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No podía pensar, no podía acordarme de por qué no debíamos hacerlo.

– No puedo pensar -dije en voz alta.

– No pienses -dijo Galen.

Bajó su cara hacia mis pechos. Los besó suavemente y me lamió los pezones.

Le puse una mano sobre el pecho y lo aparté. Estaba encima de mí, con un brazo a cada lado de mi torso, con las piernas estiradas y su cuerpo sobre el mío.

– Algo va mal -protesté-. No deberíamos hacerlo.

– Nada va mal, Merry.

Intentó bajar su cara a mis senos, pero puse mis manos sobre su pecho para mantenerlo apartado.

– Sí, algo va mal.

– ¿El qué? -preguntó.

– Ése el problema, que no me acuerdo. No me acuerdo, Galen, ¿lo entiendes? No me acuerdo. Debería acordarme.

Frunció el entrecejo.

– Hay algo -insistí.

Negó con la cabeza.

– ¿Por qué estamos en la parte trasera de este coche? -pregunté.

Galen se separó de mí y se sentó con los pantalones todavía sin abrochar, y las manos en el regazo.

– Vas a ver a tu abuela.

Volví a ponerme el sujetador en su sitio y me senté, corriéndome hacia mi lado del coche.

– Sí, está bien.

– ¿Lo que acaba de pasar? -preguntó.

– Es un hechizo, creo -dije.

– No hemos bebido vino ni hemos comido nada.

Miré el negro interior del coche.

– Está aquí en alguna parte. -Empecé a mover las manos por el borde del asiento-. Alguien lo ha puesto aquí dentro, y no ha sido el coche.

Galen desplazó sus manos por el techo, buscando.

– Si hubiéramos hecho el amor…

– Mi tía nos hubiera ejecutado.

No le hablé de Doyle, pero tenía serias dudas de que la reina me dejara mancillar a dos de sus guardias en otros tantos días sin ser castigada por ello.

Encontré una protuberancia debajo de la alfombrilla negra del suelo. La levanté delicadamente, con cuidado de no dañar el coche. Lo que encontré fue una cuerda con un anillo de plata atado a un extremo. El anillo era el anillo de la reina, uno de los objetos mágicos que los elfos pudieron llevarse de Europa durante el gran éxodo. El anillo era un objeto de gran poder que había permitido que la magia de la cuerda actuara sin tocar ninguna de nuestras pieles ni ser invocada.

Levanté el anillo para examinarlo.

– Lo he encontrado, y lleva su anillo.

Los ojos de Galen se abrieron como platos.

– La reina nunca se quita este anillo. -Cogió la cuerda de mí, tocando los filamentos de diversos colores-. Rojo por la lujuria, naranja por el amor temerario, pero ¿por qué verde? Normalmente, el verde está reservado para encontrar a un compañero monógamo. No deberían mezclarse nunca estos colores.

– Esto es una locura, incluso para Andais. ¿Por qué invitarme a casa para ser su huésped de honor y prepararme para la ejecución de camino a la corte? No tiene ningún sentido.

– Nadie podría haber obtenido este anillo sin su permiso, Merry.

Un objeto blanco salía de entre el asiento y la parte trasera. Me acerqué a él y vi que era medio sobre.

– No estaba aquí antes -dije.

– No, no lo estaba -confirmó Galen. Cogió el suéter del suelo y se lo puso.

Tiré del sobre, y sentí que algo estaba tirando del otro extremo; manteníamos una especie de pulso. Se me aceleró el corazón, pero cogí el sobre. Tenía mi nombre escrito con una bella caligrafía, la letra de la reina.

Se lo mostré a Galen mientras continuaba vistiéndose.

– Será mejor que lo abras -dijo.

Le di la vuelta y encontré el sello de la reina en lacre negro, sin romper. Rompí el sello y saqué una única hoja gruesa.

– ¿Qué dice? -preguntó Galen.

Se lo leí en voz alta.

– «A la Princesa Meredith NicEssus. Acepta este anillo como un regalo y una muestra de cosas por venir. Lo quiero ver en tu mano cuando nos encontremos». Incluso lo ha firmado.

– Miré a Galen-. Esto cada vez tiene menos sentido.

– Mira -dijo.

Miré hacia donde estaba señalando, y vi un bolsito de terciopelo que asomaba por el asiento y que no estaba ahí en el momento de coger el sobre.

– ¿Qué pasa?

Galen puso el bolsito a la vista, delicadamente. Era muy pequeño, y sólo contenía un trozo de seda negra.

– Déjame ver el anillo -dijo.

Saqué el anillo de la cuerda y lo puse en la palma de mi mano. El frío metal se entibió en mi mano. Esperaba con tensión que se calentara más, pero era sólo un calor delicado. O era una parte del encanto del anillo o… Le pasé el anillo a Galen.

– Cógelo con la palma de tu mano y dime lo que sientes.

Galen cogió el anillo entre dos dedos y lo puso en su otra mano. Vi la pesada joya octagonal brillando delicadamente en su palma. Nos sentamos y miramos el anillo durante unos segundos. No pasó nada.

– ¿Está caliente? -pregunté.

Galen me miró, levantando las cejas.

– ¿Caliente? No, ¿debería estarlo?

– No para ti, según parece.

Envolvió el anillo con el trozo de seda y lo depositó en el bolsito de terciopelo. Cabía perfectamente, pero no había espacio para la pesada cuerda. Me miró.

– No creo que la reina provocara el hechizo. Creo que puso este anillo aquí como un regalo para ti, como dice la nota.

– Entonces alguien añadió el hechizo -dije.

Asintió.

– Era un hechizo muy sutil, Merry. Casi no lo notamos.

– Sí, casi pensé que se trataba de mí. Si hubiese sido algún hechizo de lujuria, lo habríamos percibido mucho antes.

No había tanta gente en la corte de la Oscuridad capaz de llevar a cabo un hechizo de amor tan sofisticado. El amor no era nuestra especialidad; la lujuria, sí.

Galen se hizo eco de mis pensamientos.

– Sólo hay tres, o quizá cuatro, personas en toda la corte que puedan hacer este hechizo. Si me lo hubieses preguntado, te habría dicho que ninguna de ellas desea tu mal. Puede que no todos te quieran, pero no son tus enemigos.

– O no lo eran hace tres años -dije-. La gente cambia de opinión y forma nuevas alianzas.

– No he observado nada distinto -dijo Galen.

No pude reprimir la sonrisa.

– Lo dices como si fuera extraordinario que no te dieras cuenta de los tejemanejes políticos en la sombra.

– De acuerdo, de acuerdo, no soy un animal político, pero Barinthus sí lo es, y nunca ha mencionado que haya habido un cambio de sentimientos importante entre las partes neutrales de la corte.

Extendí la mano para coger el anillo. Galen me dio el bolso. Lo cogí y me lo puse en la palma. Incluso antes de que tocara mi piel, noté el calor que desprendía. Envolví el anillo con la mano y cerré con fuerza el puño. El calor aumentó. El anillo, el anillo de mi tía, el anillo de la reina, respondía a mi carne. ¿Le gustaría esto a nuestra reina o la enfurecería? Si no quería que el anillo me reconociera, ¿por qué me lo habría dado?

– Pareces satisfecha -dijo Caten-. ¿Por qué? Acabas de ser víctima de un intento de asesinato; te acuerdas, ¿verdad?

Estaba observando mi rostro, como si intentara desentrañar mis pensamientos.

– El anillo se calienta cuando lo toco, Galen. Es una reliquia de poder y me reconoce. -El asiento se sacudió bruscamente debajo de mí y me hizo saltar-. ¿Lo has notado?

Galen asintió.

– Sí.

La luz del techo se encendió y salté de nuevo.

– ¿Lo has hecho tú? -pregunté.

– No.

– Yo tampoco -dije.

Esta vez vi el asiento de piel tirando el objeto al aire. Fue como ver algún objeto vivo sacudiéndose de forma repentina. Se trataba de una joya pequeña y de plata. Casi temía tocarla, pero el asiento continuó sacudiéndose hasta que el objeto quedó a la luz, y de inmediato vi que era un gemelo.

Galen lo cogió. Su rostro se ensombreció, y me lo entregó. El gemelo tenía la letra C perfilada con unas líneas maravillosas.