Выбрать главу

Doyle me sujetó los dos brazos y me dio la vuelta para que lo mirara.

– Esta noche no quiero luchar contra Siobhan porque has asustado a tu primo.

Sus dedos se me clavaron en la piel y supe que me había magullado, pero reí. Y mi risa sonó con una amargura que me recordó a alguien, a alguien con ojos marrones sin lágrimas.

– No olvides que también he asustado a Siobhan. Esto es mucho más impresionante que asustar a Cel.

Me sacudió con fuerza.

– Y más peligroso.

Me soltó tan de golpe que trastabillé y estuve a punto de caer. Sólo su mano en mi codo impidió mi caída.

Miró más allá de mí.

– Barinthus, Galen, marchad ahora.

Había auténtica preocupación en su voz, y pocas veces dejaba traslucir esta emoción primitiva. Yo estaba desconcertando a todo el mundo, y una pequeña parte oscura de mí estaba complacida.

Doyle continuó cogiéndome del brazo y empezó a conducirme por el camino.

No miré hacia atrás para ver marchar a Barinthus y a Galen, ni para inquietar más a Siobhan. No se trataba de prudencia. No quería ver a Keelin abrazada a Cel.

Trastabillé, y Doyle tuvo que sujetarme de nuevo.

– Vas demasiado rápido para los zapatos que llevo -dije.

En realidad era culpa de la cartuchera del tobillo, pero lo achacaría a los zapatos mientras pudiera. Caminaba al lado de la persona que me quitaría la pistola si la encontraba.

Redujo el paso.

– Deberías haberte puesto algo más cómodo.

– He visto a la reina obligando a algunos sidhe a desnudarse en los banquetes cuando no le gustaba su ropa. Así que perdóname, pero quiero que le guste el vestido. -Sabía que no podía soltar el brazo sin luchar, y aun así no tenía las de ganar; intenté recurrir al razonamiento-. Dame el brazo, Doyle, escóltame como a una princesa, no como a un prisionero.

Redujo todavía más el paso, mirándome con el rabillo del ojo.

– Tú sí que sabes hacer teatro, ¿verdad, princesa Meredith?

– Me defiendo -contesté.

Se detuvo y me ofreció el brazo. Enlacé el mío y dejé mi mano sobre su muñeca. Podía sentir los pequeños pelos de su brazo bajo mis dedos.

– Hace un poco de frío para llevar mangas cortas, ¿no? -pregunté.

Me recorrió con la mirada de la cabeza a los pies.

– Bueno, como mínimo tú has elegido bien.

Puse mi mano libre encima de la otra, dándole una especie de doble abrazo, pero nada que no estuviera permitido.

– ¿Te gusta?

Miró mi mano. Se detuvo y me agarró la mano derecha, y en el momento en que su piel tocó el anillo cobró vida, bañándonos a los dos con una danza eléctrica. Independientemente de la magia que hubiera en el anillo, reconocía a Doyle igual que había reconocido a Barinthus y a Galen.

Apartó su mano como si le hubiese hecho daño.

– ¿Dónde conseguiste este anillo? -su voz sonaba extraña.

– Lo dejaron en el coche para mí.

Negó con la cabeza.

– Sabía que se había perdido, pero no esperaba encontrarlo en tu mano.

Me miró, y si se hubiera tratado de cualquier otra persona, habría dicho que estaba asustado. Sin embargo, la mirada se desvaneció cuando yo todavía intentaba descifrarla. Recuperó su expresión impenetrable, se inclinó formalmente y me ofreció el brazo como lo haría un caballero.

Lo cogí, rodeándolo con mis dos manos, pero dado que mi mano derecha estaba encima de la izquierda, no le toqué la piel. Pensé en tocarle simulando hacerlo accidentalmente, pero no sabía qué hacía exactamente el anillo. No sabía para qué servía, y hasta que lo supiera, seguramente no era una buena idea continuar invocando su magia.

Caminamos cogidos del brazo, con paso tranquilo pero constante. Mis tacones repiqueteaban en las piedras. Doyle caminaba en silencio a mi lado, como una sombra; sólo la solidez de su brazo y el roce de su capa contra mi cuerpo me recordaban que estaba allí. Sabía que si le soltaba el brazo, podría fundirse en la oscuridad que era su tocaya: nunca vería el golpe que acabaría con mi vida a no ser que él lo quisiera. No, a no ser que mi tía lo quisiera.

Me gustaría haber llenado el silencio con una conversación, pero a Doyle nunca le había gustado charlar, y esa noche yo tampoco estaba de humor.

25

El camino de piedra desembocó en la avenida principal, que era suficientemente ancha para un carruaje y un caballo o un coche pequeño, claro que la circulación de automóviles no estaba autorizada. Tiempo atrás, me contaron, había teas, después faroles, para alumbrar la avenida. La moderna legislación sobre incendios veía con desagrado las antorchas, de manera que los postes que se alzaban cada cinco o seís metros sostenían fuegos fatuos. Un artesano había diseñado armazones de madera y cristal para las luces. Éstas eran azules, blancas, de un amarillo tan pálido que casi era otra tonalidad de blanco y de un verde claro, apenas distinguible del brillo tenue de las luces amarillas. Caminar entre una luz ténue y la siguiente era como andar pisando fantasmas de colores.

Cuando Jefferson invitó a los elfos a su país, también les ofreció una tierra a su elección. Habían escogido las lomas de Cahokia. En las largas noches de invierno se explicaban leyendas que hablaban de los anteriores moradores de esas montañas. Los seres que… expulsamos de las montañas. Los seres que vivían en aquellas tierras fueron apartados o destruidos, pero la magia es algo más resistente. El lugar se percibía de un modo extraño a medida que se avanzaba por la avenida, flanqueada por dos colinas. El promontorio más elevado de las proximidades se alzaba al final de la avenida. Estuve en Washington durante la época del instituto, y cuando regresé a casa me desconcertó que aquella ciudad en las lomas me recordara tanto a Washington, a la plaza rodeada de monumentos a la gloria de Estados Unidos. Esa noche, caminando por la calle central, la única calle, sentía el peso de la historia. El lugar había sido una gran ciudad, igual que Washington ahora, un centro de cultura y poder, que ahora reposaba, despojada de sus moradores originarios. Los humanos habían pensado que las lomas estaban vacías cuando nos las ofrecieron a nosotros: sólo algunos huesos enterrados en lugares dispersos. Pero la magia permanecía allí, durmiente. Había combatido a los elfos y luego los había abrazado. La conquista de esta magia extranjera fue una de las últimas ocasiones en las que las dos cortes trabajaron unidas contra un enemigo común.

Por supuesto, la última vez fue durante la Segunda Guerra Mundial. Al principio, Hitler atrajo a los elfos de Europa. Quería asimilarlos a la mezcla genética de su raza dominante. Luego se había encontrado con algunos de los miembros menos humanos de los elfos. Entre nosotros existe una estructura de clases tan rígida e inquebrantable como absurda; en la corte de la Luz, especialmente, se menosprecia a aquellos con un aspecto distinto al que da su sangre. Hitler confundió esta arrogancia con falta de afecto. Pero era como una familia con hermanos menores. Entre ellos, podían luchar y golpearse incluso de manera sanguinaria, pero si alguien los atacaba, unían sus fuerzas contra el enemigo común.

Hitler utilizó a los brujos que había reunido para destruir a los duendes menores. Sus aliados elfos no le abandonaron, se volvieron contra él sin previo aviso. Los humanos habrían sentido la necesidad de distanciarse, de advertirle de su cambio de opinión, aunque quizás esto sea un ideal americano. Sin duda no era un ideal feérico. Los aliados encontraron a Hitler y a todos los brujos colgados de los pies en su búnker subterráneo. Nunca encontraron a su concubina, Eva Braun. De vez en cuando, los periódicos decían que se había encontrado al nieto de Hitler.

Ninguno de mis parientes directos estaba implicado en la muerte de Hitler, de manera que no lo sé con seguridad, pero sospecho que simplemente algo se comió a Eva Braun.