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Dejó que la capa y el cabello cayeran de nuevo a su lugar. Sonrió con aquellos labios de Cupido que se correspondían con una cara bonita y aniñada y un ojo azul claro. El ojo era un triple círculo azulado; azul oscuro alrededor de la pupila, azul celeste y a continuación, un círculo de cielo de invierno. El otro ojo estaba perdido para siempre bajo un surco de cicatrices. Las marcas de zarpazos ocupaban el cuarto superior derecho de su rostro. Había un zarpazo, separado un par de centímetros de los demás, que le cortaba la piel, perfecta salvo por eso, desde la parte superior derecha de la frente hasta la parte inferior de su mejilla izquierda, pasando por el puente de la nariz. Me había contado una docena de historias diferentes sobre cómo perdió el ojo. Grandes batallas, gigantes, creo recordar a un dragón o dos. Creo que eran las cicatrices lo que le hacían trabajar su cuerpo de esa manera. Era corto de estatura, pero puro músculo.

Sacudí la cabeza.

– No sé si pareces el muñeco de un pastel de despedida de soltera o un superhéroe. Podrías ser el Hombre Abdominal. -Sonreí.

– Mil abdominales cada día hacen milagros -dijo, pasándose la mano sobre el vientre.

– Supongo que todo el mundo necesita una distracción.

– ¿Dónde está tu espada? -preguntó Doyle.

Rhys lo miró.

– Junto con la tuya. La reina dice que no las necesitamos esta noche.

Doyle miró a Frost.

– ¿Y qué pasa contigo, Frost?

Rhys respondió con una sonrisa fugaz, que hizo brillar su ojo azul.

– La reina le quita un arma cada vez. Ha decretado que tiene que estar desarmado cuando ella se vista para ir al salón del trono.

– No considero prudente que toda su guardia esté desarmada -dijo Frost.

– Yo tampoco -dijo Doyle-, pero ella es la reina y acataremos sus órdenes.

La cara agradable de Frost se ensombreció. Si hubiese sido humano, ya tendría arrugas en la frente, pero su cara no las tenía ni las tendría nunca.

– La ropa de Frost es correcta para un banquete de bienvenida, pero ¿por qué estáis tú y Rhys vestidos de una manera tan…? Gesticulé con las manos en un intento por encontrar un adjetivo que no resultara insultante.

– La reina diseñó personalmente mi conjunto -dijo Rhys.

– Es fantástico -dije.

Sonrió.

– Sigue diciéndolo cuando te encuentres al resto de la guardia esta noche.

Puse los ojos como platos.

– Oh, por favor. No habrá vuelto a tomar hormonas, ¿verdad?

Rhys asintió.

– Hormonas de bebé y su impulso sexual hace horas extras. -Miró su ropa-. Es una pena estar vestido y no tener adónde ir.

– Lo es -dije.

Me miró con expresión genuinamente desolada. Su cara triste me borró la sonrisa.

– La reina es nuestra soberana. Sabe lo que hace -afirmó Frost.

Me eché a reír antes de poder contenerme.

La mirada de Frost me hizo arrepentirme de la risa. Durante una fracción de segundo vi dolor en aquellos ojos grises. Un instante después ya reconstruía sus defensas. Cerró los ojos para ocultar sus sentimientos, pero ya había visto lo que se escondía tras aquella cuidadosa fachada, la ropa cara, su obsesivo cuidado por los detalles, su moralidad rigurosa y su arrogancia. Parte de ello era real, pero otra parte era una máscara.

Nunca me había gustado Frost, y ese único atisbo significaba que ya no podría aborrecerlo nunca más. Mierda.

– Ya no hablaremos de esto -dijo. Se volvió y se encaminó hacia el lugar por el que habían venido-. La reina te espera. -Siguió andando, sin mirar atrás para comprobar si lo seguíamos.

Rhys se colocó a mi lado. Deslizó un brazo por mis hombros y me abrazó.

– Me alegro de que hayas vuelto.

Me apoyé en él un momento.

– Gracias, Rhys.

Me sacudió con delicadeza.

– Te he echado en falta, ojos verdes.

Rhys, aún más que Galen, hablaba inglés moderno. Adoraba el argot. Su autor preferido era Dashiell Hammett; su película favorita, El halcón maltés, con Humphrey Bogart. Tenía una casa fuera de la ciudad de las lomas, con electricidad y televisión. Yo había pasado algunos fines de semana en su casa. Me había introducido en el mundo de las películas antiguas, y cuando yo tenía dieciséis años habíamos ido a un festival de cine negro en el Tivoli de San Luis. Él se puso un abrigo y un sombrero de fieltro con ala curva. Incluso me consiguió ropa de época para que pudiera cogerme de su brazo como una femme fatale.

Rhys había dejado claro en aquella ocasión que me consideraba algo más que una hermana pequeña. No habíamos hecho nada que pudiera costarnos la vida, pero sí lo suficiente para considerarlo una cita. Después de eso, mi tía se aseguró de que no pasásemos mucho tiempo juntos. Galen y yo hacíamos bromas entre nosotros de una manera muy sensual, pero la reina parecía confiar en Galen, igual que yo. Ninguno de nosotros confiaba lo suficiente en Rhys.

Rhys me ofreció su brazo.

Doyle se colocó a mi otro lado. Pensé que me ofrecería su propio brazo y que me llevarían en volandas, pero no lo hizo.

– Ve por el pasillo y espéranos -dijo.

Frost hubiera discutido o incluso se hubiera negado, pero no Rhys.

– Eres el capitán de la Guardia -dijo.

Era la respuesta de un buen soldado. Dobló la esquina. Doyle se apartó, llevándome del brazo, con objeto de comprobar que Rhys se alejaba lo suficiente para no poder oírnos. Entonces; Doyle retrocedió conmigo hasta quedar fuera del campo visual de Rhys en el caso de que éste mirase por encima del hombro.

Su mano apretó con fuerza mi antebrazo.

– ¿Qué más llevas?

– ¿Confías en lo que te diga? -pregunté.

– Si me das tu palabra, sí -dijo.

– Cuando me fui mi vida estaba amenazada, Doyle. Necesito protegerme.

Su mano me apretó con fuerza y me sacudió por el brazo.

– Es responsabilidad mía proteger a la corte, especialmente a la reina.

– Y es responsabilidad mía protegerme a mí misma -dije.

Continuó bajando la voz.

– No, es mi responsabilidad. Es la responsabilidad de toda la Guardia.

Hice un gesto de negación con la cabeza.

– No, eres el guardia de la reina. El guardia del rey protege a Cel. No hay guardia para la princesa, Doyle. Soy muy consciente de ello.

– Siempre has tenido tu contingente de guardaespaldas, igual que tu padre.

– Y mira de lo que le sirvió -dije.

Me cogió el otro brazo, obligándome a ponerme de puntillas.

– Quiero que sobrevivas, Meredith. Acepta lo que te ofrezca esta noche. No intentes hacerle daño.

– ¿Y si no? ¿Me matarás?

Sus manos se relajaron, y pude volver a apoyar los tacones en el suelo.

– Dame tu palabra de que ésta era tu única arma y te creeré.

No podía mentirle a la cara, no si tenía que darle mi palabra. Miré al suelo, y después de nuevo a su cara.

– Las Bolas de Ferghus.

Sonrió.

– Debo interpretar esto como que tienes más armas.

– Sí, pero no puedo estar aquí desarmada, Doyle. No puedo.

– Siempre tendrás a uno de nosotros contigo esta noche. Eso te lo puedo garantizar.

– La reina ha sido muy cuidadosa esta noche, Doyle. Puede que no me guste Frost, pero en cierto sentido confío en él. Se ha asegurado de que todos los guardias que encuentre sean sidhe en los que confío o me caen bien, pero hay veintisiete guardias de la reina, y otros veintisiete guardias del rey. Confío en quizá media docena de ellos, diez como mucho. El resto me aterrorizan, o incluso me hirieron en el pasado. No voy a pasearme por aquí desarmada.

– Sabes que te puedo desarmar -dijo.

Asentí.

– Lo sé.

– Cuéntame lo que llevas, Meredith, será más sencillo.