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– Tengo que tocarte, princesa.

– ¿Por qué?

El cristal se quebró y el viento empezó a soplar en la habitación. Oí que algo grande rozaba la pared, y los agudos gorjeos de las aves nocturnas alentando a los más fornidos.

– Puedo matar a algunos de ellos, mi princesa, pero no a todos. Daría mi vida por ti, pero eso no será suficiente, no contra el poder de casi la totalidad de los sluagh.

Se me acercó tanto que tuve que dejar que me tocara, de lo contrario habría tenido que apartarme de él arrastrándome hacia atrás como un cangrejo.

Puse una mano por delante, tocando la piel de su chaqueta. Él continuó presionando, y mi mano resbaló hacia la camiseta negra que llevaba debajo. Sentí algo húmedo. Retrocedí, y vi en la inquietante penumbra que mi mano estaba negra.

– Estás sangrando -dije.

– Los sluagh no querían que te encontrara esta noche.

Tuve que poner una mano atrás para no caer al suelo, porque él estaba muy cerca. Lo bastante cerca para besarme, o para matarme.

– ¿Qué quieres, Doyle?

El cristal se hizo añicos y provocó una tintineante lluvia de esquirlas.

– Lo siento, pero no hay tiempo para delicadezas.

Dejó caer la espada al suelo y me agarró por los antebrazos para atraerme hacia él. Sólo tuve un segundo para darme cuenta de que quería besarme.

Si hubiese intentado clavarme la espada, habría estado preparada, o al menos no me habría sorprendido, pero un beso… Estaba desconcertada. Su piel olía a alguna especia exótica. Sus labios eran delicados, y el beso agradable. Me quedé paralizada entre sus brazos, demasiado turbada para saber qué hacer, como si me hubiera hechizado. Susurró contra mis labios:

– Ella dijo que tenía que dártelo de la misma forma que ella me lo dio a mí. -Sus palabras dejaban entrever su enfado.

Oí que algo atravesaba la ventana y caía pesadamente. Doyle me soltó tan de repente que volví a caer al suelo. Entonces, con un solo movimiento fluido, como un paso de baile, cogió la espada, se volvió y cruzó el cuarto para clavar el arma en un tentáculo negro, tan grande como él, que había penetrado por el agujero de la ventana. Se oyó un grito al otro lado del vidrio roto. Doyle extrajo la espada del tentáculo y éste empezó a retroceder. Él levantó la espada por encima de la cabeza y la hizo caer con toda su fuerza. El tentáculo cercenado derramó un baño de sangre negra en medio de una luz verde amarillenta.

El resto del tentáculo se retiró por la ventana con un sonido similar al gemido del viento. Doyle se volvió hacia mí.

– Esto les retendrá, pero no mucho.

Se acercó a mí, con la espada ensangrentada en la mano. Todo había sucedido en cuestión de segundos. Incluso se las había arreglado para permanecer en un lado, con lo cual la sangre no le había tocado, como si hubiese sabido dónde colocarse o hacia dónde iba a saltar la sangre.

Al verle acercarse a mí, no pude permanecer en el suelo. Él había venido para mantenerme con vida, pero a medida que se me acercaba, todos mis instintos se pusieron de acuerdo para hacerme gritar. Doyle era algo elemental esculpido de oscuridad y de penumbra, armado con una espada asesina y avanzaba hacia mí como la encarnación misma de la muerte. En ese momento, entendí por qué los humanos nos adoraban.

Me agarré en el lavabo para ponerme en pie, porque no podía enfrentarme a él de rodillas. Debía mantenerme de pie delante de aquella gracia de la Oscuridad, o inclinarme ante él como un humano en posición de adoración. Ponerme en pie provocó que la habitación me diera vueltas. Estaba tan mareada que temía caerme, pero me mantuve en pie agarrándome del lavabo con todas mi fuerzas. Cuando se me aclaró la visión, continuaba de pie y Doyle estaba lo bastante cerca para que pudiera ver llamas verdes en los espejos oscuros de sus ojos.

De pronto me apretó contra su cuerpo y sentí en mi piel la sangre fría de su camisa. Notaba la fuerza de sus manos en mi espalda, apretándome contra su cuerpo.

– La reina puso en mí su marca para que yo te la entregue. En cuanto la tengas, todos sabrán que hacerte daño será arriesgarse a perder el favor de la reina.

– El beso -dije.

Asintió.

– Dijo que te lo tenía que dar, igual que ella me lo dio a mí. Perdóname.

Me besó antes de que yo pudiera preguntar por qué motivo pedía perdón. Me besó como si intentara escalar dentro de mí a través de mi boca. Yo no estaba preparada ni le había dado permiso. Intenté apartarme y su brazo se aferró a mi espalda, presionando la chaqueta de piel contra mi cuerpo. Su otra mano me aguantaba la cara y los dedos se clavaban en mi mentón. No podía impedir que me besara, no me podía apartar de él.

Luchar no me estaba llevando a ninguna parte, de manera que me detuve y le abrí la boca, devolviéndole el beso. Sentí que él se relajaba, como si pensara que le estaba autorizando. Cogí su camiseta negra y empecé a sacarla de sus pantalones. Estaba tan húmeda de sangre que se pegaba a la piel, pero la saqué del todo. Puse mis manos sobre la superficie de su estómago, hacia arriba, hacia la suavidad de su pecho.

Se fusionó conmigo, y su mano presionaba con fuerza la piel desnuda de mi espalda.

Mis manos encontraron la herida de su pecho. Era un zarpazo ancho y profundo. Pasaron tres cosas a la vez: hundí mis dedos en su herida; su cuerpo se tensó y sentí cómo reaccionaba ante el dolor. Creo que estaba a punto de soltarme, pero entonces, cuando él sentía más dolor y yo hundía los dedos en su herida, ocurrió la tercera cosa: la marca de la reina le llenó la boca y penetró en mi interior.

Una dulce corriente de poder me llenó la boca, desplazándose desde el cuerpo de Doyle hacia el mío y fundiéndose entre nuestros labios, como si los dos estuviésemos chupando el mismo caramelo. El poder se hinchó en nuestro interior y nos colmó de calor, como un vino especiado caliente vertido en dos copas iguales, hasta que el poder llenó nuestros cuerpos y se derramó en un líquido tibio a través de nuestra piel.

Doyle dejó de besarme y se separó de mí. Me dejé caer al suelo, esta vez no por la hemorragia, sino porque las rodillas no me sostenían.

No era capaz de enfocar nada, veía el mundo a través de una neblina. Doyle apoyaba sus dos manos en el lavabo, cabizbajo, como si estuviera mareado. Le oí decir:

– Consorte, sálvame.

No sé cuál habría sido mi aguda réplica, porque la puerta se abrió de golpe y golpeó la cabina más alejada. Distinguí la silueta de Sholto en el umbral. Se había puesto el abrigo gris sobre el pecho desnudo, pero el nido de tentáculos aparecía como un monstruo que intentaba desprenderse de su piel.

Percibí movimiento detrás de mí, y al volverme vi a Doyle yendo a buscar la espada que había dejado en el lavabo. Sentí el poder de Sholto formando un vendaval. De pronto, me di cuenta de que ambos pensaban que el otro había venido para matarme.

Tuve tiempo para gritar:

– ¡No!

La llama de Doyle se desvaneció, devorada por una oscuridad aterciopelada y perfecta, llena de los sonidos de cuerpos en movimiento.

16

Me puse a chillar:

– ¡No! ¡Sholto, Doyle, no os hagáis daño!

Oí carne golpeando a carne, pisadas resbaladizas a medida que alguno se deslizaba por la oscuridad. Alguien respiró con dificultad y a continuación, oí unos ruiditos.

– Por favor, escuchadme, ninguno de vosotros está aquí para hacerme daño. Los dos me queréis viva.

No sé si no me oyeron, o bien no querían hacerlo. Como mínimo, alguien utilizaba una espada en la oscuridad, con lo cual no me levanté sino que fui a rastras hasta el interruptor. Palpaba los lavabos a la derecha y avanzaba tanteando con la mano izquierda.

La batalla continuó en un silencio casi completo hasta que uno se puso a gritar, y pronuncié una plegaria silenciosa para que nadie muriese. Casi choqué con la pared. Me levanté tanteando con las manos hasta que di con el interruptor. Lo encendí y la habitación se iluminó. Me quedé allí, deslumbrada.