Caminé hacia adelante y hacia atrás con zapatos granates de tacón. En realidad eran de sólo cinco centímetros, por si tenía que moverme con rapidez. Además, con un vestido tan largo, la gente no se daría cuenta de lo altos, o lo bajos, que eran. En la tienda donde había comprado el vestido me lo arreglaron para que quedara bien con los zapatos. Con una altura de un metro y medio, no puedes llevar tacones de cinco centímetros y no necesitar que te arreglen el dobladillo del vestido.
Finalmente, me puse las joyas. El collar era de metal antiguo, oscurecido hasta casi parecer negro, con sólo destellos escondidos del verdadero color de la plata. Las piedras eran granates. Deliberadamente, no había limpiado el metal, para que conservara su color oscuro. Pensé que el granate destacaba en la plata vieja.
Me había tomado la molestia de rizarme las puntas del cabello para que me quedara sobre los hombros. Brillaba con un rojo tan oscuro como el de las piedras del collar. El vestido color burdeos daba un brillo similar a mi cabello.
No sabía si mi tía me permitiría conservar las armas. Probablemente, no me retarían a duelo en mi primera noche, teniendo en cuenta que mi presencia respondía a una petición especial de la propia reina, pero… siempre es mejor ir armado. Hay elementos de la corte que no son reales y que no participan en duelos. Son elementos que han sido siempre del Huésped (los monstruos de nuestra raza, de nuestra especie) y no razonan como hacemos nosotros. En ocasiones, por un motivo que nadie puede explicar, uno de los monstruos ataca. Cualquiera puede morir antes de que se le pueda detener.
¿Por qué mantener entonces estos inestables horrores? Muy sencillo, porque la única regla que ha habido siempre en la corte de la Oscuridad es que todos son bienvenidos. No se puede rechazar a nadie, ni a nada. Somos el fondo oscuro de pesadillas demasiado malvadas, demasiado retorcidas, para la claridad de la corte de la Luz. Es así, siempre ha sido así y siempre lo será. Aunque ser aceptado en la corte no significa ser aceptado como sidhe. Tanto Sholto como yo podíamos atestiguarlo.
Volví a mirarme al espejo y añadí un último toque de lápiz de labios. Puse el lápiz de labios en el monederito bordado con lentejuelas, que hacía juego con el vestido. ¿Qué quería la reina de mí? ¿Por qué había insistido en que regresara? ¿Por qué en ese momento? Dejé escapar un largo suspiro, mirando cómo el satén se levantaba y volvía a caer en mi pecho. Todo brillaba en mí: la piel, los ojos, el cabello, los reflejos de las gemas granates en mi cuello. Tenía un aspecto fantástico. Hasta yo lo admitía. Lo único que revelaba que no era pura sidhe era mi estatura. Sencillamente, era demasiado baja para ser uno de ellos.
Metí un cepillo junto con el lápiz de labios en mi bolso, luego me tocó decidir si coger más maquillaje para retocarme durante la noche o un aerosol de defensa personal. Entre más maquillaje o más armas hay que escoger siempre las armas. Sólo el hecho de que uno se debata entre estas dos posibilidades demuestra que va a necesitar más las armas.
24
Los sithen, los promontorios del país de los elfos, se levantaban entre la tenue luz, pequeñas montañas de terciopelo que se recortaban contra un cielo anaranjado. La luna de plata ya estaba en lo alto, brillando con un resplandor argentino. Respiré hondo varias veces en aquel aire frío y cortante. En ocasiones, en California, te levantabas por la mañana con un aire que parecía de otoño, y tenías que ponerte pantalones y un jersey ligero hasta el mediodía. Algunas hojas caerían esporádicamente al suelo, sin ningún orden, y habría pequeños montículos de hojas marrones secas que, en determinadas mañanas, bailarían una extraña danza a ras de suelo, empujadas por un viento que parecía de octubre. Luego, al mediodía, tenías que ponerte pantalones cortos y te sentías como en el mes de junio.
Pero ésta era la realidad. El aire era frío, aunque no demasiado. El viento que soplaba a nuestra espalda olía a campos de maíz seco y al perfume oscuro y crujiente de las hojas moribundas.
Si hubiera podido llegar a casa en octubre y ver sólo a la gente que deseaba ver, me habría gustado. Otoño era mi estación favorita, y octubre mi mes preferido.
Me detuve en el camino, y los dos hombres se detuvieron conmigo. Barinthus me miró y arqueó las cejas.
– ¿Qué pasa? -preguntó Galen.
– Nada -dije-, absolutamente nada. -Volví a respirar profundamente el aire de otoño-. El aire nunca huele así en California.
– Siempre te ha gustado el mes de octubre -dijo Barinthus.
Galen sonrió.
– Os llevé a ti y a Keelin a recorrer las casas en la noche de Halloween hasta que fuiste demasiado mayor para ello.
Negué con la cabeza.
– Nunca he sido demasiado mayor. Simplemente, mi encanto se hizo lo bastante poderoso para esconder mi verdadera esencia. Keelin y yo íbamos solas cuando cumplí quince años.
– ¿Tenías suficiente encanto a los quince años para esconder a Keelin de la vista de los mortales? -preguntó Barinthus.
Lo miré y asentí con la cabeza.
– Sí.
Abrió la boca como si quisiera hablar, pero una poderosa voz masculina nos interrumpió:
– Vaya, ¿no es conmovedor?
La voz nos envolvió a todos en un remolino hasta que vimos una mancha en el camino. Galen se colocó delante de mí, ofreciéndome su cuerpo como escudo. Barinthus buscaba en la oscuridad por si había alguien más detrás de nosotros. No había nadie detrás, pero bastaba con lo que había delante.
Mi primo Cel estaba de pie en medio del camino. El pelo suelto caía sobre su cuerpo como una capa larga y recta, con lo cual era difícil discernir dónde acababa el pelo y dónde empezaba la gabardina negra. Iba vestido todo de negro con la excepción de una camisa blanca que destellaba como una estrella en noche cerrada.
No estaba solo. De pie a su lado, dispuesta a colocarse delante de él si era preciso, estaba Siobhan, la capitana de su guardia y su asesina favorita. Era baja, no mucho más alta que yo, pero la había visto levantar un Volkswagen y chafar a alguien con él. La blancura de su cabello relucía en la oscuridad, pero sabía que era blanco y de un gris plateado, como telas de araña. Su piel era pálida, de un blanco apagado, distinto del blanco brillante de Cel o de mí. Sus ojos eran de un gris extinguido, como los de un pez muerto. Llevaba una armadura negra, y un casco bajo un brazo. Era un mal presagio que Siobhan llevara la vestimenta completa de batalla.
– Una armadura completa -dijo Galen-. ¿Y eso?
– La preparación lo es todo en la batalla, Galen. -Su voz, un susurro seco y sibilante, se adecuaba a su presencia.
– ¿Vas a librar una batalla? -preguntó Galen.
Cel rió con aquella misma risa que había contribuido a convertir mi infancia en un infierno.
– No habrá batalla esta noche, Galen, sólo es una paranoia de Siobhan. Tenía miedo de que Meredith hubiera adquirido poderes en su viaje hacia las tierras del oeste, pero ya veo que los temores de Siobhan no estaban justificados.
Barinthus puso sus manos en mis hombros y me atrajo hacia él.
– ¿A qué has venido, Cel? La reina nos ha enviado para que llevemos a Meredith a su presencia.
Cel se deslizó por el camino, tirando de la correa que iba desde su mano a una pequeña figura acurrucada a sus pies. La figura había estado escondida detrás de la gabardina de Cel y el cuerpo de Siobhan. A1 principio, no me di cuenta de quién era.
La figura se incorporó hasta quedar agachada, de manera que su cabeza quedó a la altura del pecho de Cel. Era de una piel tan marrón como la de Gran, pero su cabello grueso le caía en rizos castaños hasta los tobillos. Parecía humano o casi humano en la oscuridad, pero yo sabía que con una buena luz uno apreciaría que su piel estaba cubierta con un vello suave y sedoso. Su cara era plana y anodina, como si estuviera a medio esculpir, inacabada. Su cuerpo delgado y delicado, tenía algunos brazos adicionales y cuatro piernas, con lo cual se desplazaba con un extraño balanceo. La ropa ocultaba aquellos apéndices, pero no el movimiento de su andar.