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Levanté el camisón de seda de debajo de mi espalda, y me lo quité por la cabeza. Me levanté y me senté sobre él. La sabia oscuridad de sus ojos había desaparecido, dejando en su lugar necesidad pura. Vi en su cara que había llevado el juego demasiado lejos. Puse el camisón delante de mis pechos para taparme. No sabía cómo pedir disculpas sin agravar la incómoda situación.

– No -dijo-, no te tapes. Me has sorprendido, eso es todo.

– No, Doyle. No podemos llegar hasta el final, y por ti, especialmente… lo siento. -Empecé a ponerme el camisón.

Sus dedos apretaban mis muslos con fuerza; me estaba haciendo daño. Las puntas de los dedos se hundían en mi piel. Contuve un grito y lo miré con el camisón a medio poner.

Doyle habló con voz imperativa, con una rabia apenas contenida que hacía que sus ojos brillaran como joyas negras.

– ¡No!

Esta palabra me dejó paralizada. Lo miré con los ojos abiertos como platos y mi corazón latió como si algo se me hubiera atascado en la garganta.

– No -dijo, con una voz sólo un poco menos severa-, no, quiero verte. Te haré estremecer, mi princesa, y quiero ver tu cuerpo mientras lo hago.

Dejé caer el camisón en la cama y me senté lo más cerca de él que pude. Su forma de agarrarme los muslos había superado el punto de placer y se había convertido en simple dolor, pero éste, también, en las circunstancias adecuadas, es un tipo de placer.

Sus dedos me soltaron un poco, y noté que me había dejado marcadas las uñas: pequeñas medias lunas de sangre.

Empezó a quitar las manos de debajo de mis muslos, pero yo dije que no con la cabeza.

– Tú estás allí abajo y yo aquí arriba, recuerda.

No discutió, se limitó a colocar de nuevo las manos en torno a mis muslos, esta vez sin hacerme daño, sólo el agarre preciso para que no pudiera moverme. Subí las manos por mi estómago hasta los pechos y los sostuve con ellas, y después me recosté en los cojines para que me viera bien.

Me miró durante largos segundos, como si pretendiera memorizar la manera en que mi cuerpo yacía entre los cojines oscuros, luego su boca se aproximó a la herida. La lamió con movimientos amplios y lentos. Entonces se detuvo ante la herida y empezó a chupar. Me succionó la piel con tanta fuerza que me hizo daño, como si estuviera chupando algún veneno oculto en lo más profundo de la herida.

El dolor me hizo levantar, y me miró lleno de ese oscuro conocimiento que no se había ganado. Me eché de nuevo en la cama, con la presión de su boca en mi muslo y sus dedos hincándose en mi carne con tanta fuerza que supe que al día siguiente estaría magullada. Mi piel había empezado a brillar con luz trémula en el dormitorio.

Lo miré, pero sus ojos estaban concentrados en su trabajo. Empezó a aumentar el calor bajo la presión de su boca, a llenar la herida como agua caliente vertida en la fisura de mi piel.

Doyle empezó a brillar. Su piel desnuda resplandecía como la luz de la luna en un charco de agua, con la diferencia de que aquella luz procedía de su interior y temblaba bajo su piel en siluetas claras y oscuras.

El calor me golpeaba el muslo como un segundo pulso. Su boca se apretó a mi cuerpo, al ritmo de este pulso, como si quisiera succionarme hasta vaciarme por completo. El centro mismo de mi cuerpo empezó a calentarse y comprendí que era mi propio poder, pero nunca había sido así anteriormente.

El calor de mi muslo y el de mi cuerpo se fusionaron como dos focos de calor, cada vez más caliente, más y más, hasta que el calor me devoró y mi piel brilló blanca y pura en una danza subacuática. Los dos poderes fluían uno contra el otro y durante un instante, el calor sanador de Doyle flotó en la superficie del mío. Luego los dos poderes se salpicaron mutuamente, fusionándose en una oleada de magia que doblaba la columna vertebral, hacía bailar la piel y tensaba el cuerpo.

Doyle levantó su cara de mi muslo.

– ¡Meredith, no! -gritó.

Pero era demasiado tarde, el poder penetró a través de nosotros dos en una oleada de calor que endureció mi cuerpo ahí abajo hasta que no pude moverme. Grité, y el poder brotó de mí con un brillo que dejaba sombras de mi piel en la habitación.

Vi a Doyle como a través de una neblina. Estaba de rodillas. Tenía una mano levantada como si quisiera protegerse de un golpe, después el poder se abatió sobre él. Vi que su cabeza se echaba para atrás, que su cuerpo se alzaba apoyado en las rodillas, como si el poder tuviera brazos para levantarle. La danza del claro de luna empezó a crecer bajo su piel hasta que distinguí una nube de luz negra, brillando como un arco iris oscuro en torno a su cuerpo. Durante un segundo imposible permaneció alzado, tenso, como un objeto brillante, tan bello que uno sólo podía llorar o quedar ciego al mirarlo. Entonces un grito escapó de su boca, un grito entre el dolor y el placer. Se dobló sobre la cama, abrazando su propio cuerpo. Ese brillo maravilloso empezó a desvanecerse como si su piel estuviera absorbiendo la luz, succionándola de nuevo a las profundidades de las que procedía.

Me senté, me dirigí hacia él con una mano que todavía guardaba un poco de esa tenue luz blanca.

Él se apartó de mí y en su apuro cayó de la cama. Me miró por el borde de ella con los ojos abiertos y asustados.

– ¿Qué has hecho?

– ¿Qué pasa, Doyle?

– ¿Qué pasa? -Se levantó y fue a apoyarse contra la pared, como si sus piernas no fueran capaces de sostenerle-. No se me permite ningún alivio sexual, Meredith. Ni con mi mano ni con la de nadie más.

– Yo no te he tocado.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared. Hablaba sin mirarme.

– Lo ha hecho tu magia. Me ha recorrido todo como una espada. -Abrió los ojos y me miró-. ¿Entiendes ahora lo que has hecho?

Finalmente, lo entendí.

– Estás diciendo que la reina dirá que lo que hemos hecho cuenta como sexo.

– Sí.

– Nunca lo pretendí… Mi poder nunca había sido así antes.

– ¿Fue así la noche en la que estuviste con el roano?

Pensé sobre ello durante un momento y luego fruncí el entrecejo.

– Sí y no. No fue exactamente así, pero… -me detuve a media frase y le miré el pecho.

Mi rostro debió de mostrar espanto, porque se miró a sí mismo.

– ¿Qué? ¿Qué ves?

– La herida de tu pecho ha desaparecido.

Mi voz era delicada, de sorpresa.

Doyle se pasó las manos por el pecho, palpándose la piel.

– Está curada. No fui yo quien lo hice. -Se fue a una punta de la cama-. Fueron tus brazos.

Miré hacia abajo y vi que las marcas de los zarpazos habían desaparecido. Mis brazos estaban curados. Me toqué los muslos, pero no estaban curados. Las marcas de las uñas, llenas de sus pequeños trozos de sangre; las marcas rojas de sus dientes; la presión de su boca que me había provocado una magulladura en el muslo, allí donde había estado la herida.

– ¿Por qué está todo curado, excepto estas marcas?

Sacudió la cabeza.

– No lo sé.

Lo miré.

– Dijiste que mi iniciación en el poder curó a Roane, pero ¿qué pasaría si no fuera sólo una primera explosión de poder? ¿Qué ocurriría si fuera una parte de mi magia recién descubierta?

Lo miré para tratar de dar sentido a mis palabras.

– Podría ser, pero curar mediante sexo no es un don de la corte de la Oscuridad.

– Lo es de la corte de la Luz -afirmé.

– Procedes de su línea sanguínea -dijo en voz baja-. Se lo tengo que contar a la reina.

– ¿Contarle qué? -pregunté.

– Todo.

Me arrastré hacia el borde de la cama, todavía medio desnuda, estirándome hacia Doyle.

Él se apartó de mí, apretándose contra la pared como si le hubiese amenazado.

– No, Meredith, más no. Quizá la reina nos perdone porque fue un accidente, y le gustará que tengas más poderes. Puede que eso nos salve, pero si vuelves a tocarme… -Sacudió la cabeza-. No tendrá piedad de nosotros si nos volvemos a juntar esta noche.