– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque la presencia de Doyle aquí sólo puede significar una cosa. La reina quiere que regreses a la corte. -Miró a Doyle-. Tengo razón, ¿verdad?
– Sí -dijo Doyle.
– ¿Quiere que yo regrese a la corte?
Doyle se movió para poder mirar tanto a Sholto como a mí, dando la espalda a los retretes.
– Sí, princesa. Negué con la cabeza.
– Me fui porque había gente que quería matarme, Doyle. Y la reina no iba a detenerles.
– Eran duelos legales -dijo.
– Eran intentos de asesinato sancionados por la corte -dije.
– Ya se lo comenté -dijo Doyle.
– ¿Y qué dijo ella?
– Me dio su marca para dártela a ti. Si alguien te mata ahora, incluso en un duelo, tendrá que afrontar la venganza de la reina. Confía en esto, princesa: ni siquiera los que más desean tu muerte están dispuestos a pagar tan alto precio por ello.
Miré a Sholto, y el movimiento me mareó un poco.
– De acuerdo, volveré a la corte, si la reina puede garantizar mi seguridad. ¿Qué tiene que ver esto con que tú no nos des el nombre del traidor? ¿Quién utilizó el nombre de la reina para ordenarte matarme, si ella no me quería muerta?
– Me reservaré esa información de momento -repitió Sholto. Su cara volvía a ser aquella máscara arrogante que solía utilizar en la corte.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Porque si la reina te permite regresar a la corte, no necesitarás negociar conmigo. Podrás volver al mundo mágico, a la corte de la Oscuridad, y apuesto mi reino a que ella te encontrará otro amante sidhe. De manera que no me necesitas a mí, Meredith. Tendrás todo lo que yo podía ofrecerte, y no estarás ligada de por vida a un monstruo deforme.
– No eres deforme, Sholto. Si tus arpías no lo hubieran impedido, te lo hubiese demostrado.
Algo iluminó su rostro por encima de esa máscara de arrogancia.
– Sí, mis arpías. -Volvió hacia mí sus ojos amarillos-. Pensé que no tenías mano de poder, Meredith.
– No la tengo -dije.
– Creo que Nerys no estaría de acuerdo contigo al respecto.
– No lo sabía, Sholto, no quería… -no tenía palabras para definir lo que le había hecho a Nerys.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Doyle.
– Agnes la Negra mintió a los sluagh. Les dijo que si me acostaba con Meredith, me convertiría en un sidhe puro, y ya no sería su rey. Les convenció de que me estaban protegiendo de mí mismo, protegiéndome de las tretas de la bruja sidhe.
Arqueé las cejas al oír esto. Sholto me miró.
– Pero he convencido a Agnes y al resto de que tú no constituyes ningún peligro.
Lo miré a los ojos.
– Vi el método de persuasión antes de irme.
Asintió.
– Agnes quería darte las gracias. Nunca le había ido tan bien conmigo. Cree que tiene algo que ver con tu magia.
– ¿No está furiosa por lo de Nerys? -pregunté.
– Quiere matarte, sí, pero ahora te tiene miedo, Meredith. Nadie hubiera dicho que tienes una mano de carne como la tu padre. Había en sus ojos algo más que una cuidadosa arrogancia. Me di cuenta enseguida de que era miedo, un miedo que traspasaba su máscara. Agnes la Negra no era la única asustada por lo que yo había hecho en aquella habitación.
– ¿Una mano de carne? -repitió Doyle-. ¿Qué estás diciendo, Sholto?
Sholto le tendió la espada a Doyle, con la empuñadura por delante.
– Cógela, y ven a mi habitación para ver lo que ha hecho nuestra princesita. Nerys no puede curarse, de modo que te pido que le concedas una muerte digna antes de acompañar a Meredith a casa. Os acompañaré a un taxi por si acaso mis sluagh no son… totalmente obedientes.
Sus palabras y su lenguaje corporal revelaban su antipatía hacia Doyle.
Doyle hizo una leve reverencia y cogió la espada.
– Si es un favor lo que necesitas, entonces te complaceré a cambio del nombre del traidor que te envió a Los Ángeles.
Sholto negó con la cabeza.
– No os diré el nombre, ahora no. Me lo reservaré hasta que me sirva de algo, o hasta que decida tratar personalmente con él.
– Si nos lo dijeras contribuirías a mantener a la princesa a salvo en la corte.
Sholto se echó a reír, con aquel extraño sonido amargo que él tomaba por risa.
– No diré quién me envió aquí, pero imagino quién quería que se entregara el mensaje, igual que tú. Meredith se fue de la corte, porque los que apoyaban al príncipe Cel no paraban de retarla a duelos. Si hubiera sido algún otro quien estaba detrás de los ataques contra la vida de Meredith, la reina habría tomado cartas en el asunto y los habría parado. No habría permitido un insulto de este tipo contra la familia real, ni siquiera uno cometido contra una mortal sin magia y con sangre mezclada. Pero era su encantador niñito quien estaba detrás, y todos lo sabíamos. Por eso, Meredith huyó y se escondió, porque no confiaba en que la reina la mantuviese con vida cuando Cel la quería muerta.
Doyle miró aquellos ojos acusadores con semblante tranquilo.
– Creo que descubrirás que nuestra reina ya no es tan tolerante con las… excentricidades del príncipe.
Sholto volvió a reír, haciendo un sonido doloroso.
– Cuando me fui de la corte hace sólo unos días, hubiera dicho que todavía las toleraba muy bien.
La cara de Doyle seguía mostrando sosiego, como si nada de lo que pudiese hacer el otro hombre fuera capaz de perturbarle. Creo que esto molestaba a Sholto más que cualquier otra reacción de Doyle, y éste lo sabía.
– Un problema cada vez, Sholto. De momento, tengo la promesa de la reina y su magia para asegurar que la princesa no sufrirá daño alguno en la corte.
– Como quieras creerlo, Doyle, pero de momento te pediría que me ayudaras a matar a alguien a quien apreciaba.
Doyle se levantó con facilidad, como si no hubiese estado casi a punto de ser estrangulado momentos antes. Yo no estaba segura de que pudiera mantenerme en pie. No es sólo inmortalidad lo que encuentro a faltar por haber salido a mi sangre humana.
Los dos me ofrecieron su mano al mismo tiempo, y yo me agarré a ambas. Casi me levantaron en vilo.
– Muy bien, chicos, pero necesito ayuda para levantarme, no para volar.
Doyle me miró.
– Estás pálida. ¿Estás mal herida?
Negué con la cabeza y me aparté de los dos.
– No tanto. Básicamente, es sólo un shock, y… me dolió cuando… hice lo que le hice a Nerys.
– ¿Qué le hiciste? -preguntó.
– Ven a verlo -dijo Sholto-. Vale la pena. -Entonces me miró-. Las noticias de lo que has hecho llegarán antes que tú a la corte, Meredith. Meredith, Princesa de la Carne, ya no sólo la hija de Essus.
– Es muy raro que un hijo reciba los mismos dones que su padre -afirmó Doyle.
Sholto caminó hacia la puerta, colocándose bien el abrigo gris a medida que andaba. La ropa quedaba empapada de sangre allí donde la tocaba el tentáculo cercenado.
– Ven, Doyle, Portador de la Llama Dolorosa, Barón Lengua Dulce, ven y dime qué opinas de los dones de Meredith.
Conocía su primer apelativo, pero no el segundo.
– ¿Barón Lengua Dulce? -pregunté.
– -Es un mote muy antiguo -dijo.
– Venga, Doyle, eres demasiado modesto. Era el nombre cariñoso que le puso la reina.
Los dos hombres se miraron uno a otro, y nuevamente el rencor se podía cortar.
– El nombre no representa lo que te imaginas, Sholto -dijo Doyle.
– No me imagino nada, pero creo que el sobrenombre habla por sí mismo. ¿No te parece, Meredith?
– El Barón Lengua Dulce. Tiene cierto encanto -dije.
– No es para lo que tú piensas -repitió Doyle.
– Bueno -dijo Sholto-, sin duda no es a causa de tus palabras de miel.
Era cierto. A Doyle no le gustaban los discursos largos, ni era amigo de los cumplidos.