Asentí.
– Sí, pero también quiero tomar cierta distancia hasta que vea lo segura que voy a estar en la corte.
– Pocos se arriesgarían a que la reina se enfade con ellos -dijo.
Busqué su mirada para poder captar su opinión sobre lo que me disponía a decir.
– El príncipe Cel se arriesga a su ira, porque nunca lo ha castigado seriamente por ninguno de sus actos.
El rostro de Doyle se tensó cuando mencioné el nombre de Cel, pero nada más. Si no lo hubiera mirado, no habría advertido ninguna reacción.
– Cel es su único heredero, Doyle; no lo matará. Él lo sabe.
Doyle me dirigió una mirada vacía.
– Lo que hace o deja de hacer la reina con su hijo y heredero no es cuestionable.
– Doyle, todos sabemos quién es Cel.
– Un príncipe sidhe poderoso que ha heredado el oído de su madre, la reina -advirtió Doyle.
– Sólo tiene una mano de poder, y el resto de sus habilidades tampoco son tan impresionantes.
– Es el príncipe de la Sangre Antigua, y yo no quisiera que utilizara esta capacidad conmigo en un duelo. Podría hacer sangrar a la vez todas las heridas que he sufrido en más de mil años de batallas.
– No dije que no fuera una capacidad terrorífica, Doyle. Pero hay otros con una magia más poderosa, sidhe que pueden provocar la muerte con sólo tocarte. He visto cómo tu llama devoraba a algunos sidhe, cómo se los comía vivos.
– Y tú mataste a los dos últimos sidhe que te retaron a duelo, princesa Meredith.
– Hice trampa -dije.
– No, no hiciste trampa. Simplemente empleaste tácticas para las que no estaban preparados. Es la impronta de buen guerrero utilizar las armas que tiene a su disposición.
Nos miramos el uno al otro.
– ¿Sabe alguien, aparte de la reina, que ahora tengo la mano de carne?
– Lo sabe Sholto, y sus sluagh. Ya no será un secreto cuando aterricemos.
– Podría asustar a posibles oponentes -dije.
– Quedar atrapado para siempre como una masa de carne deforme, sin poder morir nunca, ni envejecer, simplemente continuar; oh, sí, princesa, creo que se asustarán. Después de que Griffin… te dejara, muchos se convirtieron en enemigos tuyos, porque pensaron que no tenías poder. Todos se acordarán de los insultos que te dirigieron y estarán preguntándose si vuelves con rencor.
– Invoco derechos de virgen, eso significa que empiezo de cero, igual que ellos. Si exijo la venganza a la que tengo derecho, perderé mi estatus de virgen, y volverán a arrastrarme al centro de toda esa mierda. -Sacudí la cabeza-. No, les dejaré en paz si ellos me dejan tranquila.
– Eres más inteligente de lo que te corresponde por edad, princesa.
– Tengo treinta y tres años, Doyle, ya no soy una niña según los criterios humanos.
Se puso a reír, una risotada sombría que me hizo pensar en su aspecto de la última noche, con la mitad de la ropa. Intenté apartar este pensamiento, y seguramente lo conseguí, porque su expresión no cambió.
– Me acuerdo de cuando Roma era simplemente un descampado, princesa. Treinta y tres años es ser un niño para mí.
Dejé que lo que pensaba se reflejara en mi mirada.
– No recuerdo que me trataras como a una niña anoche.
Doyle desvió la mirada.
– Eso fue un error.
– Si tú lo dices.
Miré por la ventana, observando las nubes. Doyle estaba dispuesto a fingir que la última noche no había ocurrido nada. Yo estaba cansada de intentar sacar el tema, cuando él, obviamente, no quería discutir al respecto.
La auxiliar de vuelo regresó. Esta vez se arrodilló, con la falda ajustada a los muslos. Sonrió a Doyle y sostuvo las revistas formando un abanico.
– ¿Quiere algo para leer?
Puso su mano libre sobre la pierna de Doyle y la desplazó por el interior de su muslo.
Tenía la mano a un centímetro de la ingle cuando Doyle le agarró por la muñeca y le apartó la mano.
– Por favor, señorita.
Ella se arrodilló más cerca de él y puso una mano en cada una de sus rodillas, escondiendo parcialmente con las revistas lo que estaba haciendo. Se inclinó de tal manera que los pechos rozaban las piernas de Doyle.
– Por favor -susurró-, por favor, hace tanto tiempo que no he estado con uno de vosotros.
Esto captó mi atención.
– ¿Cuánto tiempo? -pregunté.
Parpadeó, como si no pudiera concentrarse lo suficiente en mí estando Doyle sentado tan cerca.
– Seis semanas.
– ¿Quién fue?
Negó con la cabeza.
– Puedo guardar un secreto, no me rechaces. -Miró a Doyle-. Por favor, por favor.
Se había acostado con un elfo. Si un sidhe mantiene relaciones sexuales con un humano y no intenta rebajar la magia, puede convertir al humano en una especie de adicto. Los humanos en estas circunstancias pueden llegar a morir por esta ansia de tocar carne de sidhe. Me acerqué al oído de Doyle, tan cerca que mis labios acariciaban sus pendientes. Experimenté el irresistible impulso de lamerle uno de los aros, pero me contuve. Sólo era una de aquellas perversas necesidades que uno tiene a veces. Murmuré:
– Apunta su nombre y número de teléfono. Tendremos que comunicárselo a la Oficina de Asuntos Humanos y Feéricos.
Doyle hizo lo que pedía.
La asistente de vuelo tenía lágrimas de agradecimiento en los ojos cuando Doyle le tomó el nombre, número y dirección. En realidad, le besó la mano y hubiese podido hacer más si otro auxiliar de vuelo no la hubiese apartado.
– Es ilegal tener relaciones sexuales con humanos sin proteger sus mentes -dije.
– Sí, lo es -dijo Doyle.
– Sería interesante saber quién era su amante sidhe.
– Sus amantes, creo -dijo Doyle.
– Me pregunto si ella siempre hace la ruta de Los Ángeles a San Luis.
Doyle me miró.
– Podría saber quién ha volado desde y hacia Los Ángeles con la frecuencia necesaria para instituir un culto.
– Un hombre no constituye un culto -dije.
– Me dijiste que la mujer mencionó a otros, algunos de ellos con implantes en las orejas, o quizá fueran sidhe ellos mismos.
– Sigue sin ser un culto. Es un brujo con seguidores, un aquelarre adorador de sidhe, como mucho.
– O un culto, en el peor de los casos. No tenemos ni idea de cuánta gente había implicada, princesa, y el hombre que habría podido responder la pregunta está muerto.
– Es curioso que a la policía no le importara que abandonara el estado con una investigación por asesinato en curso.
– No me sorprendería en absoluto que tu tía, nuestra reina, hubiera hecho algunas llamadas telefónicas. Puede ser bastante encantadora cuando quiere.
– Y cuando eso falla, es aterradora -dije.
Asintió.
– Eso también.
El asistente de vuelo varón se ocupó de la primera clase durante el resto del viaje. La mujer ya no volvió a acercarse hasta que bajamos del avión. Entonces, cogió la mano de Doyle.
– ¿Me llamarás, verdad? -preguntó con voz urgente.
Doyle le besó la mano.
– Oh, sí, te llamaré, y tú responderás honestamente a todas mis preguntas, ¿verdad?
La mujer asintió, y resbalaban lágrimas por su mejilla.
– Haré todo lo que quieras.
Tuve que apartar a Doyle de ella.
– Yo de ti no iría solo a hacerle preguntas -murmuré.
– No pretendía ir solo -dijo. Me miró, y nuestras caras estaban muy juntas porque estábamos murmurando-. He descubierto hace muy poco que no soy inmune a las insinuaciones sexuales.
– Su mirada era muy franca, abierta, la mirada que me hubiera gustado verle en el avión-. Tendré que ir con más cuidado en el futuro.
Dicho esto, se levantó y empezó a caminar por el estrecho pasillo hacia el aeropuerto. Le seguí.
Dejamos atrás el ruido de los motores y caminamos hacia el murmullo de la gente.
20
La gente formaba un estruendo de murmullos que me engullía, era como si un mar de ruido me tragara al avanzar hacia la sala. El gentío caminaba de un lado a otro como un muro humano formado por ladrillos multicolores. Doyle iba justo delante de mí, como el guardaespaldas que era.