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– Una buena espada, la empuñadura nunca resbala.

Mi voz sonó tan vacía de emoción como yo la sentía. Me preguntaba si estar loco era eso. Si lo era, no estaba tan mal.

Doyle cogió la espada y se arrodilló, inclinando la cabeza. Sholto lo imitó. Doyle me saludó con la espada ensangrentada y dijo:

– Meredith, Princesa de la Carne, verdadera soberana de sangre, bienvenida al círculo íntimo de los sidhe.

Les miré a los dos, todavía un poco entumecida. Si existían palabras rituales para responder, no podía pensar en ellas. O bien no las había conocido nunca, o bien no podía hacer funcionar mi cabeza. Lo único que se me ocurrió decir fue:

– ¿Puedo usar tu ducha?

– Eres mi huésped -respondió Sholto.

La alfombra chapoteaba bajo mis pies, y cuando salí de ella, dejé huellas de sangre tras de mí. Me desnudé y me di una ducha muy caliente. La sangre no era roja cuando se iba por el desagüe, sino rosada. Entonces me di cuenta de dos cosas. En primer lugar, estaba orgullosa de la valentía que había mostrado al matar a Nerys y no dejarla en aquel horror. En segundo lugar, una parte de mí se lo había pasado bien matándola. Estuve tentada de pensar que la parte a la que le había gustado matarla estaba motivada por la misericordia del primer pensamiento, pero no podía permitirme ser tan generosa conmigo misma. Me planteé si la parte de mí que disfrutaba hundiendo la espada en la carne era la misma parte que hacía que Andais conservara su trozo de carne en un arca cerrada de su dormitorio. En cuanto dejas de cuestionarte a ti mismo te conviertes en un monstruo.

17

Regresé a mi apartamento con el pelo todavía mojado por la ducha del hotel. Doyle insistió en abrirme la puerta, por si tenía alguna trampa mágica. Se tomaba el oficio de guardaespaldas con seriedad, claro que no había esperado menos de Doyle. Cuando me aseguró que no había peligro, caminé descalza hacia la alfombra gris. Llevaba una camisa hawaiana y un par de pantalones cortos, que Sholto había tomado prestados de Gethin. Lo único que no me sirvió del hombre fueron los zapatos. Mi ropa seguía en la habitación del hotel, tan empapada de sangre que hasta la ropa interior era irrecuperable. Parte de la sangre era de Nerys, y parte, mía.

Encendí la luz desde el interruptor de al lado de la puerta. La lámpara se iluminó. Había pagado más para que me permitieran pintar el piso de un color que no fuera blanco. Las paredes de la habitación delantera eran de un rosa pálido. El sillón era púrpura, malva y rosa. La silla de la esquina, demasiado mullida, era rosa. Las sábanas, también rosas con detalles púrpura. Jeremy había dicho que era como estar dentro de un huevo de Pascua decorado de forma cara. Las estanterías eran blancas. Encendí la lámpara de pie que había junto a la silla mullida y luego la de encima de la pequeña mesita blanca de la cocina, frente a la cual se abría un ventanal enmarcado por cortinas blancas con puntillas. El cristal de la ventana era muy negro y de alguna manera, amenazador. Corrí las cortinas y la oscuridad de la noche quedó cautiva tras la persiana blanca. Me quedé un momento de pie delante del único cuadro que había en la habitación. Se trataba de una lámina de La caza de mariposas de W. Scott Miles. El cuadro era prácticamente todo verde, y las mariposas reproducidas a tamaño natural aportaban preciosos detalles de color rosa y púrpura. Aunque uno nunca escoge un cuadro porque combine con los tonos de una habitación, sino porque te dice algo, algo de lo que quieres acordarte cada día. Aquel cuadro siempre me había parecido relajante, idílico, pero esa noche era simplemente pintura sobre un lienzo. Esa noche nada iba a complacerme. Encendí las luces de la cocina y me dirigí al dormitorio.

Doyle se había quedado a un lado mientras yo iba de habitación en habitación encendiendo todas las luces, igual que un niño que se despierta de una pesadilla. Luz para expulsar el mal. El problema era que el mal estaba en mi cabeza y no había luz suficientemente brillante para eso.

Doyle me siguió cuando entré en el dormitorio. Me di un golpe contra la lámpara del techo al pasar por la puerta.

– Me gusta el dormitorio -dijo.

El comentario logró que me volviera hacia él.

– ¿A qué te refieres?

Su cara permanecía impasible, impenetrable.

– El cuarto de estar era tan… rosa. Temía que el dormitorio también lo fuera.

Miré las paredes de un gris pálido, el papel pintado granate, con flores malva, rosa y blancas. La cama tenía cuatro patas y era tan grande que casi no quedaba espacio entre el pie de ésta y el cuarto de baño. La colcha era de color burdeos y sobre ella tenía un montón de cojines: granates, púrpura, malva, rosa y algunos, sólo unos pocos, negros. El tocador era de madera de cerezo, con un barniz tan oscuro que casi parecía negra. La cómoda situada junto a la ventana hacía juego con ella. Jeremy había dicho que mi dormitorio parecía el de un hombre, con unos cuantos retoques añadidos por su novia. Había un armario negro lacado en la esquina opuesta al cuarto de baño. Era de estilo oriental, con grullas y montañas estilizadas. La grulla formaba parte de la librea de mi padre. Recuerdo que cuando compré el armario pensé que le habría gustado. Encima había un filodendro, que había crecido tanto que las hojas se derramaban como una cabellera verde sobre la bella madera.

Observé el dormitorio y de golpe lo sentí ajeno. Me volví hacia Doyle.

– Como si te importara de qué color es mi dormitorio.

No se inmutó, pero su rostro se tornó más impenetrable si cabe, con un rastro de arrogancia que me recordó la máscara de la corte de Sholto.

El comentario había sido mezquino, y eso pretendía. Estaba enfadada con él. Enfadada con él porque no había matado a Nerys. Enfadada con él por obligarme a hacer lo que se tenía que hacer. Enfadada con él por todo, incluso por aquello que no era culpa suya.

Me dedicó una mirada gélida.

– No te falta razón, princesa Meredith, tu dormitorio no me interesa. Soy un eunuco de la corte.

Negué con la cabeza.

– No, el problema no es ése. Tú no eres un eunuco; ninguno de vosotros lo es. Lo que ocurre es que ella no quiere compartir nada. Se encogió de hombros en un gesto no exento de gracia, pero que le causó dolor.

– ¿Cómo está tu herida? -pregunté.

– Estabas enfadada conmigo hace unos segundos y ahora ya no lo estás. ¿Por qué?

Intenté expresarlo con palabras:

– No es por tu culpa.

– ¿Qué no es culpa mía?

– No me has hecho daño. Me has salvado la vida. No fuiste tú quien me envió los sluagh para que me persiguieran. No provocaste tú que esta noche se manifestara la mano de carne. No es culpa tuya. Estoy enfadada y busco un chivo expiatorio, pero tú no tienes que cargar con culpas ajenas.

Doyle arqueó las cejas.

– Es una actitud muy progresista viniendo de una princesa. Sacudí la cabeza.

– Olvídate del título, Doyle. Soy Meredith, sólo Meredith.

Las cejas del sidhe se levantaron todavía más, hasta que sus ojos se abrieron de tal modo que la expresión que le quedó me hizo reír. La risa sonó normal y me hizo bien. Me senté en el borde de la cama y sacudí la cabeza.

– No creía que fuera a reír esta noche.

Se arrodilló ante mí.

– Has matado antes: ¿por qué ahora es diferente?

Lo miré, sorprendida de que hubiese comprendido exactamente lo que me preocupaba.

– ¿Por qué era tan importante que yo matara a Nerys?

– Un sidhe llega al poder mediante un ritual, pero eso no significa que el poder se tenga que manifestar. Después de utilizar el poder por primera vez, un sidhe se tiene que manchar de sangre en combate. -Puso las manos sobre la cama, una a cada lado de mis caderas, pero sin tocarme-. Es una especie de sacrificio de sangre, que asegura que los poderes sigan creciendo y no vuelvan a aletargarse.