto un bolsito y se estaba pintando, ella sí, los labios.

Yo no me miraba los labios, sino aquella figura de sombras en la parte inferior del espejo. Distinguí unos bracitos, que abrían mi mensaje. Una voz masculina sonó como un timbre en la habitación:

– Ya está.

– ¿Has oído eso? -preguntó la mujer que se observaba en el espejo.