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Los dos sidhe estaban abrazados, con los cuerpos tensos. Doyle, de rodillas, con un tentáculo oprimiéndole el cuello. Sholto estaba cubierto de sangre, y tardé un segundo en darme cuenta de que uno de los tentáculos del estómago había sido cercenado y se retorcía junto a la rodilla de Doyle. Éste todavía sostenía la espada, pero la mano de Sholto y dos de sus tentáculos la mantenían alejada. Las otras manos parecían entrelazadas en un juego de lucha de dedos. Sólo que no era un juego. Me sorprendió la resistencia de Sholto. Doyle era el campeón reconocido de la corte de la Oscuridad. Había muy pocos que se le pudieran resistir y casi nadie capaz de vencerle. Sholto no formaba parte de esa pequeña lista, o eso pensaba yo. Entonces, distinguí algo con el rabillo del ojo: un pequeño resplandor. Cuando lo miré no vi nada. A veces la magia es así, sólo perceptible mediante la visión periférica. Había un objeto que brillaba en la mano de Sholto: un anillo.

Doyle tuvo que soltar la espada y empezó a flojear en manos de Sholto. Éste la cogió antes de que tocará el suelo. Los tentáculos inmovilizaban el brazo de Doyle. Yo avanzaba, pero no aún no había pensado que haría al llegar allí.

Sholto sostuvo el cuerpo de Doyle con sus tentáculos y levantó la espada con las dos manos, dispuesto a hundírsela en el pecho. Estaba detrás de Doyle cuando la espada empezó a bajar. Pegué mi cuerpo al suyo y levanté una mano sin que mi mirada abandonara en ningún momento aquella rutilante hoja. Tuve sólo un instante para preguntarme si Sholto se detendría a tiempo. Entonces él giró la espada y la sostuvo hacia arriba.

– ¿Qué estás haciendo, Meredith?

– Está aquí para salvarme, no para matarme.

– Él es la Oscuridad de la Reina. Si ella quiere tu muerte, él será su instrumento.

– Pero tiene Temor Mortal, una de sus armas personales. Llevaba consigo su marca para dármela. Si consigues calmarte lo suficiente, lo entenderás.

Sholto me miró y a continuación, frunció el entrecejo.

– ¿Entonces, por qué me envió a matarte? Eso no tiene sentido ni siquiera para Andais.

– Si dejas de estrangularle, quizá lleguemos a entenderlo.

Miró el cuerpo de Doyle, que todavía colgaba de los tentáculos.

– ¡Oh! -dijo como si hubiese olvidado que todavía estaba estrujando a otro hombre. Técnicamente, no es posible estrangular a un sidhe hasta matarlo, pero no me gusta comprobar los límites de la inmortalidad. Nunca se sabe en qué punto la armadura puede tener una grieta lo suficientemente ancha para morir por ella.

Sholto liberó a Doyle, y éste cayó en mis brazos. Su peso me obligó a hincarme de rodillas. La sangre que había perdido no explicaba semejante debilidad. Se debía a un estado de shock o a haber utilizado por primera vez una mano de poder. Fuera cual fuese la causa, sólo quería cerrar los ojos y descansar, pero eso no iba a suceder.

Me senté en el suelo, colocando la cabeza de Doyle en mi regazo. El pulso de su cuello era fuerte, constante, pero no se despertó. Respiró dos veces, rápidamente. Luego echó la cabeza hacia atrás, abrió los ojos y cogió una gran cantidad de aire. Empezó a toser y se sentó. Lo vi tenso, y sin duda Sholto también, porque de repente apuntaba la espada a la cara de Doyle.

Doyle se quedó inmóvil, mirando al otro hombre.

– Acaba de una vez.

– Nadie va a terminar nada -dije.

Ninguno de los dos me miró. No podía ver la expresión de Doyle, pero sí la de Sholto, y no me gustó lo que vi. Enfado, satisfacción. Se le veía en la cara que deseaba matar a Doyle.

– Doyle me ha salvado, Sholto. Me ha salvado de tus sluagh.

– Si no hubieras protegido la puerta, habría llegado a tiempo -dijo Sholto.

– Si no hubiera protegido la puerta, habrías llegado a tiempo para llorar sobre mi cadáver, pero no para salvarme.

Sholto seguía sin quitar ojo a Doyle.

– ¿Cómo entró si yo no pude?.

– Soy un sidhe -dijo Doyle.

– Yo también -dijo Sholto. El enojo se hizo más visible en su rostro.

Le pegué un fuerte manotazo en el hombro a Doyle. No se volvió, pero hizo una mueca de dolor.

– No lo provoques, Doyle.

– No estaba provocándole, simplemente constataba un hecho. La lucha empezaba a adquirir un cariz muy personal, como si hubiera entre ellos algún asunto pendiente que no tuviera nada que ver conmigo.

– Mira, no sé qué tenéis cada uno en contra del otro, pero llamadme egoísta, me da igual. Quiero salir viva de este cuarto de baño, y esto es prioritario sobre cualquier venganza personal que tengáis vosotros dos. Por lo tanto, dejad de actuar como niños y empezad a comportaros como guardaespaldas reales. Sacadme de aquí entera.

– Tiene razón -dijo Doyle, en voz baja.

– La Oscuridad de la Reina, ¿retirándose de una lucha? Cuesta imaginarlo. ¿O es porque ahora soy yo quien lleva la espada? Sholto movió la espada hacia adelante, hasta tocar el labio superior de Doyle.

– Una espada que puede matar a cualquier elfo, incluso a un sidhe noble. Oh, lo olvidé, no tienes miedo de nada. -En la voz de Sholto había un deje de resentimiento, de burla, que dejaba claro que había ido a topar con una vieja rencilla.

– Tengo miedo a muchas cosas -dijo Doyle, con una voz calmada y neutral-. La muerte no es una de ellas. Pero el anillo de tu dedo es algo con lo que soy cauteloso. ¿Cómo conseguiste Beathalachd? No había visto utilizarlo a nadie desde hacía siglos.

Sholto levantó la mano de manera que el bronce oscuro de su anillo brilló débilmente. Era una pieza pesada de joyería, y me habría fijado en ella si hubiera estado en su dedo antes.

– Fue un regalo de la reina para mostrar su bendición a esta cacería.

– La reina no te dio Beathalachd, al menos no personalmente. -Doyle parecía muy seguro de ello.

– ¿Qué es Beathalachd? -pregunté.

– Vitalidad -dijo Doyle-. Roba la vida y la destreza de tu contrario, que es el único modo que tiene Sholto de vencerme en una batalla.

Sholto se ruborizó. Se consideraba un signo de debilidad utilizar magia ajena a ti para vencer a otro sidhe. Lo que Doyle venía a decir era que Sholto no podría ganar una batalla en condiciones de igualdad y que tenía que hacer trampas. Pero no era hacer trampas: sólo ser poco caballeroso. A1 cuerno con la caballerosidad, lo importante es salir vivo. Eso era lo que había dicho a todos los hombres que había amado, incluido mi padre, antes de cualquier duelo.

– El anillo demuestra que cuento con el favor de la reina -dijo Sholto, con la cara todavía colorada.

– El anillo no llegó de la mano de la reina a la tuya -dijo Doyle-, lo mismo que tu orden de matar a la princesa tampoco salió de su boca.

– Sé quién habla por boca de la reina y quién no -dijo Sholto, y le tocaba a él parecer convincente.

– ¿De verdad? -dijo Doyle-. ¿Y si me hubiera dirigido a ti y te hubiera dado las órdenes de la reina, me habrías creído?

Sholto torció el gesto, pero asintió.

– Eres la Oscuridad de la Reina. Cuando tu boca se mueve, son sus palabras las que salen por ella.

– Entonces, escucha estas palabras. La reina quiere a la princesa Meredith viva y en casa.

No podía descifrar todos los pensamientos que se reflejaban en el rostro de Sholto, pero había muchos. Intenté formular yo la pregunta que no quería responderle a Doyle.

– ¿Te dijo la propia reina que fueras a Los Ángeles y me mataras? Sholto me miró. Era una mirada larga y condescendiente, pero finalmente movió la cabeza.

– No -dijo.

– ¿Quién te dijo que fueras a Los Ángeles y mataras a la princesa? -preguntó Doyle.

Sholto abrió la boca para responder, pero después la cerró. La tensión se disipó, y se apartó de Doyle, bajando la espada.

– No, de momento reservaré para mí el nombre del traidor.