– No lo sientas por mí, Barinthus, no soy yo la que está al extremo de la correa de Cel.
Galen me tocó el hombro y empezó a abrazarme, pero le aparté.
– No, por favor. Si me consuelas, lloraré.
Esbozó una sonrisa fugaz.
– Intentaré recordarlo para el futuro.
Doyle se nos acercó. Se había bajado la capucha, pero era prácticamente imposible decir dónde acababa su pelo negro y dónde empezaba la capa. Lo que sí veía era que la parte frontal de su cabello estaba recogida en un pequeño moño en el centro de su cabeza, dejando al desnudo sus exóticas orejas puntiagudas. Los pendientes de plata brillaban a la luz de la luna. Había cambiado algunos por aros más grandes, de manera que chocaban entre sí cuando se movía, produciendo un leve tintineo. Cuando llegó a nuestra altura observé que llevaba aros adornados con plumas, tan largas que le rozaban los hombros.
– Barinthus, Galen, creo que nuestro príncipe os ha dado órdenes.
Barinthus dio un paso adelante para mirar a su interlocutor. Si Doyle estaba intimidado por la presencia física del otro, no lo mostró.
– El príncipe Cel dijo que llevaría a Meredith a la presencia de la reina. Me pareció poco sensato.
Doyle asintió.
– Yo escoltaré a Meredith hasta la reina. -Miró por encima de Barinthus hasta encontrarme. Era difícil afirmarlo en la oscuridad, pero me pareció percibir una leve, muy leve sonrisa-. Creo que nuestro príncipe ya ha tenido suficiente de su prima por hoy. No sabía que podías invocar a la Tierra.
– No la invoqué. Se me ofreció ella misma -dije.
Le oí tomar aire y expulsarlo.
– Ah, eso es distinto. No es tan poderoso como los que pueden apartar a la Tierra de su curso, pero, en algunos aspectos, es más desconcertante, porque el país te ha dado la bienvenida. Te reconoce. Interesante.
Miró a Barinthus.
– Creo que se os requiere a los dos en otro lugar.
Su voz era muy sosegada, pero bajo estas sencillas palabras se percibía algo oscuro y amenazador. Doyle siempre había podido controlar a sus hombres con la voz, profiriendo las más dulces palabras junto con las más terribles amenazas.
– ¿Tengo tu palabra de que no se le hará ningún daño? -preguntó Barinthus.
Galen se colocó al lado de Barinthus. Tocó el brazo del hombre más alto. Una pregunta así casi equivalía a cuestionar una orden. Y eso podía costarle ser desollado vivo.
– Barinthus -dijo Galen.
– Te doy mi palabra de que llegará sana y salva a la presencia de la reina.
– No es eso lo que he preguntado -dijo Barinthus.
Doyle se acercó lo suficiente a Barinthus para que su capa se mezclara con el abrigo del hombre más alto.
– Ten cuidado, dios del mar, de no preguntar más de lo que deberías.
– Lo cual significa que temes por su seguridad en manos de la reina, igual que yo -dijo Barinthus, con una voz neutra.
Doyle levantó una mano perfilada en fuego verde. Yo empecé a caminar hacia ellos antes de tener tiempo de pensar en algo adecuado que decir cuando llegara allí.
Barinthus centró su atención en Doyle y aquella mano que quemaba, pero Doyle vio que me aproximaba a ellos. Galen estaba al lado, obviamente sin saber qué hacer. Intentó alcanzarme, para detenerme, creo.
– Quédate al margen, Galen. No voy a hacer ninguna locura.
Dudó un momento, pero luego se retiró y dejó que me encarase con los otros dos hombres. El fuego de la mano de Doyle derramaba sobre ambos sombras de luz verde y amarilla. Los ojos de Doyle no reflejaban el fuego, sino que parecían arder a su vez. A tan corta distancia, percibía no sólo su poder como un desfile de insectos sobre mi piel, sino también el lento despertar del poder de Barinthus, el poder del mar que golpea las rocas.
Sacudí la cabeza.
– Parad, los dos.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Doyle.
Empujé a Barinthus con fuerza suficiente para hacerlo tambalear. Quizá no podía levantar coches y aplastar con ellos a la gente, pero podía meter mi puño por la puerta de un coche y no romperme la mano. Lo empujé de nuevo, hasta que estuvieron lo bastante separados para no temer que se liaran a bofetadas.
– Has recibido órdenes del heredero al trono y del capitán de tu Guardia. Obedécelas y vete. Doyle te ha dado su palabra de que llegaré a salvo a presencia de la reina.
Barinthus me miró. Su semblante parecía neutral, pero sus ojos no. Doyle siempre había sido uno de los obstáculos entre la reina y la muerte prematura. Por un momento, me pregunté si Barinthus buscaba una excusa para enfrentarse a la Oscuridad de la Reina. Si era el caso, yo no iba a proporcionársela. Matar a Doyle supondría el estallido de una revolución. Miré la cara de Barinthus e intenté comprender qué pensaba. ¿Había sentido la acogida del país? ¿O había alguna nueva tensión entre los dos hombres, sobre la que no se me había informado? No importaba.
– No -dije. Continué con mi mirada clavada en él y repetí-: No.
Barinthus miró por encima de mí hasta fijar su mirada en Doyle.
Doyle dobló su mano libre hasta unirla con la mano de fuego para formar con ambas una sola mecha.
Me situé entre él y Barinthus.
– Basta de teatro, Doyle.
Sentía su cruce de miradas como un peso que aprisiona el aire. Siempre había habido tensión entre ellos, pero no tanta.
Caminé hacia Doyle hasta que el fuego coloreado dibujó sombras horribles en mi cara y en mi vestido. Estaba lo suficientemente cerca para ver que el fuego no daba ni calor, ni vida, ni nada, pero no era una ilusión. Había visto de qué era capaz el fuego de Doyle. Igual que las manos de Siobhan, podía matar.
Tenía que hacer algo para disipar la tensión existente entre ellos. Había visto empezar muchos duelos por menos. Demasiada sangre, demasiada muerte por estas cosas estúpidas.
Toqué los dos codos de Doyle y moví mis manos lentamente por sus antebrazos.
– Ver a Keelin me ha roto el corazón, tal y como Andáis sabía, de modo que llévame ante ella.
Mis manos se deslizaron lentamente por sus brazos, y observé que su negra piel estaba al descubierto; llevaba manga corta debajo de la larga capa.
– El país te recibe, pequeña, y tu osadía crece -dijo Doyle.
– No era osadía, Doyle. -Mis manos estaban casi en sus muñecas, casi en el interior de las llamas. No había calor para avisarme, sólo el recuerdo de ver a un hombre retorciéndose de dolor y muriendo devorado por una llama verde-. Esto es osadía.
Hice dos cosas a la vez. Llevé mis manos hacia arriba, allí donde estaba la llama y soplé, como si estuviera apagando una vela.
Las llamas se desvanecieron como si las hubiera apagado, pero no lo había hecho. Doyle las había apagado una fracción de segundo antes de que mi piel las tocara.
Estaba lo suficientemente cerca para que, a la luz de la luna, pudiera ver que estaba conmovido y aterrorizado por lo que casi había hecho.
– Estás loca.
– Me diste tu palabra de que llegaría a la reina sana y salva. Siempre mantienes tu palabra, Doyle.
– Confiaste en que no te haré daño.
– Confié en tu sentido del honor, sí.
Doyle volvió a mirar a Cel y a Siobhan. Keelin se había reunido con ellos. Cel nos observaba con una expresión que indicaba que casi creía que yo había hecho exactamente lo que parecía que había hecho, apagar la llama de Doyle.
Dejé una mano en la muñeca de Doyle y le lancé un beso a mi primo con mi mano libre.
Saltó como si el beso le hubiese golpeado. Keelin se había acurrucado cerca de él y me estaba mirando, con ojos no del todo amistosos.
Siobhan se interpuso, y esta vez desenvainó su espada, una línea brillante de gélido acero. Sabía que el mango era de hueso labrado, y la armadura, de bronce; pero, para matar, utilizábamos acero o hierro. Tenía una espada corta de bronce a su lado, pero había sacado el filo de acero que portaba en su espalda. Para la defensa, habría sacado el bronce, pero había desenvainado el acero. Quería matar. Resultaba interesante saber que era honesta.