– Si Cel insiste en que nos vayamos y nosotros desobedecemos, será malo para nosotros.
– ¿Desde cuándo la Guardia de la Reina debe obediencia a su hijo? -pregunté.
– Desde que la reina lo decretó.
Cel dijo en voz alta:
– Te ordeno a ti, Barinthus, y a ti, Galen, que acudáis a vuestra cita. Nosotros escoltaremos a mi prima hasta la reina.
– Asústale, Meredith -dijo Barinthus-. Haz que desee que nos quedemos. Cel tendría acceso al anillo de su madre.
Lo miré. No me molesté en preguntarle a Barinthus si realmente pensaba que Cel había intentado matarme en el coche. De no haberlo creído posible, no lo habría dicho.
– Os he dado a los dos una orden directa-dijo Cel. Levantó la voz porque el viento arreciaba.
El viento tomó fuerza, soplando por las largas gabardinas de los hombres, chirriando entre las hojas secas de los árboles de la linde del bosque que se abría a nuestra derecha. Me volví hacia los árboles. Casi podía entender el viento y los árboles, casi distinguía el lamento de los árboles al percibir la llegada del invierno y el frío que se avecinaba. El viento arreció y arrastró un pequeño montón de hojas recién caídas a lo largo del camino rocoso, pasando por Cel y sus mujeres, hasta que rozaron mis pies. El viento levantó las hojas en un remolino que sentí como delicadas manos jugueteando con mis piernas. Las hojas eran arrastradas por un empuje repentino de dulce viento otoñal. Cerré los ojos y respiré aquel aire.
Me separé de Barinthus y me acerqué un poco a Cel, pero no me dirigía hacia él. Era la llamada de la tierra. El país estaba contento de mi regreso y su poder me recibió de una manera nueva para mí.
Levanté los brazos a cada lado y me abrí a la noche. Sentía el viento soplando no contra mi cuerpo sino a través de él, como si yo fuera uno de los árboles de arriba, no un obstáculo al viento sino parte de él. Sentí el movimiento de la noche, su pulso apresurado e impetuoso. Bajo mis pies el suelo se hundía a profundidades inimaginables, y las podía sentir todas, y durante un momento noté cómo el mundo giraba. Experimenté un balanceo lento y pesado alrededor del Sol. Estaba de pie, plantada sólidamente, como las raíces de un árbol que penetra más y más profundamente hacia la tierra viva y fría. Pero esto era lo único sólido que había en mí. El viento sopló a través de mi cuerpo como si no estuviera allí, y supe en ese momento que podría haber envuelto la noche en torno a mí y caminar de forma invisible entre los mortales. Pero no estaba tratando con mortales.
Abrí los ojos con una sonrisa. La ira, el desconcierto, todo había desaparecido, había sido barrido por aquel viento que olía a hojas secas y a especias, como si pudiera sentir en él cosas a medio recordar, a medio soñar. Era una noche salvaje, y desprendía una magia salvaje, si uno la podía reconocer. La magia de la Tierra se puede arrancar por alguien lo suficientemente poderoso para hacerlo, pero la Tierra es tenaz y se resiente si se abusa de ella. Siempre se acaba pagando por la fuerza ejercida contra los elementos. Sin embargo, algunas noches, o incluso algunos días, la Tierra se ofrece como una mujer deseosa de echarse en los brazos de su amante. Acepté su invitación. Bajé las barreras y sentí que el viento arrancaba pequeñas partes de mí como polvo en la noche, pero por cada trozo que arrancaba, me llenaba con otro mayor. Me entregué a la noche y la noche me llenó, el suelo me abrazó, deslizándose por las plantas de mis pies, hacia arriba, hacia arriba, como un árbol que se alimenta, profundamente, con tranquilidad y frialdad.
Durante un momento no estuve segura de si quería mover los pies lo suficiente para caminar. Tenía miedo de romper aquel contacto. El viento se arremolinaba a mi alrededor, colocándome el pelo por la cara, trayéndome el aroma de hojas quemadas, y reí. Avancé por el camino de piedras y, a cada taconazo, la Tierra se movía conmigo. Anduve a través de la noche como si estuviera nadando, nadando por corrientes de poder. Caminé hacia mi primo, sonriente.
Siobhan se puso delante de él, con su cabello enmarañado oculto bajo el casco completamente negro. Sólo brillaban sus manos blancas, como fantasmas flotantes en la oscuridad. Podía herir o matar con un toque de aquella piel pálida.
Barinthus me siguió. Sabía sin necesidad de mirar que levantaba el brazo hacia mí, podía sentirle avanzando a través del poder, a mi espalda. Casi podía verle, como si yo tuviera ojos en la nuca. Toda la magia que siempre había poseído había sido muy personal. Ésta no era personal. Sentía mi propia pequeñez, lo vasto que era el mundo, pero no se trataba de una sensación de soledad. Durante aquel momento, me sentí abrazada toda yo. Querida.
Barinthus volvió a bajar el brazo, sin tocarme. Su voz silbó como agua encima de arena.
– Si hubiera sabido que podías hacer esto, no me habría preocupado por ti.
Reí, y el sonido era jovial, libre. Seguí abriéndome, como una puerta dejada de par en par. No; como si la puerta, la pared en la que se encontraba y la casa que la albergaba se fundieran en el poder.
Barinthus respiró bruscamente.
– Por la gracia de la Tierra, ¿qué has hecho, Merry? -Nunca utilizaba este nombre.
– Compartir -murmuré.
Galen se dirigió a nosotros, y el poder se abrió ante él sin que mediara pensamiento alguno por mi parte. Nosotros tres estábamos allí llenos de noche. Era un poder generoso, una presencia que reía y que daba la bienvenida.
El poder brotó de mí hacia el exterior, o quizá fui yo quien me moví hacia adelante a través de algo que siempre había estado allí, pero aquella noche lo podía sentir. Siobhan dio un paso hacia adelante, pero el poder no la llenó, la rechazó. La magia de Siobhan era un insulto contra la Tierra y el lento ciclo de la vida, porque Siobhan robaba la vida, precipitaba la muerte hacia la puerta de alguien o de algo antes de que llegara su hora. Por primera vez comprendí que, de alguna manera, Siobhan estaba fuera del círculo, que era muerte que todavía se movía como si viviera, pero la Tierra no la conocía.
El poder habría saludado a Cel, pero pensó que yo había provocado el primer ímpetu y se protegió de él. Sentí que sus escudos se colocaban en su sitio, lo sostenían detrás de las paredes metafísicas, a salvo pero incapaz de compartir la ofrenda.
Pero Keelin no se cerró ni se apartó. Quizá no tenía suficientes escudos para levantar paredes, o quizá no deseaba construirlas. Pero noté que ella entraba en el poder, que se abría a él, y oí su voz derramándose en un suspiro que se mezcló con el viento.
Keelin avanzó hasta el límite que establecía la correa, levantando cada uno de sus cuatro brazos para saludar la noche.
Cel tiró de ella hacia atrás con la correa de piel. Keelin dio un traspié, y sentí cómo su espíritu se desmoronaba.
Dirigí una mano hacia ella y el poder, aunque escapaba a mi control, se amplió y abrazó a Keelin. Empujó a Cel igual que el agua empuja una roca que se halla en el centro de una corriente, como algo que rodear, como si no existiera. El empujón le hizo trastabillar y la correa se le escapó de la mano. Su cara pálida se levantó hacia la luna creciente, y su bello rostro reflejó el terror más absoluto.
La visión me gustó, era un placer. El flujo generoso de poder se curvó a mi alrededor, tiró como la madre tira del brazo de su hijo travieso. No había lugar para la delicadeza en medio de una vida así. Keelin estaba de pie en medio del camino, con los brazos extendidos y la cabeza hacia atrás, de manera que el claro de luna brillaba de lleno en su cara a medio formar. Para Keelin fue un momento extraño y maravilloso mostrar su cara claramente a la luz.
Siobhan vino hacia mí con un brillo oscuro de manos blancas y el brillo negro de la armadura. Reaccioné sin pensar, moviendo la mano hacia adelante como si aquel gran poder aletargado fuera a responder a mi gesto. Y lo hizo.
Siobhan se detuvo al topar contra un muro. Sus manos blancas brillaban con una llama pálida que no era tal. Su poder se dirigió hacia algo que ni tan siquiera yo podía ver. No obstante, sentí su frialdad intentando devorar la noche cálida, y aquí no tenía poder. Si hubiera estado entre los verdaderamente vivos, si su tacto hubiera provocado una muerte ordinaria, la Tierra no la habría detenido. El poder era más neutral que todo eso. Me quería, de alguna manera me daba la bienvenida, pero daría igualmente la bienvenida a mi cuerpo en descomposición con su abrazo caliente y lleno de gusanos. Tomaría mi espíritu en el viento y lo llevaría a algún otro lugar.