Nuestra puerta se hallaba en línea con el ancho pasillo que se adentraba en el aeropuerto. Doyle estaba en la apertura de la sala, esperándome a un lado. Entonces, distinguí entre la multitud una figura alta que se dirigía hacia nosotros. Galen iba vestido en verde y blanco: un suéter verde pálido, unos pantalones verdes todavía más pálidos y el abrigo blanco, largo hasta los tobillos, que se movía por detrás de él como una capa. El suéter tenía el color de su cabello, que caía en cortos bucles hasta justo por debajo de su oreja. También lucía una larga y delgada trenza. Su padre era un pixie, al que la reina había ordenado matar por cometer la osadía de seducir a una de sus damas de compañía.
No creo que la reina hubiese matado al pixie de haber sabido que había engendrado un niño. Los niños son preciosos, y cualquier cosa que alimente, que transmita la sangre, es digna de ser conservada.
Me alegre de verle, aunque sabía que si él estaba ahí, habría un fotógrafo cerca. Francamente, me sorprendía que no nos hubiésemos encontrado a una multitud de medios de comunicación. La princesa Meredith regresaba a casa, sana y salva después de tres años desaparecida. Mi cara había aparecido impresa durante años en los periódicos: las fotos de la princesa americana de los elfos habían rivalizado con los avistamientos de Elvis. No sabía qué habían hecho para salvarme del torbellino de la prensa, pero les estaba agradecida.
Le dejé el bolso de mano a Doyle y corrí hacia Galen. Me aupó en un abrazo y me besó en la boca.
– Merry, qué alegría de verte, chica. -Sus brazos me sostenían un palmo por encima del suelo sin aparente esfuerzo.
Nunca me ha gustado que mis pies dancen en el aire, así que le rodeé la cintura con las piernas, y él pasó sus manos de mi cintura a mis muslos para aguantarme.
Había corrido a los brazos de Galen desde que tengo memoria. Después de la muerte de mi padre, se había erigido en mi defensor en la corte de la Oscuridad en más de una ocasión, aunque no siendo de pura sangre, como yo, tenía escasa influencia. Lo que sí tenía era más de metro ochenta de puro músculo, y era un guerrero bien adiestrado que intimidaba.
Desde luego, cuando me levantaba en brazos a mis siete años, no había tantos besos ni otras cosas. A sus poco más de cien años, Galen era uno de los guardias reales más jóvenes de Andáis. Nos llevábamos setenta años, lo cual entre sidhe era como crecer juntos. El cuello en V de su suéter llegaba hasta bastante abajo, mostrando el pelo de su pecho, que era de un verde más oscuro que su cabello, casi negro. El suéter era suave y le sentaba muy bien. Su piel era blanca, pero el suéter resaltaba el tono verde muy pálido subyacente, con lo cual su piel aparecía o bien blanca perla o bien de un verde de ensueño, dependiendo de cómo le diera la luz.
Sus ojos, del color de la hierba fresca en primavera, tenían un tono más humano que la esmeralda líquida de los míos. Sin embargo, el resto de su cuerpo era demasiado único para expresarlo con palabras. Es lo que pensaba desde los catorce años, pero no era con él con quien mi padre me había comprometido. Porque Galen era un chico demasiado guapo, pero no se movía con destreza en el campo de la política para que mi padre confiara en que viviría lo bastante para verme crecer. No, Galen hablaba cuando lo sabio era callar. Era una de las cosas que más me gustaban de él siendo niña y que más me asustaban cuando crecí.
Se puso a bailar conmigo por el pasillo, al son de una música que sólo él podía oír, pero yo casi la sentía cuando le miraba a los ojos, y trazaba con mi mirada la curva de sus labios.
– Estoy encantado de verte, Merry.
– Ya lo veo -dije.
Rió con una risa muy humana. Lo que la hacía tan especial era la alegría de Galen, aunque para mí siempre era algo especial.
Se me acercó y me susurró al oído:
– Te has cortado el pelo. Tu preciosa melena.
Le di un delicado beso en la mejilla.
– Ya crecerá.
Había sólo unos cuantos periodistas, porque no habían tenido suficiente información para planificar un asalto a gran escala, pero la mayoría de ellos llevaban cámaras. Las fotos de la nobleza sidhe, especialmente haciendo algo poco habitual, siempre encontraban un mercado. Les dejamos tomar fotos porque no les podíamos parar. Utilizar magia contra ellos constituían un delito contra la libertad de prensa. Así lo había sentenciado el Tribunal Supremo. Muchos reporteros que cubrían rutinariamente a los sidhe tenían poderes psíquicos, o bien eran brujos. Sabían cuándo utilizabas magia sobre ellos. Bastaba una denuncia para que acabaras envuelta en una demanda civil.
Los elfos tenían dos posturas distintas frente a los reporteros. Algunos eran muy decorosos en público y nunca proporcionaban nada de interés a los paparazzi. Galen y yo éramos de los que creían que había que darles algo para fotografiar, algo sin importancia para que no buscaran material más sensacionalista. Siempre algo positivo, animado, interesante. Ésta era la idea de la reina Andáis. Había estado trabajando durante los últimos treinta años, aproximadamente, para dar a su corte una publicidad mejor y más positiva. Toda mi vida. Yo había aparecido con mi padre, se había celebrado una ceremonia pública de esponsales entre Griffin y yo. No existía vida privada si la reina decretaba que tenía que ser pública.
Alguien se aclaró la garganta y yo miré más allá de Galen para encontrar a Barinthus. Si Galen tenía un aspecto único, Barinthus parecía un extraterrestre. Su pelo era del color del mar, de los océanos. El turquesa del Mediterráneo; el azul profundo del Pacífico; un azul grisáceo tempestuoso como el océano antes de la tempestad, derivando hacia un azul prácticamente negro, como las aguas abisales, como la sangre de gigantes durmientes. Los colores cambiaban con la luz, fundiéndose entre ellos como si no se tratase de pelo. Su piel era de un blanco alabastro, como la mía; sus ojos, azules, pero con dos rendijas negras por pupilas. Sabía que tenía una membrana, a modo de segundo párpado, que cubría sus ojos cuando estaba debajo del agua. Cuando yo tenía cinco años, me enseñó a nadar, y me gustaba que pudiera parpadear dos veces con el mismo ojo.
Era más alto que Galen, pasaba de los dos metros, como corresponde a un dios. Llevaba una gabardina azul real abierta que dejaba a la vista un traje negro de diseño. La camisa era de seda azul, con uno de aquellos cuellos altos y redondos que los diseñadores intentan vender para que los hombres ya no tengan que llevar corbata. Barinthus tenía un aspecto espléndido. Se había dejado el pelo suelto, flotando como una segunda gabardina. Y sabía que alguien, probablemente mi tía, le había elegido la ropa. Cuando decidía por sí mismo, Barinthus era hombre de vaqueros y camiseta.
Galen y Barinthus eran dos de los más asiduos visitantes de la casa que mi padre tenía entre los humanos. Barinthus gozaba de poder entre los sidhe, era de la Corte Antigua. Los sidhe todavía comentaban su último duelo, mucho antes de mi nacimiento, en el cual un sidhe se había ahogado en una pradera, a muchos kilómetros de cualquier rastro de agua. Barinthus, como mi padre, nunca aceptó un duelo a no ser que se invocara mortalidad. No perdía el tiempo en nada inferior.
Galen me dejó en el suelo. Me dirigí a Barinthus, con las dos manos abiertas para saludar. Él sacó las manos de los bolsillos de la gabardina con cuidado, manteniéndolas cerradas hasta que pude poner mis manos entre las suyas. Tenía un tejido entre los dedos y se había puesto sensible al respecto desde que un periodista de los años cincuenta lo llamó el «hombre pez». Cuesta creer que alguien venerado antaño como un dios de los mares pudiera molestarse por el comentario de un periodista del siglo XX, pero así era. Barinthus no lo había olvidado nunca.