– Si dices que no es nada sexual, entonces te creo -dije.
Doyle me hizo una leve reverencia.
– Gracias.
– La reina no pone apelativos que no tengan que ver con el sexo -aseguró Sholto.
– Te equivocas -dije.
– ¿Cuándo y para qué?
– Cuando cree que un mote molestará a la persona que lo lleve, y porque le gusta molestar.
– Bueno, de esto último no cabe duda -afirmó Sholto. Tenía la mano sobre el pomo de la puerta.
– Me sorprende que todavía no haya entrado nadie -dije.
– He colocado un pequeño hechizo de aversión en la puerta. Ningún mortal se atrevería a pasar, y muy pocos elfos. -Empezó a abrir la puerta.
– ¿No quieres tu… miembro? Quizá puedas volverlo a unir.
– Volverá a crecer -dijo.
Seguramente, mi aspecto era tan escéptico como lo que estaba pasando por mi mente, porque sonrió de una manera que en parte indicaba superioridad y en parte pedía perdón.
– Hay algunas ventajas de ser un ave nocturna a medias, no muchas, pero sí algunas. Puedo regenerar cualquier parte perdida de mi cuerpo. -Pareció reflexionar un segundo, y después añadió-: Al menos de momento.
No sabía qué decirle, así que me quedé callada.
– Creo que la princesa necesita un poco de calma, o sea que si pudiésemos ver a tu amiga… -dijo Doyle.
– Por supuesto. -Sholto nos aguantaba la puerta.
– ¿Y qué haremos con todo esto? -pregunté-. ¿Vamos a dejar trozos de tentáculo y sangre esparcidos por el suelo?
– El Barón es el responsable, deja que la limpie él-dijo Sholto.
– Ni las partes del cuerpo ni la sangre me pertenecen -aseguró Doyle-. Si lo quieres limpio, te sugiero que te encargues tú mismo. ¿Quién sabe el daño que podría hacer una bruja con talento con una parte del cuerpo dejada por los suelos?
Sholto protestó, pero al final se metió el trozo de tentáculo en el bolsillo de su abrigo. El trozo más grande quedó allí. Yo en su lugar habría dado una buena propina a la empresa de limpieza, aunque sólo fuera por compensarles por el pobre al que le tocara limpiar el baño.
Nos dirigimos al ascensor, y Doyle se arrodilló en el suelo estudiando lo que quedaba de Nerys la Gris. Era una masa de carne de aproximadamente el tamaño de una papelera. Nervios, tendones, músculos, órganos internos, todos brillaban, húmedos, por el exterior de esa masa. Y todos parecían funcionar con normalidad. Aquel montón de carne subía y bajaba al ritmo de la respiración. Lo peor era el sonido: un chirrido agudo, apagado porque tenía la boca dentro del cuerpo, pero aun así seguía vociferando. Gritó. El temblor, que se había mitigado, se intensificó de nuevo. De golpe, sentí frío, allí de pie con sólo el sujetador y los pantalones.
Cogí mi camisa del suelo justo donde la había dejado y me la puse, aunque sabía que la ropa no serviría para calmar ese tipo de frío. Era más un temblor del alma que del cuerpo. Me podía meter debajo de un montón de mantas y no serviría de nada.
Doyle me miró, arrodillándose al lado de aquella masa de carne vociferante:
– Impresionante. El príncipe Essus en persona no lo habría hecho mejor. -Las palabras eran un cumplido, pero su rostro impasible no me permitió determinar si le gustaba o no.
En realidad, pensé que era una de las cosas más horribles que había visto nunca, pero sabía que no debía compartir la observación. Era un arma poderosa, la mano de carne. Si la gente creía que la utilizaba con facilidad, me serviría más como arma disuasoria. Si pensaban que yo misma la temía, entonces la amenaza sería menor.
– No sé, Doyle, una vez vi a mi padre sacarle las tripas a un gigante. ¿Crees que yo podría hacer algo de esas características?
Mi voz era seca, interesada, pero en un plano teórico. Era la voz que había cultivado en la corte. La voz que utilizaba cuando intentaba no mostrar histeria o salir gritando de una habitación. Había aprendido a observar las cosas más horribles y a hacer cumplidos secos y educados.
Doyle se tomó la pregunta al pie de la letra.
– No sé, princesa, pero será interesante descubrir los límites de tu poder.
Estaba en desacuerdo, pero no rebatí el comentario, porque no podía pensar en algo suficientemente seco y educado para cubrir la situación. Los chillidos ahogados continuaban con el mismo ritmo que la respiración de aquella masa de carne. Nerys era inmortal. Mi padre había hecho lo mismo una vez a un enemigo de la reina. Andais guardó aquella bola de carne en un arca, en su habitación. Periódicamente, uno la encontraba en su cama. Que yo sepa, nunca nadie preguntó qué hacía fuera del arca. Uno simplemente la cogía, la devolvía al arca, cerraba ésta y luchaba contra las imágenes que le pasaban por la cabeza cuando encontraba esa bola de carne en la cama de la reina.
– Sholto pidió que dieras muerte a Nerys. Hazlo, así podremos salir de aquí.
Me mostré desinteresada, aburrida incluso. Pensé que, si tenía que estar de pie allí escuchando durante mucho tiempo cómo gritaba aquella cosa, me uniría a sus alaridos.
Todavía de rodillas, Doyle me ofreció la espada, sosteniéndola por el filo.
– Es tu magia: mátala tú.
Miré la empuñadura de hueso, los tres cuervos y sus ojos adornados con joyas. No quería hacerlo. Miré el filo durante otro minuto, intentando pensar en cómo salir de la situación sin mostrar debilidad. No se me ocurrió nada. Si me ponía a gritar, el tormento de Nerys sería en vano.
Cogí la espada y maldije a Doyle por ofrecérmela. Debería haber sido fácil de hacer. Su corazón estaba atrapado y latía a un lado de la bola. Hundí la hoja en él y empezó a brotar sangre. El corazón dejó de latir, pero los chillidos no se detenían.
Miré a los dos hombres.
– ¿Por qué no está muerta?
– Es más difícil matar a un sluagh que a un sidhe-dijo Sholto.
– ¿Mucho más?
Se encogió de hombros.
– Eres tú quien mata.
Entonces, les odié a los dos, porque me di cuenta finalmente de que se trataba de una prueba. Si me negaba a matarla, eran capaces de dejarla con vida, y eso era inadmisible. No la podía dejar así, sabiendo que nunca envejecería, ni se curaría, ni se moriría. Simplemente, continuaría existiendo. En este caso la muerte era una expresión de misericordia; cualquier otra cosa era una locura, para ella y para mí.
Clavé la espada en todos los órganos vitales que encontré. Sangraban, dejaban de funcionar, y aun así el chillido continuaba. Finalmente, levanté la espada con las dos manos por encima de la cabeza y empecé a acuchillarla. Al principio, hacía una pausa entre cada estocada, pero los chillidos no cesaban en el interior de aquella bola de carne. En algún momento, después de la décima estocada, o de la decimoquinta, dejé de hacer pausas, dejé de escuchar, me limité a clavar la espada.
Tuve que detener el chillido. Tuve que matarla. Mi mundo se estrechó, se circunscribió al hundimiento de la espada en aquella carne dura. Mis brazos subían y bajaban, subían y bajaban. La espada golpeó la carne. Me salpicó sangre en la cara y la camisa. Acabé de rodillas al lado de algo que ya no era redondo ni entero. Había despedazado aquella cosa, en piezas irreconocibles. Y el chillido, por fin, se había detenido.
Tenía las manos empapadas de sangre carmesí, hasta los codos.
La hoja de la espada era escarlata, la empuñadura de hueso, sangre coagulada, pero se seguía adaptando a mi mano, sin resbalar. La camisa de seda verde que me había puesto estaba empapada de sangre. Alguien respiraba demasiado rápido, demasiado apresurado, y advertí que era yo. En algún momento de la carnicería había experimentado una satisfacción feroz, casi había encontrado placer en la destrucción pura. Miré lo que había hecho y no sentí nada. Ya no era capaz de sentir nada. Estaba entumecida, y no podía quejarme por ello.
Me levanté, apoyándome en el borde de la cama. La cama ya estaba manchada con sangre: ¿qué significaría otra huella? Mis brazos estaban doloridos, y los músculos temblaban a causa del ejercicio. Ofrecí la espada a Doyle igual que él me la había ofrecido a mí.