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La luz blanca que bañaba el pasillo no tenía origen, venía de todas partes y de ninguna. La piedra gris parecía granito, lo cual significa que no era de San Luis. Aquí la piedra es roja o rojiza, no gris. Incluso nuestra piedra la importamos de alguna costa extranjera.

Me contaron que hace tiempo había mundos enteros debajo del suelo. Prados y valles y un sol y una luna propios. He visto orquídeas moribundas y jardines de flores con algunos brotes diseminados, pero no un sol ni una luna propios. Las habitaciones son más grandes y más cuadradas de lo que deberían ser, y el diseño del interior parece cambiar al azar, en ocasiones mientras estás caminando por ahí: es como caminar por una casa de parque de atracciones hecha de piedra, en lugar de espejos. Pero no hay prados, o no los he visto. Quiero creer que los demás no me lo cuentan todo. No me sorprendería, pero que yo sepa no hay mundos debajo del suelo, sólo piedra y habitaciones.

Doyle me ofreció su brazo, de un modo muy formal. Lo enlacé con delicadeza, básicamente por falta de costumbre.

El pasillo se curvaba más adelante. Oí pasos acercándose hacia nosotros. Doyle me cogió delicadamente el brazo. Yo me detuve y lo miré.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Doyle retrocedió, conmigo del brazo. De repente se detuvo, me agarró el vestido y levantó la falda lo suficiente para dejar al descubierto mis tobillos y el arma.

– No eran los tacones lo que te hacía tropezar en las piedras, princesa. -Parecía enfadado conmigo.

– Se me permite llevar armas.

– No se permite llevar armas en el promontorio -dijo.

– ¿Desde cuándo?

– Desde que mataste a Bleddyn con una.

Nos miramos mutuamente durante un segundo eterno. Intenté moverme, pero su mano se cerró en torno a mi muñeca.

Los pasos se aproximaban todavía más. Doyle me desequilibró y caí contra él. Me apretó contra su cuerpo, pasándome un brazo por detrás de la espalda. Abrió la boca para hablar, y las pisadas dieron la vuelta a la esquina.

Quedamos a plena vista; Doyle me apretaba contra su cuerpo, y me sujetaba la muñeca con la mano libre. Parecía una lucha interrumpida o el comienzo de otra.

Los dos hombres que habían pasado por la esquina se separaron, dejando espacio para la lucha en el pasillo.

Observé el rostro de Doyle e intenté resumir la pregunta en una mirada. Le rogué en silencio que no mencionara el arma y que no la cogiera.

Puso su boca contra mi mejilla y susurró:

– No la necesitarás.

Lo miré.

– ¿Me lo juras?

El enfado tensó los músculos de su mandíbula.

– No prestaré mi juramento sobre un capricho de la reina.

– Entonces, déjame conservar el arma -musité.

Se movió para interponerse entre los otros guardias y yo. Todavía me cogía del brazo. Lo único que podían ver los demás era la capa de Doyle.

– ¿Qué ocurre, Doyle? -preguntó uno de los hombres.

– Nada -contestó.

Pero me obligó a colocar la otra mano a mi espalda y me agarró las dos muñecas con una de sus manos. Sus manos no eran tan anchas, de manera que para sujetarme mantenía mis muñecas apretadas con firmeza. Me habría debatido de haber pensado que contaba con alguna oportunidad de escapar, pero incluso si me escapaba de Doyle, había visto el arma. No podía hacer nada al respecto, así que no me resistí. Pero no me gustaba.

Doyle usó su otro brazo para obligarme a que me sentara en el suelo. Con excepción de la presión que ejercía sobre mis muñecas, lo hizo todo con bastante cuidado. Se arrodilló, de forma que la capa todavía nos escondía de los demás hombres. Cuando su mano se aproximó a mi pierna, moviéndose hacia el arma, pensé en darle una patada; pero era difícil y no tenía sentido. Podría haberme destrozado las muñecas sin esfuerzo. Quizá recuperara el arma esa noche, pero si me destrozaba las muñecas ya no me serviría de nada. Sacó el arma de la cartuchera. Yo me senté en el suelo y le dejé hacer. Me mostraba pasiva, permitiéndole que mi manipulara mi cuerpo a su antojo. Sólo mis ojos escapaban a esa pasividad, porque no podía mantener la ira alejada de ellos. No, quería que la viera.

Me soltó y deslizó la pistola en su propia espalda, aunque los pantalones de cuero le quedaban tan ajustados que no iba a sentirse cómodo. Ojalá el arma se le clavara en la espalda hasta hacerle sangrar.

Me cogió una de las manos y me ayudó a levantarme. Después se volvió, agitando la capa, para presentarme a los otros guardias, sujetándome una mano como si estuviéramos a punto de hacer una entrada espectacular por una escalera de mármol. Era un gesto extraño después de lo que acababa de suceder. Me di cuenta de que a Doyle le incomodaba la pistola o su decisión de quitármela, o quizá se preguntaba si tenía más armas. Estaba inquieto y se estaba recuperando.

– Un pequeño desacuerdo, nada más -dijo.

– ¿Un desacuerdo sobre qué?

La voz pertenecía a Frost, el lugarteniente de Doyle. Dejando al margen el hecho de que los dos eran altos, físicamente eran casi opuestos. El cabello que caía en una cortina brillante hasta los tobillos de Frost era plateado, con un brillo similar al del espumillón de los árboles de Navidad. Su piel lucía tan blanca como la mía. Los ojos eran de un gris plomizo, como el cielo de invierno antes de la tormenta. La cara angulosa mostraba una belleza arrogante. Sus hombros eran un poquito más anchos que los de Doyle, por lo demás los dos tenían puntos en común y diferencias notables.

Llevaba un jubón plateado que le caía hasta justo por encima de las rodillas, a juego con los pantalones y las botas, también plateados. El cinturón de plata, tachonado con perlas y diamantes, hacía juego con el pesado collar que adornaba su pecho. Todo él resplandecía como si hubiera sido esculpido de una única pieza de plata, más estatua que hombre. Pero la espada de su lado con la empuñadura de plata y hueso era claramente real, y aunque sólo mostrara un arma, tratándose de Frost no me cabía duda de que llevaría más. La reina le llamaba «mi Asesino Frost». Si en alguna ocasión había tenido otro nombre, no lo conocía. No llevaba armas mágicas o hechizadas: para Frost, eso era casi lo mismo que ir desarmado.

Me miró con aquellos ojos grises, claramente receloso.

Conseguí hablar, decir algo para llenar el silencio. Lo que necesitaba era distracción. Me solté de la mano de Frost y di un paso hacia adelante. Frost presumía de su apariencia y de su ropa.

– Frost, ¡qué atuendo más audaz! -mi voz salió con fuerza, entre broma y burla.

Sus dedos se movieron hacia el borde del jubón antes de poder retenerse. Frunció el entrecejo.

– Princesa Meredith, es un placer, como siempre.

Un leve cambio de tono puso de manifiesto la burla oculta en sus delicadas palabras. No me preocupé por eso. No se estaba preguntando por lo que Doyle acababa de esconder, y eso era lo único que quería saber.

– ¿Y qué pasa conmigo? -dijo Rhys.

Me di la vuelta para encontrar a mi tercer guardia preferido. No confiaba en él tanto como en Barinthus o en Galen. Había un poco de debilidad en Rhys, la sensación de que no daría la vida por mi honor, pero, al margen de eso, podía confiar en él.

Se echó la capa y su cabello blanco y ondulado, largo hasta la cintura, sobre un brazo, con lo cual tuve una visión directa de su cuerpo. Rhys medía menos de uno setenta, bajo para un guardia. Por lo que sabía, era de la corte, de pura sangre. Simplemente había salido bajo. Su cuerpo estaba embutido en un traje blanco tan ajustado que uno sabía de entrada que no había nada debajo de la ropa excepto él mismo. Lucía un bordado blanco sobre blanco en la tela en torno al cuello redondo y el ligero puño de las mangas, y también en torno al círculo cortado sobre su estómago que revelaba unos abdominales como adoquines, del mismo modo que una mujer alardea de su escote.