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– ¿Qué? -pregunté.

– ¿Julie, lo has oído?

– ¿Oído qué? -dijo la otra mujer, todavía en la cabina. Tiraron de la cadena, y Julie se reunió con su amiga ante el espejo.

Para horror mío, la figura de sombras empezó a crecer y estaba a punto de salir del espejo. No me quedaba suficiente encanto para cubrirla. ¡Maldición!

Se me ocurrió un modo de apartar a las mujeres. Crucé la estancia hasta el interruptor de la luz y la apagué. A1 tiempo que la oscuridad nos envolvía, sentí que cambiaba la presión. Sabía que alguien estaba arrastrándose a través del espejo como si estuviera apartando una gruesa cortina cristalina. Tragué saliva para aliviar el zumbido de los oídos y me pregunté qué debía hacer con las dos mujeres que hablaban.

15

Estaba de pie en medio de la oscuridad, sintiendo que algo se movía, y sabía que no eran las mujeres.

– ¿Qué diablos está pasando? -exclamó una mujer.

– Se ha ido la luz -dije.

– Fantástico -dijo la otra mujer-. Salgamos de aquí, Julie.

Oí a las dos caminando a tientas hacia la puerta.

A1 salir se coló un poco de claridad hasta que la puerta se cerró detrás de ellas.

Una llama amarilla y verde cobró vida en la oscuridad. Las llamas arrojaban sombras parpadeantes sobre una cara oscura, muy oscura.

La piel de Doyle no era marrón, era negra. Parecía esculpida en ébano. Tenía los pómulos muy marcados y el mentón demasiado afilado para mi gusto. Era todo ángulos y oscuridad. Tenía un aspecto delicado, como los huesos de un pájaro, pero había visto como le golpeaban en la cara con un mazo. Había sangrado, pero había resistido.

En cuanto lo vi, me recorrió un escalofrío de miedo. Si no me hubiera salvado la vida habría pensado que quería matarme. Acaso no era la mano derecha de la reina. Ella diría: «¿Dónde está mi Oscuridad? Traedme mi Oscuridad». Y alguien moriría o sangraría o ambas cosas. Era Doyle el responsable de mi ejecución, no Sholto. ¿Me había salvado antes para matarme ahora?

– No quiero hacerte daño, princesa Meredith.

Cuando pronunció esto en voz alta pude volver a respirar. Doyle no hacía juegos de palabras. Decía lo que pensaba y pensaba lo que decía. El problema era que la mayoría de las veces te soltaba cosas como «he venido a matarte». Sin embargo, esta vez no quería hacerme daño. ¿Por qué o, mejor dicho, por qué no?

Estaba de pie en el lavabo de mujeres. Las protecciones que había convocado en puertas y ventanas terminarían por ceder y entrarían los sluagh, y no confiaba en Sholto para que me salvara de ellos. Si no se hubiese tratado de Doyle me habría echado a sus brazos o habría dejado de luchar por no desmayarme. Pero era Doyle, y él no era una persona en cuyos brazos pueda uno dejarse caer, sin comprobar antes si llevaba algún cuchillo.

– ¿Qué quieres, Doyle?

Estas palabras salieron con más severidad de la que pretendía, pero no me disculpé por el tono. Me esforzaba en no temblar visiblemente, pero era en vano. Todavía estaba sangrando por media docena de heridas de los brazos, y la sangre resbalaba también por dentro de mis pantalones como un gusano caliente. Necesitaba ayuda, no podía ocultarlo, y eso me situaba en una posición muy débil para negociar con la reina. Y no me llevaba a engaño: negociar con Doyle era negociar con la reina. A no ser que las cosas hubieran cambiado drásticamente en la corte en sólo tres años.

– Obedecer a mi reina.

Su tono era como su piel, oscuro. Su voz profunda podía llegar a notas tan bajas que me daban escalofríos.

– Eso no es ninguna respuesta -dije.

El cabello era negro, pero no tanto como su piel. Parecía que lo llevaba muy corto, pero yo sabía que se lo recogía en una gruesa trenza que le bajaba por la espalda hasta los tobillos. La trenza dejaba desnudas y al descubierto las puntas de sus orejas.

El brillo verde procedía de dos pendientes de diamante que agraciaban sus bonitas orejas, y había dos joyas oscuras, casi del color de su piel, al lado de los diamantes. También llevaba varios aritos de plata a lo largo de ambos lóbulos hasta el extremo de éstos, donde se afilaban ligeramente.

Las orejas en punta mostraban que no pertenecía del todo a la alta corte, sino que era una mezcla bastarda como yo misma. Era la única señal que lo delataba y aunque habría podido taparla con el pelo, casi nunca lo hacía.

Además de los pendientes, lucía un pequeño colgante de plata en forma de araña sobre el pecho.

– Debería haber recordado que tu librea es una araña.

Sonrió un poco, lo cual para Doyle era una exagerada muestra de expresividad.

– En circunstancias normales te daría tiempo para que te arreglaras, pero tus protecciones no durarán mucho, así que si tengo que salvarte más vale que actuemos.

– La reina envió aquí al señor Sholto para matarme. ¿Por qué te envía a ti para salvarme? Esto no tiene sentido ni tratándose de ella.

– La reina no envió a Sholto.

Lo miré. No sabía si creerle. Casi nunca nos mentíamos abiertamente, pero alguien me estaba mintiendo porque no podían estar contándome los dos la verdad.

– Sholto dijo que la reina había ordenado mi ejecución.

– Piensa, princesa. Si la reina Andais deseara realmente tu ejecución, te llevaría a la corte para que todos vieran lo que les ocurre a las sidhe que desobedecen las órdenes reales. Te utilizaría para dar ejemplo. -Hizo un gesto para abarcar todo el cuarto de baño y sus manos esparcieron una especie de llama-. No te haría matar a escondidas, donde nadie puede verlo.

La llama se replegó nuevamente sobre sí misma, pero continuó danzando alrededor de las puntas de sus dedos.

Me apoyé en el lavabo. Si no acabábamos pronto con la conversación terminaría cayendo de rodillas. Había perdido mucha sangre y seguía perdiéndola.

– Quieres decir que la reina no renunciaría a verme morir -dije.

– Sí -dijo.

Algo golpeó la ventana con tanta fuerza que la habitación pareció temblar. Doyle se volvió hacia el sonido, sacando un gran cuchillo, o una pequeña espada, de detrás de la espalda. Las llamas verdes flotaban alrededor de su espalda y encima de uno de sus hombros como un fiel halcón.

La luz jugaba en el filo de la espada y en la empuñadura. Labrados en ésta había un trío de cuervos con las alas entrelazadas y los picos abiertos sosteniendo las joyas del pomo.

Me caí al suelo, pero mantuve una mano aferrada al lavabo.

– Es Temor Mortal.

Era una de las armas privadas de la reina y nunca había oído que la cediese a nadie por motivo alguno.

Doyle se apartó lentamente de la ventana vacía. La espada corta concentraba la trémula luz.

– ¿Ahora te crees que la reina me ha enviado para salvarte?

– O eso o la mataste para quitarle la espada -dije.

Me miró, y su semblante indicaba que no veía el humor en esta última observación. Mejor, porque no pretendía hacer un chiste. Temor Mortal era uno de los tesoros de la corte de la Oscuridad. Se había utilizado sangre mortal cuando fue forjada, lo cual significaba que una herida mortal del arma era realmente una herida mortal para cualquier elfo, incluso para un sidhe. Habría jurado que la única manera de conseguir la espada era arrancarla de las manos frías del cadáver de mi tía.

Algo golpeaba la ventana una y otra vez. Pensaba que querían romper la protección con magia, lo cual llevaría cierto tiempo, pero simplemente se proponían echarla abajo. Si la ventana desaparecía, desaparecía la protección. La fuerza bruta no siempre funcionaba sobre la magia, pero en ocasiones sí. Esa noche sí iba a funcionar. Oí un sonido agudo cuando el cristal reforzado empezó a cuartearse. Doyle se arrodilló ante mí, con la punta de la espada hacia abajo. -No tenemos tiempo, princesa.

Asentí.

– Te escucho.

Dirigió hacia mí su mano derecha vacía, y me acobardé tanto que caí al suelo.