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– ¿Otros hombres para que tengan relaciones sexuales con él? -pregunté.

Negó con la cabeza.

– No, conmigo.

Nos miró, como esperando un grito de horror. O que la llamásemos puta. Lo que vio la tranquilizó. Todos sabíamos poner cara de circunstancias cuando lo necesitábamos. Por lo demás, el sexo en grupo parecía poca cosa después de saber que mostraba a su mujer fotos de las amantes y le explicaba los detalles. Esto era nuevo. El sexo en grupo había existido mucho antes que las cámaras Polaroid.

– ¿Eran siempre los mismos hombres? -preguntó Jeremy.

Negó con la cabeza.

– No, pero todos se conocían. Quiero decir que no era como sui invitara al primero que pasaba por la calle.

Sonaba como si se defendiera, como si eso hubiese sido mucho peor.

– ¿Hubo algunas repeticiones? -preguntó Jeremy.

– Hubo tres hombres que vi en más de una ocasión.

– ¿Conoce sus nombres?

– Sólo sus nombres de pila: Liam, Donald y Brendan.

Parecía estar muy segura de los nombres.

– ¿Cuántas veces vio usted a estos tres hombres?

Rehusaba mirarnos a los ojos.

– No lo sé. Muchas veces.

– ¿Cinco veces -preguntó Jeremy-, seis, veintiséis?

Levantó la cabeza, sobresaltada.

– No llegó a veinte veces, no fueron tantas.

– ¿Entonces, cuántas? -preguntó.

Tal vez ocho, quizá diez, pero no más.

Le parecía importante que no hubieran sido más de diez. ¿Era el número límite mágico? ¿Acaso ella era peor si lo hacía diez veces que si lo hacía sólo ocho?

– ¿Y el sexo en grupo, cuántas veces?

Volvió a suspirar.

– ¿Por qué necesita saberlo?

– Ha sido usted quien lo ha llamado un ritual, no nosotros -dijo Jeremy-. De momento no hay mucho de ritual en esto, pero los números pueden tener un significado mágico. El número de hombres dentro del círculo. El número de veces que usted estuvo dentro del círculo con más de un hombre. Créame, señorita Phelps, no es así como me divierto.

Volvió a bajar la vista.

– No quería insinuar…

– Sí, lo ha insinuado -dijo Jeremy-, pero comprendo por qué recela de cualquier hombre, humano o no. -Vi aquella idea en el rostro de Jeremuy-. ¿Todos los hombres eran humanos?

– Donal y Liam tienen ambos orejas en punta, pero aparte de esto, todos parecían humanos.

– ¿Donald y Liam estaban circuncidados? -pregunté.

Su voz salió en un impulso apresurado, se le colorearon de nuevo las mejillas.

– ¿Por qué necesita saberlo?

– Porque un verdadero duende tendría centenares de años, y nunca he oído hablar de duendes judíos, de manera que si fueran duendes no estarían circuncidados.

Me miró.

– Oh -dijo. Entonces reflexionó sobre la pregunta del principio-. Liam lo estaba, pero Donald, no.

– ¿Qué aspecto tenía Donald?

– Alto, musculoso, como un levantador de pesas, con el pelo rubio hasta la cintura.

– ¿Era guapo? -pregunté.

Tuvo que pensar la respuesta.

– Apuesto, no guapo. Apuesto.

– ¿De qué color tenía los ojos?

– No me acuerdo.

Si hubieran sido de una de las tonalidades poderosas de las que los duendes son capaces de tener, se habría acordado. Si no fuera por las orejas en forma de punta, podría haber sido cualquiera de las decenas de hombres de la corte de la Luz. Sólo había tres rubios en la corte de la Oscuridad, y ninguno de mis tres tíos levantaba pesas. Tenían que cuidar mucho las manos para no rasgar los guantes quirúrgicos que siempre llevaban puestos. Los guantes conservaban el veneno que segregaban sus manos por naturaleza al rozar con los demás. Habían nacido malditos.

– ¿Reconocería a este Donald si volviera a verlo?

– Sí.

– ¿Había algo en común en los tres hombres? -preguntó Jeremy.

– Todos tenían el pelo largo igual que él, hasta los hombros o más largo.

Pelo largo, posibles implantes de cartílagos en las orejas, nombres célticos… a mí me sonaba a aspirantes. Nunca había oído hablar de culto sexual de aspirantes de duende, pero no hay que minusvalorar la capacidad de la gente de corromper un ideal.

– Bueno, señorita Phelps -dijo Jeremy-. ¿Y qué me dice de tatuajes, símbolos escritos en sus cuerpos o alguna pieza de joyería que llevaran todos?

– No tenían.

– ¿Los vio sólo de noche?

– No, a veces por la tarde, a veces de noche.

– ¿En ningún momento concreto del mes, por ejemplo en vísperas de fiesta? -preguntó Jeremy.

Noemí torció el gesto.

– Le he estado viendo durante un período de poco más de dos meses. No ha habido festivos, ni ninguna época especial.

– ¿Mantuvo relaciones sexuales con él o con los demás un número fijo de veces a la semana?

Tuvo que reflexionar sobre esta pregunta, pero finalmente sacudió la cabeza.

– Eso dependía.

– ¿Cantaban o tocaban? -preguntó Jeremuy.

– No -dijo.

No me parecía estar ante un ritual.

– ¿Por qué usó el término ritual, señorita Phelps? ¿Por qué no dijo hechizo?

– No lo sé.

– Sí lo sabe -dije-. Usted no es una profesional. No creo que utilizar el término ritual sin motivo. Piénselo un momento. ¿Por qué esta palabra?

Reflexionó sobre esto, con la mirada perdida y el ceño fruncido. Me miró.

– Le oí hablar por teléfono una noche. -Miró hacia abajo, después levantó el mentón, nuevamente desafiante, y me di cuenta de que no le gustaba lo que se disponía a decir-. Me ató a la cama, pero dejó la puerta un poco entreabierta. Le oí hablar. Dijo: “El ritual estará bien esta noche”. A continuación bajó la voz y no pude oírle, y después añadió: “Los desentrenados se cansan muy fácilmente”.

– me miró-. No era virgen cuando nos conocimos. Tenía… experiencia. Antes de conocerle pensaba que era buena en la cama.

– ¿Qué le hace pensar que no lo es? -pregunté.

– Me dijo que no era lo bastante buena para satisfacerle con relaciones sexuales normales, que necesitaba maltratarme para darle morbo, para no aburrirse.

Intentaba mostrarse desafiante, pero no lo conseguía. El dolor asomaba a sus ojos.

– ¿Estaba enamorada de él? -Intenté preguntarlo con elegancia.

– ¿Qué importa eso?

Frances le tomó la mano y la sostuvo en su regazo.

– Está bien, Naomi. Quieren ayudarnos.

– No veo qué tiene que ver el amor con todo esto -dijo.

– Si está enamorada de él, entonces será más difícil librarla de su influencia, eso es todo -dije.

Al parecer no advirtió que había cambiado al presente.

Contestó a la pregunta:

– Pensaba que le quería.

– ¿Todavía le quiere? -No me gustaba tener que preguntarlo, pero teníamos que saberlo.

Naomi cogió la pequeña mano de la otra mujer entre las suyas, hasta que los nidillos se le pusieron blancos de tanto apretar. Finalmente las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro.

– No le quiero, pero… -Tuvo que respirar profundamente en diversas ocasiones antes de poder acabar-. Si lo veo y me pide sexo, no puedo decirle que no. Incluso cuando es horrible y me hace daño, ese sexo es mejor que cualquier cosa que haya sentido antes. Puedo decir que no por teléfono, pero si aparece, le dejo… quiero decir, me defiendo si me pega, pero si es durante el sexo… Todo se me confunde.

Frances se levantó y se puso detrás de la silla de la otra mujer, extendiendo la mantita ante ellas dos, mientras la abrazaba por detrás. Hizo unos ruidos tranquilizadores, besándole la cabeza como se hace con un niño.

– ¿Se ha estado escondiendo de él? -pregunté.

Asintió.

– Sí, pero Frances… A ella la puede encontrar se esconda donde se esconda.

– Sigue el hechizo -afirmé.

Las dos mujeres asintieron como si se lo hubieran imaginado ellas mismas.