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Me acerqué y le dije:

– La imagen que tienes en la cabeza de su cuerpo desnudo… Empezó a protestar, pero sus palabras se apagaron. Tenía los ojos muy abiertos y se lamía el labio inferior. Finalmente, se limitó a asentir.

– No le estás haciendo justicia -añadí.

Sus ojos se abrieron más, y miró a Barinthus mientras éste permaneció al lado de los ascensores.

Yo todavía observaba sus emociones. Me ocurría a veces, era como captar al vuelo trozos de programas de televisión o de radio. Pero mi banda era estrecha: imágenes de deseo, principalmente. Imágenes de placer al azar, y sólo de humanos. Nunca capté nada de ningún otro elfo. Jamás he comprendido por qué.

– ¿Quieres que le pida que se saque el abrigo para que lo veas mejor?

Esto le hizo ruborizarse, y la imagen que había construido en su cabeza se destruyó por el peso de la vergüenza. Su mente se convirtió en una maraña de confusiones. Me había liberado de sus pensamientos, de sus emociones.

Uno de los antiguos dioses de la fertilidad de la corte de la Luz me había dicho que poder ver las imágenes lujuriosas de otra gente era un arma útil si estabas buscando sacerdotes y sacerdotisas para tu templo. La gente con un gran deseo podía ser útil en ceremonias, la energía sexual se aprovechaba y se magnificaba para transmitir su deseo a otros. Una vez pensé que el placer era equivalente a la fertilidad. Desgraciadamente, no era así.

Si la lujuria equivaliese a la reproducción, los elfos ya habrían poblado el mundo, al menos eso dicen las antiguas historias. La mujer del mostrador se habría llevado una decepción si se hubiera enterado de que Barinthus era célibe. Si él se hubiera quedado en el hotel, podría haberle advertido acerca de ella. La mujer me dio la sensación de ser capaz de presentarse en su habitación en plena noche. Pero al caer la noche Barinthus ya habría vuelto a la loma. Ningún problema.

Jenkins estaba de pie al lado de los ascensores, recostado en la pared, riendo. Intentaba hablar con Barinthus cuando Galen y yo nos dirigimos hacia ellos. Barinthus hacía caso omiso de él, como sólo puede hacerlo una divinidad, con un desprecio absoluto, como si la voz de Jenkins fuese el zumbido de un insecto insignificante. Iba más allá del desprecio. Era como si, para Barinthus, el reportero no existiera en absoluto.

Era una habilidad de la que carecía, y le envidiaba.

– Bueno, Meredith, qué gracioso encontrarte aquí. -Jenkins se las apañó para que su voz sonara agradable y cruel a un tiempo.

Intenté no hacerle caso, pero sabía que si el ascensor no llegaba pronto no lo conseguiría.

– Merry Gentry, la verdad es que no es un apellido muy original.

Se me ocurrió algo y me volví hacia él mostrando una dulce sonrisa.

– ¿Crees que utilizaría un apellido tan obvio si me preocupara lo más mínimo que alguien me descubra?

La duda recorrió su semblante. Se enderezó y se alejó hasta quedar fuera del alcance de mi brazo.

– ¿Quieres decir que no te importa que publique tu mote? -Barry, no me importa lo que publiques, pero creo que estás a medio metro de mí. -Miré a la sala de estar-. En realidad, no creo que haya en este vestíbulo nada que esté a más de quince metros de mí. -Me dirigí a Galen-: ¿Podrías pedirle por favor a la conserje que llame a la policía -miré a Jenkins- y que les diga que me están acosando?

– Será un placer -dijo Galen. Se dirigió al mostrador.

Barinthus y yo nos quedamos allí con el equipaje. Jenkins dejó de mirarme a mí y miró a Galen.

– No me harán nada.

– Ya lo veremos, ¿verdad? -dije.

Galen estaba hablando con la misma conserje que había mirado a Barinthus. ¿Se estaría imaginando a Galen desnudo, ahora? Me gustaba estar al otro lado del vestíbulo y fuera de peligro de un contacto accidental. Poder sentir a intervalos el deseo de la gente quizá resultara útil para reclutar sacerdotisas, pero dado que yo no tenía ningún templo, era simplemente irritante.

Jenkins me miraba.

– Me alegro de que hayas vuelto a casa, Meredith, me alegro mucho.

Sus palabras eran suaves, pero su tono destilaba veneno. Su odio hacia mí era casi palpable.

Ambos vimos que la conserje levantaba el teléfono. Dos hombres jóvenes, uno con una placa que decía «Ayudante de Dirección», y otro con una placa que sólo indicaba su nombre, empezaron a caminar hacia nosotros.

– Barry, creo que van a echarte. Pásatelo bien esperando a la policía.

– Ninguna orden judicial me va a apartar de ti, Meredith. Las manos me pican cuando estoy cerca de una noticia. Cuanto mejor es la noticia, más me pican. Siento ganas de rascarme cada vez que estoy cerca de ti, Meredith. Se avecina algo importante, y lo siento a tu alrededor.

– Vaya, Barry, ¿cuándo te convertiste en profeta?

– Una tarde cerca de una carretera local -dijo. Se me acercó tanto que percibí su aftershave bajo el olor a tabaco-. Tuve lo que podría llamarse una revelación, y desde entonces he tenido este don.

Los empleados del hotel ya casi habían llegado. Jenkins se inclinó tanto que, a distancia, debió parecer como un beso. Murmuró:

– Los dioses enloquecen primero a quienes quieren destruir. Los empleados lo agarraron por los brazos y lo apartaron de mí. Jenkins no se opuso.

Galen dijo:

– Lo retendrán en el despacho del gerente hasta que llegue la policía. No van a detenerlo, Merry, ya lo sabes.

– No, Missouri no tiene leyes de acoso todavía.

Tuve una idea divertida. Si consiguiera que Jenkins me siguiera hasta California, la cosa sería diferente. Hay leyes de acoso muy estrictas en el condado de Los Ángeles. Si Jenkins se ponía demasiado pesado, quizá trataría de atraerlo a donde lo que acababa de hacer le costaría una estancia en la cárcel. Me besó contra mi voluntad en público -o de eso podía acusarle- ante testigos imparciales. En un marco jurídico adecuado, esto le convertía en un chico muy malo.

Se abrieron las puertas del ascensor. Fantástico, justo cuando ya no necesitaba que me rescataran. Las puertas del ascensor se cerraron, dejándonos solos en la cabina. Todos nos concentramos en nuestros reflejos en el espejo, pero Galen rompió el silencio.

– Jenkins no aprenderá nunca. Después de lo que le has hecho, pensarás que te tiene miedo.

Vi que mi reflejo mostraba sorpresa y mis ojos se ensanchaban. Cuando me recuperé, era demasiado tarde.

– Eso era una conjetura -afirme.

– Pero correcta -dijo Calen.

– ¿Qué le has hecho, Meredith? -preguntó Barinthus-. Conoces las reglas.

– Conozco las reglas.

Empecé a caminar hacia el pasillo, pero Galen me detuvo, colocando una mano sobre mi hombro.

– Somos los guardaespaldas. Deja que uno de nosotros te preceda.

– Perdón, he perdido la costumbre -expliqué.

Barinthus dijo:

– Recupera la costumbre rápidamente. No quiero que resultes herida por no haberte escondido detrás de nosotros. Nuestro trabajo es asumir los riesgos y mantenerte a salvo.

Apretó el botón de apertura de la puerta.

– Lo sé, Barinthus.

– Y aun así ibas a salir al pasillo -dijo.

Galen miró a ambos lados con mucho cuidado y a continuación, salió del ascensor.

– No hay nada.

Hizo una pequeña reverencia. La trenza resbaló sobre su hombro hasta tocar el suelo. Recuerdo cuando su pelo se derramaba como una cascada verde hasta sus pies. Había una parte de mí que pensaba que así es como debería ser el cabello de un hombre. Lo bastante largo para tocar el suelo. Suficientemente largo para cubrir mi cuerpo como una sábana de seda al hacer el amor. Lloré cuando se lo cortó, pero no era asunto de mi incumbencia.

– Levántate, Galen. -Empecé a caminar por el pasillo, con la llave en la mano.

Estaba de pie y corría y danzaba por el pasillo para ponerse delante de mí.