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Siempre había visto a Doyle vestido desde el cuello hasta el tobillo. Incluso en pleno verano, rara vez llevaba mangas cortas, sólo ropa algo más ligera. Llevaba un aro de plata en el pezón izquierdo. Era algo que llamaba la atención en la oscuridad de su piel. La herida escarlata que se extendía por encima de su músculo pectoral izquierdo tenía un aspecto casi decorativo, como un maquillaje muy sofisticado para alegrar la vista.

– ¿Son graves tus heridas? -preguntó.

– Te podría preguntar lo mismo.

– No tengo sangre mortal, princesa. Me curaré. Te vuelvo a preguntar lo mismo: ¿son graves tus heridas?

– Quizá necesite puntos en el brazo, y… -Empecé a subirme el camisón para mostrar el pinchazo del muslo, pero me detuve a medio movimiento. A los sidhe no les molesta la desnudez, pero yo siempre había tratado de ser más recatada con los guardias-. Me pregunto qué profundidad tendrá la herida de mi muslo.

Dejé que la seda púrpura cayera de nuevo sin mostrar la herida. Estaba muy arriba del muslo y todavía no me había puesto ropa interior. Tenía la costumbre de no llevar ropa interior en la cama, pero en ese momento lamenté no habérmela puesto. A pesar de que Doyle no podía saber lo que llevaba o dejaba de llevar bajo el camisón, de repente me sentí con poca ropa.

Habría provocado a Jeremy, pero no a Uther, y tampoco a Doyle, por motivos muy similares. Los dos habían sido privados de una parte de ellos mismos. Uther, porque su exilio lo privaba de mujeres de su estatura. Doyle, por capricho de su reina.

Cogió el saco de dormir y lo colocó en el suelo entre la cama y la pared, luego se sentó al borde de la cama.

– ¿Puedo ver la herida, princesa?

Me senté a su lado, colocándome el camisón en su sitio. Levanté el brazo izquierdo hacia él.

Utilizó las dos manos para levantar el brazo, doblándolo a la altura del codo para ver mejor la herida. Notaba sus dedos más largos de lo que eran en realidad, más íntimos.

– Es profunda; algunos músculos están desgarrados. Tiene que doler.

Me miró al decir esto último.

– No puedo mostrar demasiado mis sentimientos, actualmente -dije.

Puso su mano en mi frente. Su mano estaba muy caliente, casi quemaba.

– Estás fría, princesa. -Movió la cabeza-. Debería haberlo advertido antes. Tienes un shock. No es grave, pero ha sido una negligencia por mi parte no detectarlo. Tienes que curarte y entrar en calor.

Aparté mi mano de él. La sensación de sus dedos desplazándose por mi piel a medida que me separaba de él me obligó a apartar la cara para que no me viera.

– Dado que ninguno de nosotros puede curar mediante el tacto, creo que deberé buscarme algunos vendajes.

– Puedo curar mediante magia -dijo.

Miré una vez más su rostro inexpresivo.

– Nunca te he visto hacerlo en la corte.

– Es un método más… íntimo que la imposición de manos. En la corte hay curanderos mucho más poderosos que yo. No hay necesidad de mis pequeñas habilidades en el área de la curación. -Me tendió las manos-. Puedo curarte, princesa. ¿O prefieres ir de urgencias a que te pongan puntos? De un modo u otro hay que detener las hemorragias.

No tengo especial predilección por los puntos, de manera que puse mi mano en la suya. Me dobló nuevamente el brazo a la altura del codo, me tomó la mano y enlazamos nuestros dedos. Mi piel blanca contrastaba con la suya, como una perla engastada en azabache pulido. Colocó su otra mano justo detrás de mi codo para sostenerme el brazo de un modo delicado pero firme. Me di cuenta de que no me podía apartar de él y no sabía cómo funcionaba esta curación.

– ¿Me hará daño?

Me miró.

– Quizás, un poco. -Empezó a doblarse hacia mi brazo como si se dispusiera a besarme la herida.

Coloqué mi mano libre en su hombro, frenando su movimiento. Su piel era como seda caliente.

– Espera, ¿cómo me vas a curar, exactamente?

Esbozó aquella leve sonrisa.

– Si te esperas sólo unos segundos, lo verás.

– No me gustan las sorpresas -dije, con la mano todavía en su hombro.

Sonrió y negó con la cabeza.

– Muy bien. -Pero seguía sujetándome, como si ya hubiera decidido curarme por las buenas o por las malas-. Sholto te dijo que uno de mis nombres es Barón Lengua Dulce.

– Me acuerdo -dije.

– Supuso que tenía connotaciones sexuales, pero no es así. Puedo curarte la herida, pero no con las manos.

Le miré durante unos segundos.

– ¿Estás diciendo que cicatrizarás la herida lamiéndola?

– Sí.

Continué mirándole.

– Algunos perros de la corte pueden hacerlo, pero nunca he oído decir que un sidhe tuviera esta habilidad.

– Como dijo Sholto, no ser sidhe puros tiene sus ventajas. Él puede hacer crecer una parte amputada de su cuerpo, y yo puedo lamer una herida hasta que se cure.

No intenté ocultar mi incredulidad.

– Si fueras cualquier otro guardia, te acusaría de buscar una excusa para poner tu boca encima de mí.

Sonrió, y esta vez la sonrisa era más brillante, más llena de humor.

– Si mis compañeros cuervos intentaran engañarte, no sería tu brazo lo que tocarían.

No pude contener la risa.

– Bien pensado. De acuerdo, entonces, consigue que deje de sangrar. No quiero ir de urgencias esta noche. -Quité el brazo de su hombro-. Adelante.

Se inclinó hacia mi brazo, despacio, hablando mientras se movía.

– Intentaré que te duela lo menos posible. -Sentí su respiración cálida junto a mi piel y a continuación su lengua me lamió ligeramente la herida.

Salté.

Me miró sin apartar la cara de mi brazo.

– ¿Te ha hecho daño, princesa?

Negué con la cabeza, porque no confiaba en mi voz.

Lamió dos veces más a lo largo de la herida, muy despacio, y a continuación su lengua se metió en la herida. El dolor fue agudo, inmediato, y tuve que sofocar un grito.

Esta vez no se retiró, sino que apretó más la boca contra mi piel. Sus ojos se cerraron mientras su lengua hurgaba en la herida, provocando sensaciones de agudo dolor como pequeñas descargas eléctricas. Con cada punzada sentía que algo se tensaba en mi cuerpo, más abajo. Era como si los nervios que tocaba estuvieran conectados a otras cosas que no tenían nada que ver con mi brazo.

Empezó a lamer la herida con movimientos largos y lentos. Continuaba con los ojos cerrados, y yo estaba lo bastante cerca como para ver sus negras pestañas. Ya apenas sentía dolor, sólo la sensación de su lengua deslizándose por mi cuerpo. Sentir su boca en mi piel me aceleró el pulso y se me formó un nudo en la garganta. Sus pendientes capturaban la luz y la reflejaban con un brillo argentino, como si los lóbulos de sus orejas estuvieran labrados en plata. La herida empezó a concentrar calor. Era semejante a ser curada por imposición de manos. El calor creciente y la energía que vibraba contra mi piel, dentro de mi piel, eran sensaciones casi idénticas.

Doyle se apartó de mi brazo, con los ojos entrecerrados. Tenía el aspecto de quien despierta de un sueño, o como si le hubieran interrumpido pensamientos más íntimos. Me soltó el brazo, lentamente, casi a regañadientes.

Habló muy despacio, con voz ronca.

– Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Había olvidado cómo se siente.

Doblé el brazo para ver la herida, y ya no había herida. Toqué la piel con la punta de los dedos. Estaba limpia, intacta, todavía húmeda por la boca de Doyle, todavía caliente al tacto, como si una parte de la magia se aferrara a la piel.

– Es perfecto, ni siquiera ha quedado cicatriz.

– Pareces sorprendida.

– Más bien contenta.

Hizo una leve reverencia, todavía sentado al borde de la cama.

– Me alegro de haber sido útil a mi princesa.

– He olvidado traer más cojines.

Me puse de pie, y empecé a moverme hacia el armario, pero Doyle me agarró por la muñeca.

– Estás sangrando.