– Eso parece -dijo Doyle.
– No has abandonado a la reina salvo para cometer asesinatos durante ¿cuánto tiempo?, seiscientos, ochocientos años.
– Mil veintitrés años, para ser exactos.
– Así pues, si no quiere que me mates, ¿por qué te envió? Hay otros de sus cuervos en los que confío más.
– ¿Confías más o te gustan más? -dijo Doyle.
Reflexioné sobre ello y después asentí.
– Está bien, me gustan más. Ésta es la conversación más larga que hemos tenido jamás, Doyle. ¿Por qué te envió, Su Oscuridad?
– La reina te quiere en casa, Meredith. Pero temía que no la creyeras. Yo soy su prueba. Me envió con su arma personal en la mano, con su magia en mi cuerpo, para demostrar su sinceridad. -¿Por qué quiere que regrese a casa, Doyle? Te envió antes de que yo adquiriera mi poder, lo cual fue una sorpresa para todos nosotros. Entonces, ¿qué le hizo cambiar de opinión? ¿Por qué, de golpe, merece la pena que yo siga viva?
– Nunca ordenó tu muerte.
– Tampoco impidió nunca a nadie que me matara.
Doyle hizo una leve reverencia.
– Eso no puedo negarlo.
– Entonces, ¿qué ha cambiado?
– No sé por qué, Meredith, simplemente lo quiere así.
– Nunca hiciste suficientes preguntas -dije.
– Y tú, princesa, siempre hiciste demasiadas.
– Quizá, pero quiero una respuesta a esta pregunta antes de volver a la corte.
– ¿Qué pregunta? Fruncí el entrecejo.
– ¿Por qué el cambio de opinión, Doyle? Tengo que saberlo antes de confiar mi vida a la corte.
– ¿Y si ella no quiere compartir esa información?
Consideré abandonar para siempre la vida de los elfos a causa de una sola pregunta no respondida, pero era una cuestión demasiado compleja para mí.
– No lo sé, Doyle, no lo sé. Lo único que sé es que estoy cansada.
– Con tu permiso, utilizaré el espejo del cuarto de baño para contactar con la reina y presentar mi informe.
Asentí.
– Tú mismo.
Hizo una profunda reverencia y se encaminó hacia el cuarto de baño. Tenía que doblar la esquina y no era visible desde el dormitorio.
– ¿Cómo sabías dónde estaba el cuarto de baño? -pregunté.
Me miró, con una cara amable pero impenetrable.
– He visto el resto del piso. ¿Dónde podría estar si no?
Lo miré y no lo creí. O bien mi cara no expresó incredulidad o él eligió no hacer caso. Dobló la esquina y oí que la puerta del cuarto de baño se abría y se cerraba.
Me senté al borde de la cama e intenté recordar dónde había puesto los sacos de dormir. Doyle me había salvado la vida. Lo mínimo que podía hacer era conseguir que se sintiera a gusto. Supongo que lo que había hecho por mí bien valía que le ofreciera la cama, pero estaba reventada y la quería para mí. Además, hasta que supiera por qué me había salvado esa noche, me resistía a mostrarme demasiado agradecida. Hay cosas peores que la muerte en la corte de la Oscuridad. Nerys era un ejemplo perfecto de ello. La marca de la reina no sería violada con un hechizo así. De manera que, hasta que estuviera absolutamente convencida de que no se me estaba salvando para que afrontara algún destino horrible, me contendría en la gratitud. Encontré los sacos de dormir en el armarito de la sala de estar. Acababa de desplegar uno al pie de la cama para airearlo, cuando sentí un grito en el cuarto de baño. Doyle levantaba la voz, furioso. La Oscuridad de la Reina y la reina estaban discutiendo, o lo parecía. Me pregunté si me explicaría de qué iba la disputa, o si sería simplemente otro secreto que guardar.
18
Me acerqué a la puerta cerrada del cuarto de baño. Doyle decía en voz bien alta:
– Por favor, mi señora, no me hagas hacer esto.
No sé qué más habría oído, porque entonces él entreabrió la puerta.
– ¿Sí, princesa?
– Si puedes quedarte ahí unos cuantos minutos más, me cambiaré de ropa para ir a acostarme.
Asintió con un movimiento de cabeza. No me invitó a ver a mi tía en el espejo. No intentó dar explicaciones de la disputa, simplemente cerró la puerta. Seguí oyendo las voces, pero eran muy débiles. Ya no hubo más gritos. No querían que me enterara del motivo de discusión. Supuse que tenía algo que ver conmigo. ¿Qué era aquello tan terrible a lo que Doyle se negaba, hasta el punto de discutir con la reina?
No quería matarme, pero después de aquella noche yo ya no estaba segura de que me importara. Apagué la luz del techo y encendí la de la mesita de noche. La lámpara de techo alumbraba demasiado para un dormitorio. El hecho de que quisiera apagar una luz probaba que me sentía mejor. Como mínimo más calmada.
Mi ropa de dormir es toda de lencería. Me gusta la sensación de la seda y el satén contra mi piel. Pero me parecía casi una crueldad para con Doyle.
Era privilegio de la reina acostarse con sus guardias reales, sus Cuervos, hasta que uno de ellos la dejó embarazada; entonces, se casó con éste y ya no se acostó con los demás. Andáis les podría haber liberado para tener otros amantes, pero decidió no hacerlo. Si no se acostaban con ella, no se acostarían con nadie. Llevaban mucho tiempo durmiendo solos.
Finalmente, elegí un camisón de seda que me caía hasta las rodillas; tenía mangas cortas y sólo revelaba una fina uve de piel en la parte superior de mi pecho. Cubría más que ninguna otra prenda del cajón, pero sin sujetador los pechos rozaban la suave seda y los pezones se marcaban duros bajo la fina tela. La seda era de un púrpura real vibrante y tenía muy buen aspecto sobre mi piel y mi pelo. Trataba de no provocar a Doyle, pero mi vanidad me impedía mostrarme sin gracia.
Me miré en el espejo. Parecía una mujer que esperaba a su amante, salvo por los cortes. Levanté los brazos hacia el cristal. Las zarpas de Nerys habían marcado líneas rojas en mis antebrazos. El zarpazo del brazo izquierdo todavía supuraba sangre. Quizá necesitara algún punto. Normalmente me curaba sin ellos, pero ya debería haber dejado de sangrar. Levanté el camisón lo suficiente para verme la herida del muslo. Era un pinchazo, muy arriba. Había intentado perforarme la arteria femoral. Quería matarme, pero la había matado yo. Seguía sin sentir nada acerca de su muerte. Quizá al día siguiente me sentiría mal, o quizá no. En ocasiones, uno sólo se queda entumecido porque todo lo demás no sirve de nada. A veces es preciso este entumecimiento para mantener la cordura.
Contemplé mi rostro impávido en el espejo. Mis ojos mostraban aquella mirada apagada característica de un estado de shock. La última vez que la había visto fue después del último duelo, cuando por fin comprendí que los duelos no finalizarían hasta que estuviera muerta. Fue la noche en la que tomé la decisión de huir, de esconderme.
Sólo hacía unas horas que me habían invitado a regresar al país de los elfos y yo ya tenía el aspecto de alguien traumatizado por la guerra. Volví a levantar los brazos y observé los zarpazos. De alguna manera, había pagado el precio de mi regreso. Lo había pagado con sangre, con carne, con dolor: la moneda de la corte de la Oscuridad. La reina me había vuelto a invitar y había garantizado mi seguridad, pero la conocía. Todavía quería castigarme por huir, por esconderme, por destruir sus mejores esfuerzos por cazarme. Decir que mi tía no es buena perdedora es un eufemismo de proporciones universales.
Golpearon a la puerta del cuarto de baño.
– ¿Puedo salir? -preguntó Doyle.
– Estoy tratando de decidirlo ahora -dije.
– ¿Perdón? -preguntó.
– De acuerdo, sal -dije.
Doyle se había atado las correas de la vaina de la espada en torno a su pecho desnudo. La empuñadura estaba situada en sus costillas hacia abajo, ligeramente ladeada, como una pistola en su cartuchera. Las correas parecían sueltas, como si hubiera quitado algo que había contribuido a mantenerlas en su sitio.