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– Galen y yo hemos estado tonteando desde que yo alcancé la pubertad. Nunca te he visto tontear con nadie, Doyle, hasta la noche pasada.

– La noche todavía nos depara más sorpresas, Meredith. Maravillas mucho más sorprendentes que yo mismo con el cabello al aire y sin camisa en una fría noche de octubre.

En esta ocasión había en su voz aquella nota características de los mayores, un tono condescendiente que venía a decir que yo era una criatura y que, independientemente de lo mayor que llegara a hacerme, siempre sería una criatura comparada con ellos, una criatura alocada.

Doyle había sido condescendiente conmigo anteriormente. Era casi reconfortante.

– ¿Qué podría haber más extraordinario que la Oscuridad de la Reina coqueteando con otra mujer?

Negó con la cabeza, ofreciéndome todavía su mano.

– Creo que la reina tiene noticias que harán que todo lo que yo pueda decir parezca insulso.

– ¿Qué noticias, Doyle? -pregunté.

– Será la reina quien tendrá el placer de dártelas, no yo.

– Entonces, deja de hacer insinuaciones -le advertí-. No es propio de ti.

Hizo un gesto de negación con la cabeza, y una sonrisa se abrió paso en su semblante.

– No, supongo que no. Después de que la reina te haya dado sus noticias, te explicaré el cambio de mi conducta. -Su cara se puso sobria y lentamente recuperó su habitual máscara de ébano-. ¿Está bien así?

Lo miré, estudiándole la cara hasta que desapareció de ella cualquier vestigio de humor. Asentí.

– Supongo que sí.

Me ofreció el brazo.

– Sepárate y tomaré tu brazo -dije.

– ¿Qué es lo que te preocupa tanto de verme así?

– Has insistido mucho en que la noche de ayer no existió, en que no volveríamos a hablar de ella, y ahora vuelves a flirtear. ¿Qué ha cambiado?

– Si digo que el anillo de tu dedo, ¿lo entenderías?

– No -dije.

Sonrió, esta vez suavemente, casi como su habitual curvatura de labios. Volvió a acomodarse la capa, de manera que sólo su mano sobresalía del grueso tejido.

– ¿Mejor?

Asentí.

– Sí, gracias.

– Ahora, cógeme el brazo, princesa, y permíteme el placer de conducirte ante nuestra reina.

Su voz era lisa, sin emociones, vacía de significado. Casi hubiera preferido oír la densa emoción del momento anterior. Ahora sus palabras simplemente quedaban ahí. Podían significar muchas cosas o nada en absoluto. Las palabras sin el color de la emoción apenas sirven de nada.

– ¿No tienes ningún tono de voz intermedio entre ese amargo vacío y la alegre condescendencia? -pregunté.

Asomó a sus labios una ligera sonrisa.

– Intentaré encontrar un… término medio entre los dos.

Desplacé mis brazos cuidadosamente por su brazo, y la capa quedó apretujada entre nuestros cuerpos.

– Gracias -dije. -De nada.

Su voz era todavía vacía, pero había en ella una delicada chispa de calor.

Doyle había dicho que intentaría encontrar un término medio, y se estaba esmerando en ello. Una extraña disposición.

26

El camino de piedra se acabó abruptamente en la hierba. El camino, igual que los senderos, terminaban poco antes de cualquier loma. Estábamos al extremo del camino y no había más que hierba más allá. Hierba pisoteada por muchos pies, pero pisoteada de forma regular, sin ninguna parte más transitada que otra. Antaño nos habían llamado «los escondidos». Por más que fuéramos una atracción turística, no es fácil que desaparezcan los antiguos hábitos.

A veces hay observadores de elfos con binoculares fuera de la zona, y no ven nada durante días y noches. Si alguien estaba mirando en la fría oscuridad, podría ver «algo».

No intenté encontrar la entrada. Doyle me llevaría a ella sin ningún esfuerzo por mi parte. La puerta daba vueltas siguiendo un ritmo propio, o quizás el ritmo de la reina. Fuera lo que fuese lo que la hacía mover, a veces la puerta daba al camino, y otras no. Cuando era adolescente y quería escaparme de noche y regresar tarde, tenía que confiar en que no moviesen la puerta durante mi ausencia. La pequeña magia precisa para buscar la apertura alertaría a los guardias del interior, y el juego, como dirían ellos, habría terminado. Más de una vez había pensado, de adolescente, que esta condenada puerta se movía por su cuenta.

Doyle entró en la zona de hierba. Mis tacones se hundieron en la tierra blanda, y me vi obligada a caminar casi de puntillas para evitar que se ensuciaran. Me resultaba difícil caminar con la cartuchera del tobillo. Di gracias por no haber elegido tacones más altos.

A medida que Doyle me conducía más lejos de la avenida y de las luces fantasmagóricas, la oscuridad se iba haciendo todavía más densa. Las luces de la avenida eran tenues, pero cualquier luz da peso y sustancia a la oscuridad. Me apoyaba cada vez con más fuerza en el brazo de Doyle a medida que dejábamos la luz atrás y nos adentrábamos en una noche oscura, aunque estrellada.

Doyle debió advertirlo porque preguntó:

– ¿Quieres una luz?

– Puedo invocar mi propio fuego fatuo, muchas gracias. Mis ojos se ajustarán en un momento.

Se encogió de hombros, y yo lo percibí en el leve movimiento de su brazo.

– Como quieras. -Su voz había retomado su tono neutral habitual. O bien tenía problemas en encontrar un término medio, o era el peso del hábito. Yo apostaba por esto último.

Cuando Doyle se detuvo en mitad de la loma, mis ojos ya se habían ajustado a la luz tenue y fría de las estrellas y a la luna creciente.

Doyle miró la tierra. Su magia me produjo una sensación cada vez más cálida a medida que se concentraba en la loma. Miré la tierra cubierta de hierba. Sin un poco de esfuerzo de concentración, aquel lugar herboso tenía el mismo aspecto que cualquier otro lugar igual.

El viento sopló de nuevo y la noche se llenó del seco susurro de la hierba de otoño, un susurro tan delicado que se convertía en música. No era lo bastante claro para reconocer una melodía ni siquiera estaba lo bastante segura de que no se trataba tan sólo del viento, pero esa música fantasmagórica era la pista que indicaba que nos hallábamos ante la entrada. Era una especie de timbre espectral o un juego mágico de caliente y frío. Cuando no oías nada significaba que estabas frío.

Doyle soltó su brazo y pasó su mano por encima del suelo de hierba. Yo nunca estaba segura de si la hierba se fundía y desaparecía o si la puerta aparecía sobre la hierba y ésta permanecía allí debajo, en algún espacio metafísico. Independientemente de cómo funcionara, apareció un camino circular en la ladera. El camino era exactamente de la medida adecuada para que cupiésemos los dos. La apertura estaba bañada en luz. En caso de necesidad, el camino podía ser lo suficientemente grande para que pasara por él un camión, como si percibiera lo grande que tenía que ser.

La luz me pareció más brillante de lo que en realidad era, porque mis ojos ya se habían habituado a la oscuridad. La luz era blanca pero no dura, una suave luz blanca que se apreciaba desde el camino como un vaho luminoso.

– Tú delante, mi princesa -dijo Doyle, haciendo una reverencia.

Quería regresar a la corte, pero al mirar aquella colina brillante pensé que un agujero en el suelo es un agujero en el suelo, sea un sithen o una tumba. No sé por qué se me ocurrió de repente esta peculiar analogía. Quizás fuera por el intento de asesinato, o tal vez fuera a causa de los nervios.

Entré y me encontré en un enorme pasillo de piedra, lo bastante ancho para que un tanque pasara cómodamente o para que un gigante no tuviera que agachar la cabeza. El pasillo siempre era ancho, con independencia de lo pequeña que fuera la puerta. Doyle se unió a mí y la puerta se desvaneció tras él, dejando sólo otra pared de piedra gris. Igual que la loma escondía la entrada, el interior escondía la salida. Si la reina lo deseaba, la puerta no se vería en absoluto desde dentro. Pasar de invitado a prisionero era de lo más sencillo. Este pensamiento era muy poco reconfortante.