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Me miré el brazo, perfectamente curado.

– Tu pierna, princesa.

Bajé la mirada y vi sangre resbalando por mi pierna derecha.

– ¡Maldita sea!

– Échate en la cama y déjame mirar la herida. -Todavía me sujetaba la muñeca e intentaba tumbarme en la cama.

Me resistí y me soltó.

– No tendría que sangrar ya, princesa Meredith. Déjamelo curar, como te hice con el brazo.

– Está muy arriba de mi muslo, Doyle.

– La arpía intentó destrozarte la arteria femoral.

– Sí -dije.

– Debo insistir en ver la herida, princesa. Es un área demasiado vital para no cuidarla.

– Está muy arriba de mi muslo -repetí.

– Lo entiendo -dijo-. Ahora, por favor, échate y déjamela ver.

– No llevo nada debajo del camisón -dije.

– Oh -dijo.

Por un instante su rostro mostró distintas emociones, pero pasaron tan deprisa que no fui capaz de interpretarlas.

– Quizá podrías ponerte algo para que pudiera verte la herida -dijo finalmente.

– Buena idea.

Abrí el cajón de la cómoda que contenía mis prendas íntimas. Las bragas, como los camisones, eran casi todas de satén y seda, con encaje. Elegí unas bragas de satén negro, sin volantes ni encajes. Era lo más discreto que tenía.

Volví a mirar a Doyle, que se había dado la vuelta sin necesidad de que se lo pidiera. Me puse la ropa interior, me acomodé el camisón y le dije:

– Ya puedes mirar.

Se volvió, y su expresión era muy solemne.

– La mayoría de las señoras de la corte no se habrían molestado en advertirme. Algunas para burlarse, y otras simplemente porque no se les habría ocurrido decírmelo. La desnudez es bastante común en las cortes. ¿Por qué pensaste en decírmelo?

– Algunos guardias se divierten, juegan a dar palmadas, y no se me hubiera ocurrido advertirlo a ninguno de ellos. Sería simplemente otra parte del juego. Pero tú no juegas nunca, Doyle. Siempre estás al margen. Tumbarme en la cama y separar las piernas habría sido… cruel.

Asintió.

– Sí. Muchos miembros de la corte tratan a los que nos mantenemos a distancia como eunucos, como si no sintiéramos nada. Yo prefiero no tocar carne suave antes que excitarme hasta el punto de no tener escapatoria. Eso para mí es peor que nada de nada.

– ¿La reina todavía os prohíbe incluso que os toquéis a vosotros mismos?

Bajó la mirada y me di cuenta de que había ido más allá de las preguntas educadas.

– Lo siento, Doyle, no tenemos tanta confianza como para preguntarte esto.

Habló sin levantar la cabeza.

– Eres la más educada de las soberanas de la Oscuridad. Para la reina, tu educación era una… debilidad. -Su mirada buscó por fin la mía-. Pero a los que estábamos en la guardia nos gustaba. Era siempre un alivio tener que protegerte, porque no te temíamos.

– No tenía suficiente poder para que me tuvierais miedo -dije.

– No, princesa, no me refiero a tu magia. Me refiero a que no temíamos tu crueldad. El príncipe Cel ha heredado el… sentido del humor de su madre.

– Te refieres a que es un sádico.

Asintió.

– En todos los sentidos. Ahora acuéstate en la cama y déjame mirar tu herida. Si por pudor dejo que te desangres, la reina me convertirá en eunuco.

– Eres su mano derecha. No te perdería por mi causa.

– Creo que te desprecias y me sobrevaloras. -Me tendió la mano-. Por favor, princesa, échate.

Cogí la mano que me ofrecía y subí de rodillas a la cama.

– ¿Puedes llamarme Meredith, por favor? Hace años que no oía princesa esto, princesa aquello. Ya tendré tiempo para hartarme cuando vuelva a Cahokia. Dejémonos de títulos por esta noche. Inclinó levemente la cabeza.

– Como quieras, Meredith.

Dejé que me ayudara a tumbarme en medio de la cama, aunque no necesitaba la ayuda. Se lo permití en parte porque a los sidhe mayores les gusta ayudar, y en parte por la sensación de su mano en la mía.

Acabé tumbándome con la cabeza recostada en los muchos cojines de la cama. Con la cabeza levantada, tenía una visión perfecta de mi cuerpo.

Doyle se arrodilló junto a mi pierna.

– Cuando quieras, princesa.

– Meredith -dije.

Asintió.

– Cuando quieras, Meredith.

Levanté la seda hasta que apareció la herida. El pinchazo estaba lo suficientemente alto para dejar al descubierto las bragas negras. Examinó la herida con las manos, apretándome la piel. Hacía daño, y no era del que me gustaba, como si hubiera una lesión mayor de la que pensaba. La hemorragia continuaba, pero sin duda la sangre no manaba de una arteria. Si me hubiesen seccionado la femoral ya habría muerto desangrada.

Doyle se incorporó.

– La herida es muy profunda, y creo que hay algún músculo dañado.

– No me dolía tanto hasta que empezaste a tocarlo.

– Si no te curo esta noche, mañana estarás coja y tendremos que ir a urgencias. Puede que requiera cirugía, que tengan que suturarte la herida. O puedo curarla ahora.

– Prefiero ahora -dije. Sonrió.

– Bueno. Detestaría tener que explicar a la reina por qué te traje a casa cojeando, cuando podía curarte. -Empezó a inclinarse hacia mí, pero se levantó-. Sería más fácil si me moviera.

– Tú eres el que cura, haz lo que tengas que hacer -dije.

Se colocó entre mis piernas, y tuve que abrirlas para dejarle sitio para sus rodillas. Costó algunas maniobras, y algunos «perdóname, princesa», pero finalmente acabó tumbado boca abajo, agarrándome los muslos. Su mirada me recorrió el cuerpo hasta que encontró la mía. Bastó con verlo en esa posición para se me acelerase el pulso. Intenté disimular, pero creo que no lo conseguí.

Doyle dejó escapar el aire y yo lo sentí como un viento cálido contra la piel de mi muslo. Me miró a la cara mientras lo hacía, y comprendí que lo hacía deliberadamente, y no creo que tuviera nada que ver con curarme.

Se apartó un poco.

– Perdóname, pero no sólo es el sexo lo que uno echa en falta, sino también pequeñas intimidades, la expresión de una mujer cuando reacciona a tus caricias. -Me dio un rápido lametón-. Tomar aire mientras el cuerpo de ella empieza a alzarse en busca del contacto.

Estaba entre mis piernas, mirándome. Miré su silueta. Su cabello caía en una gruesa cola negra por encima de la piel desnuda de su espalda y siguiendo la suave línea de sus vaqueros ajustados. Cuando volví a mirarle, vi esa certeza que muestran los ojos de un hombre cuando está seguro de que no le dirás que no, te pida lo que te pida. Doyle no se había ganado esa mirada, todavía no.

– Se supone que no debo provocarte, recuerda.

Rozó mi muslo con su mentón mientras hablaba.

– Normalmente, no suelo dejarme colocar en una situación tan comprometida, pero creo que una vez aquí me resultará muy difícil no sacar partido de mi posición.

Me mordió el muslo, delicadamente, y cuando esto me hizo estremecer hincó sus dientes con más firmeza en mi piel. Me tensó la columna vertebral y me hizo gritar. Cuando pude volver a mirar, me fijé en la marca roja de sus dientes en mi muslo. Hacía tanto tiempo que no tenía un amante deseoso de dejarme el cuerpo marcado.

Habló con una voz sorprendentemente profunda:

– Ha sido maravilloso.

– Si me provocas, yo también te provocaré.

Intenté que sonara como una advertencia, pero jadeaba demasiado.

– Pero tú estás ahí arriba y yo estoy aquí abajo.

Me apretó los muslos con más fuerza. Entendí lo que quería decir. Tenía suficiente fuerza para sujetarme sólo agarrándome por los muslos. Podía sentarme si quería, pero no podía soltarme. Entonces se relajó una tensión que ni siquiera había percibido. Me calmé entre sus manos y me recosté en la cama. Había estado perdiéndome cosas que tenían poco que ver con el orgasmo. Doyle nunca me miraría horrorizado por que le pidiera algo. Nunca me haría sentir como un monstruo por pedir lo que mi cuerpo suplicaba.