El tejido era completamente retráctil, sólo una fina capa de piel adicional entre sus dedos, a no ser que decidiera usarlo. Entonces, podía expandir la piel y nadar como… como, bueno, como un pez. Aunque esto no era un cumplido que se le pudiera decir en voz alta, nunca.
Tomó mis manos entre las suyas y se inclinó para darme un beso educado y bienintencionado en la mejilla. Le devolví el beso. A Barinthus le gustaba mostrarse educado en público. Su lado personal no era para consumo general, y tenía suficiente poder para asegurarse de que ni la reina podría hacerle cambiar de opinión. Los dioses, incluso los caídos, debían ser tratados con respeto. El periodista de los años cincuenta, el que había colocado el titular del hombre pez en el servicio mundial de noticias, había muerto en un accidente en una barca por el Mississippi aquel verano. El agua se alzó y cubrió la barca, según afirmaron los testigos. Lo más extraño que habían visto jamás.
Las cámaras continuaron tomando fotos. Nosotros seguimos ajenos a ellas.
– Me alegro de que hayas vuelto entre nosotros, Meredith.
– Yo también me alegro de verte, Barinthus. Espero que la corte sea lo bastante segura para convertir mi regreso en algo más que una visita.
Parpadeaba con el segundo párpado, lo cual, cuando no estaba nadando, era un indicio de nerviosismo.
– Esto deberás discutirlo con tu tía.
No me gustó cómo sonó la frase. Un periodista me plantó una pequeña grabadora en la cara.
– ¿Quién es usted?
El hecho de que tuviera que preguntarlo significaba que no llevaba mucho tiempo en el oficio.
Galen se metió en medio sonriendo, encantador. Abrió la boca para responder, pero otra voz llenó el bullicioso silencio.
– La princesa Meredith NicEssus, Hija de la Paz.
El hombre que había hablado se acercó desde las ventanas en las que permanecía apoyado.
– Jenkins, cómo me desagrada verte -dije.
Era un hombre delgado y alto, aunque no tanto como Barinthus. Jenkins tenía una sombra permanente en la cara, tan notable que una vez le pregunté por qué no se dejaba barba. Contestó que a su mujer no le gustaba el pelo en la cara. Yo le repliqué que no podía creer que alguien se hubiese casado con él. Jenkins había vendido fotos del cuerpo despedazado de mi padre. No en Estados Unidos, por supuesto, somos demasiado civilizados para eso, pero hay otros países, otros periódicos, otras revistas. Encontró quien comprara y publicara las fotos. Fue también él quien me sorprendió en el funeral e infiltró fotos mías con lágrimas en las mejillas, y unos ojos tan tristes que brillaban. Esta foto había sido nominada para un premio. No lo ganó, pero mi rostro y el cuerpo muerto de mi padre fueron noticias mundiales gracias a Jenkins. Todavía le odiaba por eso.
– He oído rumores de que vuelves de visita. ¿Te quedas todo el mes hasta Halloween? -preguntó.
– No puedo creer que alguien se arriesgue a perder el favor de mi tía por hablar contigo -dije, sin contestar a su pregunta. Tenía mucha práctica en pasar por alto las preguntas de la prensa.
Sonrió.
– Te sorprendería saber quién habla conmigo y sobre qué.
No me gustó su expresión, sonaba vagamente amenazadora, vagamente personal. No, no me gustó ni pizca.
– Bienvenida a casa, Meredith -dijo e hizo una reverencia leve pero elegante.
Lo que quería decirle no era correcto para el consumo público, y había demasiadas grabadoras. Si Jenkins estaba ahí, entonces los periodistas de la televisión no andarían muy lejos. Si no podía obtener una exclusiva, se aseguraría de que nadie la consiguiera.
No dije nada, lo dejé pasar. Me había estado provocando desde que era una niña. Sólo tenía unos diez años más que yo, pero parecía veinte años mayor, porque yo todavía aparentaba veintipocos. Yo quizá no iba a vivir siempre, pero me conservaba bien. Creo que esto molestaba de verdad a Jenkins, tener que hablar de gente que o bien no envejecía o lo hacía mucho más lentamente que él. Hubo momentos, cuando yo era más joven, en los que había encontrado consuelo en pensar que probablemente él moriría primero.
– Todavía apestas a cenicero, Jenkins. ¿No sabes que fumar reduce tu esperanza de vida?
Su semblante se endureció por el enfado. Bajó el tono de su voz y murmuró:
– Todavía eres la pequeña zorra del oeste, ¿verdad, Merry?
– Tengo una orden de alejamiento contra ti, Jenkins. Mantente a quince metros o llamaré a la policía.
Barinthus se acercó a nosotros y me ofreció su brazo. No tenía que decírmelo. Sabía que no me convenía ponerme a insultar a un periodista delante de otros. La orden de alejamiento se había establecido después de que Jenkins divulgara mi foto por todo el mundo. Los abogados de la corte habían encontrado a unos cuantos jueces que pensaban que en realidad Jenkins había abusado de una menor e invadido mi intimidad. Después de esto, se le prohibió hablar conmigo y tenía que mantenerse a quince metros de distancia.
Creo que el único motivo por el que Barinthus no había matado a Jenkins era que los sidhe lo habrían interpretado como una debilidad. Yo no era sólo una soberana sidhe, era la tercera en la línea sucesoria de la corte de la Oscuridad. Si no podía protegerme a mí misma de periodistas excesivamente entusiastas de su trabajo, no merecía el lugar que ocupaba. De modo que Jenkins se había convertido en mi problema. La reina nos había prohibido a todos hacer daño a la prensa después del pequeño accidente en aguas del Mississippi. Desgraciadamente, lo único que podía librarme de Barry Jenkins era su muerte. Si no lo mataba, se curaría y se arrastraría detrás de mí.
Le lancé un beso a Jenkins y pasé junto a él del brazo de Barinthus. Galen nos seguía, respondiendo las preguntas de la prensa. Captaba fragmentos de sus explicaciones: reunión familiar, las próximas vacaciones, bla, bla, bla. Barinthus y yo pudimos alejarnos de la prensa porque atacaba nuevamente a Galen. Entonces, pregunté algo en serio:
– ¿Por qué la reina me ha perdonado de golpe por haberme escapado de casa?
– ¿Por qué se pide que regrese a casa al hijo pródigo? -replicó.
– No me vengas con acertijos, Barinthus, limítate a contestar.
– No ha contado sus planes a nadie, pero insistió mucho en que regresaras a casa como invitada especial. Quiere algo de ti, Meredith, algo que sólo tú puedes darle, o algo que puedes hacer por ella o por la corte.
– ¿Qué podría hacer yo que los demás no puedan?
– Si lo supiera, te lo diría.
Me apoyé en Barinthus, desplazando una mano por su brazo e invocando un hechizo. Era un hechizo menor, se trataba de envolver un trozo de aire alrededor de nosotros para que rebotara el ruido. No quería que nos escucharan, y si estábamos siendo espiados por sidhe, nadie se extrañaría de que lo hiciera con reporteros a mi alrededor.
– ¿Y Cel? ¿Quiere matarme?
– La reina ha insistido mucho, a todo el mundo -puso énfasis en el «todo el mundo»- en que no se te debe molestar mientras permanezcas en la corte. Quiere que regreses entre nosotros, Meredith, y parece dispuesta a utilizar la violencia para cumplir su deseo.
– ¿Incluso contra su hijo? -pregunté.
– No lo sé. Pero ha cambiado algo entre ella y su hijo. No está contenta con él, y nadie sabe exactamente por qué. Me gustaría disponer de más información, Meredith, pero ni las mayores cotillas de la corte saben nada a este respecto. Todo el mundo tiene miedo de soliviantar a la reina o al príncipe. -Me tocó el hombro-. Sin duda, nos están espiando y sospecharán si mantenemos el hechizo de confusión sobre nuestras palabras.
Asentí y retiré el hechizo, arrojándolo al aire con un pensamiento. El ruido nos envolvió de nuevo, y me di cuenta de que habíamos tenido suerte de no chocar con nadie, lo cual habría destrozado el hechizo. Por supuesto, estaba caminando con un semidiós de más de dos metros de altura y de pelo azul, y eso contribuía a abrir paso. A algunos sidhe les gustaban los fans, pero Barinthus no era uno de ellos, y una simple mirada de aquellos ojos bastaba para que casi todo el mundo retrocediera.