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– La sangre hace crecer las cosechas -dije.

Asintió.

– La magia de muerte es la más antigua de todas las magias, princesa. -Esbozó una leve sonrisa y se corrigió-: Meredith.

Pronunció mi nombre en voz baja.

– Así que me hiciste trocear a Nerys para que mis poderes no quedarán aletargados.

Volvió a asentir. Miré aquella cara seria.

– Dijiste que un sidhe adquiere su poder después de un ritual. Yo no he tenido ningún ritual.

– La noche que pasaste con el roano fue tu ritual. Negué con la cabeza.

– No, Doyle, no hicimos nada ritual aquella noche.

– Hay muchos rituales para despertar el poder, Meredith. Combate, sacrificio, sexo, y muchos más. No es sorprendente que tu poder escogiera el sexo. Desciendes de tres diosas distintas de la fertilidad.

– En realidad, cinco. Pero sigo sin entenderlo.

– Tu roano estaba cubierto con Lágrimas de Branwyn; durante aquella noche él representó para ti al amante sidhe. Convocó tus poderes secundarios.

– Sabía que era mágico, pero no sabía… -Se me entrecortó la voz. Fruncí el entrecejo-. Pensaba que en todo esto tenía que haber algo más que sólo buen sexo.

– ¿Por qué? El sexo genera el milagro de la vida, ¿qué puede haber más grande que eso?

– La magia curó a Roane, le devolvió su piel de foca. No había intentado curarlo, porque no sabía que podía hacerlo.

Doyle se sentó al borde de la cama, con sus largas piernas apoyadas en la cómoda.

– Curar a un roano sin piel no es nada. He visto a sidhe levantar montañas en el mar, o inundar ciudades enteras, cuando adquirieron su poder. Tuviste suerte.

De pronto, me asusté.

– ¿Quieres decir que la asunción de mis poderes podría haber causado algún gran desastre natural?

– Sí.

– Alguien podría haberme avisado -dije.

– Nadie sabía que ibas a irte, así que no te pudimos dar consejos. Y nadie sabía que tenías poderes secundarios, Meredith. La reina estaba convencida de que si siete años con Griffin en tu cama y años de duelos no habían despertado tus poderes, entonces es que no se podían despertar.

– ¿Por qué ahora? -pregunté-. ¿Por qué al cabo de todos estos años?

– No lo sé. Lo único que sé es que eres la Princesa de la Carne y tienes otra mano de poder que todavía no se ha manifestado.

– Es raro que un sidhe tenga más de una mano de poder. ¿Por qué debería tener dos?

– Tus manos fundieron dos de las varillas metálicas de la cama. Dos varillas fundidas, una con cada mano.

Me levanté y me aparté de él.

– ¿.Como lo sabes?

– Te vi dormida desde el balcón. Vi el cabezal.

– ¿Por qué no me lo hiciste saber?

– En aquel momento estabas en una especie de sueño letárgico. Dudo que hubiera podido despertarte.

– ¿Y por qué no la noche que utilizaste las arañas? La noche en casa de Alistair Norton.

– Te refieres al humano que adoraba a los sidhe.

Eso me detuvo. Lo miré.

– ¿De qué estás hablando, Doyle? ¿Cuándo adoró Norton a un sidhe?

– Cuando robó el poder de las mujeres utilizando las Lágrimas de Branwyn -afirmó Doyle.

– No, yo estaba allí. Fui casi una víctima. No hubo ninguna ceremonia de invocación a los sidhe.

– A todos los escolares se les enseña lo único que se prohibía hacer a los sidhe cuando se admitió nuestra entrada en este país.

– No nos podíamos convertir en dioses. No podíamos ser adorados. Mi padre me enseñó la lección, y también me lo explicaron en la escuela, en la clase de historia y en la de política.

– Eres la única de nosotros que ha sido educada entre humanos normales. A veces lo olvido. La reina se puso lívida cuando descubrió que el príncipe Essus te había matriculado en una escuela pública.

– Intentó ahogarme cuando tenía seis años, Doyle. Intentó ahogarme como a un cachorro de purasangre que nace con rasgos mezclados. No pensé que pudiera importarle a qué escuela iba.

– No creo que haya visto nunca a la reina tan sorprendida como cuando el príncipe Essus se te llevó a ti y a su séquito y se estableció entre los humanos. -Sonrió, y su rostro oscuro se iluminó por un instante-. Cuando se dio cuenta de que el príncipe no iba a consentir que te maltratasen empezó a intentar atraerlo nuevamente a la corte. Le ofreció mucho, pero él se negó durante diez años, tiempo suficiente para que crecieras entre humanos.

– Si estaba tan ofendido, ¿por qué permitió que nos visitaran tantos miembros de la corte de la Oscuridad?

– La reina y el príncipe temían que te hicieras demasiado humana si no veías a tu gente. Aunque la reina no aprobaba la elección del séquito de tu padre.

– Te refieres a Keelin -dije.

Asintió.

– La reina no comprendió nunca por qué insistía en elegir a un elfo sin sangre de sidhe en las venas como tu compañero permanente.

– Keelin es medio brownie, como mi abuela.

– Y medio trasgo -dijo Doyle-, y eso es algo que tú no tienes en tu árbol genealógico.

– Los trasgos son los soldados de infantería del ejército de la Oscuridad. Los sidhe declaran la guerra, pero son los trasgos quienes la empiezan.

– Ahora citas a tu padre -dijo Doyle.

– Sí, es cierto.

De golpe, me sentí cansada. Ni el pequeño estallido de humor ni las extraordinarias nuevas posibilidades de poder ni un regreso a la corte podían mitigar mi extremo cansancio. Pero tenía que saber una cosa:

– Has dicho que Alistair Norton adoraba a los sidhe, ¿a qué te referías?

– Me refería a que utilizó un ritual para invocar a los sidhe cuando estableció el círculo de poder alrededor de su cama. Reconocí los símbolos. Tú no viste ningún ritual porque hasta el humano menos preparado sabría que no se puede convocar poder de sidhe para ejercer magia.

– Realizó el ritual de preparación antes de que llegaran las mujeres -dije.

– Exacto -dijo Doyle.

– Vi a un sidhe en los espejos, pero no le vi la cara. ¿Pudiste percibir quién era?

– No, pero eran suficientemente poderosos para que no pudiera penetrar. Lo único que te podía enviar era mi animal y mi voz. Es muy difícil sacarme de una habitación.

– Así pues, uno de los sidhe se permite a él mismo…

– O a ella misma -dijo Doyle.

Asentí.

– O a ella misma ser adorada, y dieron Lágrimas de Branwyn a un mortal para que las usara contra otros elfos.

– Normalmente, los humanos descendientes de elfos no están cualificados para adquirir plena categoría de elfo, pero en este caso, sí.

– Admitir adoración se castiga con una sentencia de muerte dije.

– Permitir que las Lágrimas sean utilizadas contra otro elfo debe ser condenado con tortura durante un período indefinido. Algunos preferirían la muerte a esto.

– ¿Se lo has dicho a la reina?

Doyle se levantó.

– Le he hablado del sidhe que se deja adorar y de las Lágrimas. Tengo que decirle que tienes la mano de carne y que te has manchado de sangre. También tiene que saber que no es Sholto el traidor, sino alguien que habló en nombre de la propia reina.

Abrí desmesuradamente los ojos.

– ¿Me estás diciendo que la reina te envió a ti solo contra Sholto y todos los sluagh, cuando pensó que él la había traicionado? Doyle se limitó a mirarme.

– No es nada personal -dije-, pero necesitabas apoyo.

– No, me envió para llevarte a casa antes de que Sholto se fuera de San Luis. Llegué la noche en que había enviado las arañas para ayudarte. Fue al día siguiente cuando Sholto vino hacia aquí.

– Así pues alguien descubrió que la reina me quería en casa y en veinticuatro horas trazaron un plan para matarme.