– Sólo quería tocarte el brazo, Doyle. Creo que deberíamos hablar antes de que vayas con el cuento a la reina.
Pegó la espalda a la pared y caminó así hasta la esquina de la habitación.
– Acabo de tener el primer alivio desde hace más centurias de las que te puedes imaginar y estás ahí sentada, así… -Volvió a sacudir la cabeza-. Tú sólo me tocarías el brazo, pero mi autocontrol no es ilimitado, ya lo hemos visto. No, Meredith, otro roce, y podría caer sobre ti y hacer lo que he estado queriendo hacer desde que vi tus pechos temblando sobre mí.
– Me puedo vestir -dije.
– Es una buena idea -dijo-, pero aun así le explicaré lo sucedido.
– ¿Qué hace? ¿Lleva una cuenta espermática? No hemos tenido una relación sexual. ¿Por qué se lo tienes que contar?
– Es la Reina del Aire y la Oscuridad; lo sabrá. Si no se lo confesamos y lo descubre, el castigo será mil veces peor.
– ¿Castigo? Fue un accidente.
– Lo sé, y tal vez eso nos salve.
– No estarás diciendo en serio que pedirá el mismo castigo para esto que si hubiésemos hecho el amor voluntariamente.
– Muerte por tortura -dijo-. Espero que no, pero tiene derecho a exigirla.
Negué con la cabeza.
– No, no te perdería después de mil años por un accidente.
– Espero que no, princesa, espero francamente que no.
Dobló la esquina hacia el cuarto de baño.
– Doyle -lo llamé. Regresó.
– ¿Sí, princesa?
– Si te dice que se nos ejecutará por esto, hay una parte buena. Colocó su cabeza hacia un lado como lo haría un pájaro.
– ¿ Cuál?
– Podemos tener una relación sexual, de verdad, carne con carne. Si nos van a ejecutar por algo, al menos seamos culpables de ello. En su rostro se vislumbraron emociones, que una vez más no supe interpretar, y finalmente sonrió.
– Nunca pensé que pudiera mirar a mi reina con estas noticias y dudar acerca de lo que debo decirle. Eres tentadora, Meredith, algo por lo que un hombre no dudaría en entregar la vida.
– No quiero tu vida, Doyle, sólo tu cuerpo.
Esto lo envió riendo al cuarto de baño. En fin, siempre es mejor reír que llorar. Volví a ponerme el camisón y estaba sepultada bajo las mantas cuando llegó. Tenía una cara solemne, pero dijo:
– No nos castigarán, aunque dejó entrever que quería verte curar con este poder recién descubierto.
– A mí no me van sus pequeñas exhibiciones públicas de sexo -dije.
– Lo sé, y ella también, pero tiene curiosidad.
– Deja que sea curiosa. ¿Así que no ejecutarán a ninguno de nosotros?
– No -dijo.
– ¿Por qué no alegras esa cara? -pregunté.
– No he traído otra muda de ropa.
Tardé un segundo en darme cuenta de lo que quería decir. Le traje un par de bóxers de seda. Le quedaban un poco ajustados en la cadera, porque él y Roane no tenían la misma talla, pero servían.
Regresó al cuarto de baño. Pensé que no tardaría y que volvería a dormir, pero oí que abría la ducha. Finalmente, coloqué algunas almohadas encima de los sacos de dormir y me giré para intentar dormir. No estaba segura de poder conciliar el sueño, pero Doyle se quedó mucho tiempo en el cuarto de baño. Lo último que oí antes de que me invadiera el sueño fue el sonido de un secador. Ya no le escuché salir del cuarto de baño. Simplemente, me desperté al día siguiente y ya estaba frente a mí con té caliente en una mano y nuestros billetes de avión en la otra. No sabía si Doyle había utilizado el saco de dormir, ni si había dormido.
19
Doyle me cedió amablemente la ventana. Se agarraba con fuerza a los brazos del asiento y tenía el cinturón abrochado. Cerró los ojos cuando despegó el avión. Normalmente, me gusta ver cómo la tierra va quedando cada vez más abajo, pero ese día observar el rostro de Doyle era una experiencia mucho más divertida.
– ¿Cómo es posible que te dé miedo volar? -pregunté.
Me respondió sin abrir los ojos:
– No tengo miedo a volar. Tengo miedo a volar en avión.
Su voz sonó muy razonable, como si todo respondiera a una lógica aplastante.
– Entonces, ¿podrías cabalgar en un corcel volador y no tener miedo?
Asintió, y por fin abrió los ojos cuando el aparato se niveló.
– He montado las bestias del aire muchas veces.
– ¿Entonces, por qué te preocupan los aviones?
Me miró como si yo tuviera que haber conocido la respuesta.
– Es el metal, princesa Meredith. No me siento a gusto rodeado por tanto metal fabricado por el hombre. Crea una barrera entre la tierra y yo, y yo soy una criatura terrestre.
– Como dijiste, Doyle, hay ventajas de no ser una sidhe pura. Yo no tengo ningún problema con el metal.
Giró la cabeza para mirarme.
– ¿Puedes utilizar los arcanos mayores dentro de una tumba de metal como ésta?
Asentí.
– No hay magia que no pueda realizar igual de bien en una tumba de metal.
– Esto podría resultar muy útil, princesa.
La auxiliar de vuelo, una rubia alta impecablemente maquillada, se detuvo junto al asiento de Doyle, inclinándose lo suficiente para asegurarse de que ofrecía una espléndida panorámica de su escote. Se había asegurado de ello las tres veces que había pasado en los últimos veinte minutos para preguntar si quería algo, lo que fuera. Él dijo que no. Yo pedí un vino tinto.
Esta vez, me trajo mi vino, servido en una copa alta, puesto que viajábamos en primera clase. Ideal para que te salpicara por encima cuando el avión entrara en una turbulencia, que es lo que ocurrió.
El avión dio una sacudida y realizó un viraje tan repentino que devolví el vino a la auxiliar de vuelo, y ella me entregó un montón de servilletas.
Doyle cerró nuevamente los ojos y contestaba a todas sus preguntas: «No, gracias, estoy bien.» No le ofreció explícitamente quitarse la ropa y tener relaciones sexuales en el suelo del avión, pero el ofrecimiento era claro. Si Doyle entendía la invitación, realmente sabía esquivarla muy bien. No sé si realmente no se daba cuenta de que le estaba tirando los tejos, o si es que ya estaba acostumbrado a que las mujeres humanas actuaran de ese modo con él. Finalmente, ella captó la indirecta y se alejó, sujetándose a los asientos para no caerse.
Era una turbulencia peligrosa. Doyle tenía un aspecto gris. Creo que era su forma de mostrar miedo.
– ¿Te encuentras bien?
Cerró los ojos todavía con más fuerza.
– Estaré bien cuando estemos a salvo en el suelo.
– ¿Puedo hacer algo para que se te haga más corto el viaje?
Abrió los ojos sólo un poquito.
– Creo que la azafata ya ha hecho esa oferta.
– Azafata es una palabra sexista -dije-. Es una auxiliar de vuelo. Así que has captado sus indirectas.
– No creo que apretarme los muslos y frotar mis hombros con sus pechos sean indirectas, yo más bien considero que son invitaciones.
– La has rechazado con gracia.
– Tengo mucha experiencia.
El avión se agitó tanto que yo misma me intranquilicé. Doyle volvió a cerrar los ojos.
– ¿De verdad quieres hacerme el vuelo más corto?
– Te debo al menos eso después de que mostraras tu placa de la Guardia y nos permitieran subir al avión con nuestras armas. Sé que legalmente los dos estamos autorizados a llevar armas en Estados Unidos, pero no suele ser tan fácil ni rápido.
– Nos ayudó el hecho de que la policía nos escoltara hasta las puertas, princesa.
Había tenido mucho cuidado al llamarme «princesa», o «princesa Meredith», desde que me levanté por la mañana. Ya no nos tratábamos por el nombre.
– Parece que la policía estaba ansiosa por meterme en el avión.
– Temían que te asesinaran en su jurisdicción. No querían ser responsables de tu seguridad.