Barinthus continuó con un tono excesivamente cariñoso.
– Te llevaremos desde aquí a casa de tu abuela. -Bajó la voz-. Aunque no sé cómo conseguiste que la reina aceptara que visitaras a familiares antes de presentarle sus respetos.
– Invoqué derechos de virgen, que es el motivo por el que me llevas al hotel para registrarme y cambiarme de ropa.
Estábamos en la zona de recogida de maletas, contemplando el brillo de la cinta vacía que no cesaba de girar.
– Nadie ha invocado derechos de virgen entre las sidhe desde hace muchos siglos.
– No importa cuánto tiempo haga, Barinthus, continúa siendo nuestro derecho.
Barinthus me sonrió.
– Siempre has sido inteligente, incluso de pequeña, pero al crecer te has hecho más astuta.
– Y cauta, no lo olvides, porque sin precaución, la astucia sólo sirve para que te maten.
– Es una observación cínica, pero verdadera. ¿Nos has echado de menos, Meredith, o te gustó liberarte de todo esto?
– Podría pasar sin parte de la política, pero… -Le cogí el brazo-. Te he echado en falta, a ti, y a Galen, y… tu hogar no es algo que puedas escoger y determinar, Barinthus. Es el que es.
Él se inclinó hacia mí y me susurró:
– Quiero que vuelvas, pero tengo miedo por ti.
Miré a aquellos ojos maravillosos y sonreí.
– Yo también.
Galen llegó saltando hasta nosotros; colocó un brazo encima de mis hombros y el otro alrededor de la cintura de Barinthus.
– ¡Una gran familia feliz!
– No seas frívolo, Galen -dijo Barinthus.
– ¡Vaya! -replicó Galen-, han decaído los ánimos. ¿De qué hablabais a mi espalda?
– ¿Dónde está Doyle? -pregunté.
La sonrisa de Galen se difuminó.
– Se ha ido a informar a la reina. -Sonrió de nuevo-. Ahora nos interesa tu seguridad.
Debió pasar algo por mi cara, o por la de Barinthus, porque Galen preguntó:
– ¿Qué pasa?
Miré a la superficie espejada de la cinta de maletas y vi que Jenkins estaba al otro lado de la barrera. Se mantenía apartado, a quince metros, más o menos. Sin duda, lo suficientemente lejos para que no pudieran detenerle.
– Aquí no, Galen.
Galen también miró y vio a Jenkins.
– Te odia, ¿verdad?
– Sí -contesté.
– Nunca he comprendido su animadversión hacia ti -afirmó Barinthus-. Creo que cuando eras una niña ya te aborrecía. -Parece que se ha convertido en algo personal, ¿verdad? -¿Sabes por qué es tan personal para él? -preguntó Galen, y había algo en la manera de preguntar que me hizo desviar la mirada, eludir sus ojos.
Mi tía había decretado, años antes de mi nacimiento, que no podíamos utilizar nuestros poderes más oscuros delante de un miembro de la prensa. Yo rompí esta norma sólo una vez, para gratificación personal de Jenkins. Mi única excusa era que tenía dieciocho años cuando murió mi padre. Dieciocho cuando Jenkins difundió mi dolor por todo el mundo. Yo había tirado de sus más lúgubres temores y se los había colocado ante los ojos. Le había hecho gritar y rogar. Le había convertido en un cuerpo tembloroso junto a una solitaria carretera rural. Durante algunos meses, había sido más agradable, educado; después regresó para vengarse. Más mezquino, más severo, más deseoso de hacer cualquier cosa por conseguir un reportaje. Me había contado que la única manera que tenía de pararle era matarle. No le había domesticado, lo había hecho más salvaje. Jenkins fue quien me enseñó la lección de que o matas a tus enemigos o les dejas en paz.
Mi maleta fue una de las primeras en salir por la cinta. Galen la cogió.
– Tu carroza te espera, querida.
Lo miré. Si hubiese sido sólo Galen, lo hubiese podido creer, pero Barinthus no haría un ardid publicitario, y una carroza era sin duda un ardid.
– La reina Andais envió su propio coche personal para ti -dijo Barinthus.
Mi mirada paseó del uno al otro.
– ¿Ha enviado la carroza negra de cacería para mí? ¿Por qué?
– Hasta que oscurezca -dijo Barinthus-, es simplemente un coche, una limusina. Y que tu tía te lo haya ofrecido a ti, conmigo como chófer, es un gran honor que no debe despreciarse.
Me acerqué a él y bajé la voz como si pudieran oírnos los periodistas que aguardaban. No podía continuar invocando magia para esconder nuestras palabras porque, aunque no lo podía percibir, nada me aseguraba que no estábamos siendo espiados.
– Es un honor desmesurado, Barinthus. ¿Qué pasa? Normalmente, mis familiares no me dan un trato real.
Me miró, y permaneció callado tanto tiempo que pensé que no respondería.
– No sé, Meredith -dijo finalmente.
– Ya hablaremos en el coche -dijo Galen, riendo y saludando a la prensa.
Nos condujo a las puertas automáticas. La limusina nos esperaba como un tiburón negro. Hasta las ventanas estaban polarizadas de negro, de manera que impedían ver el interior.
Me detuve en el pasillo lateral. Los dos hombres caminaron a mi lado, después se detuvieron, mirándome.
– ¿Qué pasa? -preguntó Galen.
– Me preguntaba quién puede haber entrado en el coche mientras estábamos en el aeropuerto.
Se miraron uno al otro, y después nuevamente a mí.
– El coche estaba vacío cuando lo dejamos aquí -dijo Galen. Barinthus era más práctico.
– Doy mi palabra más solemne de que, a mi conocimiento, el coche está vacío.
Le sonreí, pero no era una sonrisa feliz.
– Siempre has sido cauto.
– Digamos que no doy mi palabra sobre cosas que no puedo controlar.
– Como los caprichos de mi tía -dije.
Se inclinó un poco y su cabello se convirtió en una cortina multicolor.
– Efectivamente.
Mi tía había elegido bien. Había tres veces tres veces tres guardaespaldas reales. Veintisiete guerreros dedicados a cualquier deseo de mi tía. De éstos, los dos en los que confiaba más estaban de pie a mi lado. Andais quería que me sintiera segura. ¿Por qué? Mi seguridad o falta de seguridad nunca le había interesado anteriormente. Recordé las palabras de Barinthus. La reina quería algo de mí, algo que sólo yo podía ofrecerle, o hacer por ella o por la corte. La pregunta era ¿qué era eso que sólo yo podía hacer? No se me ocurría nada que sólo yo pudiese ofrecerle.
– A1 coche, niños -dijo Galen con una sonrisa que mostró sus dientes apretados.
Había una furgoneta de la televisión a cierta distancia, atrapada en el tránsito pero que se iba acercando. Si nos bloqueaban la salida, lo cual había sucedido en el pasado, tendríamos otros problemas además de mi paranoia, al margen de lo justificada que estuviera.
Barinthus se sacó las llaves del bolsillo y apretó un botón del llavero. El maletero se abrió con un zumbido de aire, como si hubiera estado herméticamente cerrado. Galen puso mi maleta en su interior y extendió la mano para que le pasara el bolso.
Negué con la cabeza.
– Lo llevaré yo.
Galen no preguntó por qué: lo sabía, o se lo podía imaginar. No habría vuelto a casa desarmada.
Barinthus me sostenía la puerta trasera.
– La furgoneta de la tele no tardará, Meredith. Si tenemos que hacer una, ¿cómo la llaman?, huida limpia, hay que hacerla ahora.
Di medio paso hacia aquella puerta abierta y me detuve. La tapicería era negra. Todo era negro. El coche tenía una historia demasiado larga para no hacer sonar todos mis timbres psíquicos. El poder de aquella puerta abierta me impregnó la piel y me erizó el pelo de los brazos. Era la carroza negra de la cacería. Aunque no había trampas esperando en su interior, era un objeto de poder salvaje, y ese poder fluía sobre mí.
– Por favor, Merry -dijo Galen. Pasó por delante de mí y se metió en la oscuridad del coche. Se metió en él y volvió a salir. Me mostró su mano pálida-. No muerde, Merry.