Le conté todo lo que llevaba. Suponía que insistiría en registrarme él mismo, pero no lo hizo. Creyó en mi palabra. Me alegré de no haberle ocultado nada.
– Entiéndelo, Meredith. Soy el guardaespaldas de la reina antes que ser el tuyo. Si intentas hacerle daño, entraré en acción.
– ¿Se me permite defenderme a mí misma? -pregunté.
Reflexionó durante un instante.
– No… no te hubiera mandado matar simplemente porque querías defenderte. Eres mortal y nuestra reina no lo es. Eres la más frágil de las dos. -Se lamió los labios, sacudió la cabeza-. Esperemos que no tenga que elegir entre vosotras. No creo que ella planifique un acto de violencia contra ti esta noche.
– Lo que mi querida tía planifica y lo que sucede no es siempre lo mismo. Todos lo sabemos.
Volvió a negar con la cabeza.
– Quizá. -Me ofreció su brazo-. ¿Nos vamos?
Le cogí el brazo delicadamente, doblamos la esquina y llegamos hasta Rhys, que nos aguardaba pacientemente. Rhys nos vio acercarnos a él, y la seriedad de su rostro no me gustó en absoluto. Estaba pensando en algo.
– Te harás daño pensando tanto, Rhys -dije.
Rió y bajó la mirada, pero cuando volvió a alzar la cabeza, todavía estaba serio.
– ¿Qué piensas hacer, Merry?
La pregunta me desconcertó, y no intenté disimular mi sorpresa.
– Mi único plan para esta noche es sobrevivir y no resultar herida. Eso es todo.
Sus ojos se estrecharon.
– Te creo. -Pero su voz sonaba poco convincente, como si no estuviera seguro de creerme. Entonces sonrió y dijo-: Yo le ofrecí el brazo primero, Doyle. Estás interfiriendo en mis planes.
Doyle empezó a decir algo, pero yo intervine.
– Tengo dos brazos, Rhys.
Su sonrisa se amplió hasta convertirse en una mueca. Me ofreció el brazo y yo lo enlacé. A medida que desplazaba mi mano por su manga, me di cuenta de que era mi derecha, la que ostentaba el anillo. Pero el anillo no reaccionó ante Rhys. Estaba quieto, era sólo un pequeño trozo de plata.
Rhys lo vio y puso los ojos en blanco.
– Es…
– Sí, lo es -dijo Doyle, tranquilamente.
– Pero… -empezó Rhys.
– Sí -dijo Doyle.
– ¿Qué? -pregunté. -Lo sabrás cuando la reina lo considere oportuno -dijo Doyle.
– Los misterios me dan dolor de cabeza -dije.
Rhys hizo su mejor imitación de Bogart.
– Entonces compra una caja de aspirinas, cariño, porque la noche es joven.
Lo miré.
– Bogart nunca dijo eso en una película.
– No -dijo Rhys con voz normal-. Estaba improvisando.
Apreté un poco su brazo.
– Creo que te echaba a faltar.
– Yo sí que te he echado de menos. Nadie más en la corte sabe qué diablos es el cine negro.
– Yo lo sé -afirmó Doyle. Los dos lo miramos.
– Es una película que no es en color, ¿verdad?
Rhys y yo nos miramos mutuamente y empezamos a reír. Caminamos por el pasillo seguidos por los ecos de nuestra propia risa. Doyle no se sumó. Continuó diciendo cosas como «significa película negra, ¿verdad?».
Esto hizo que recorrer los últimos metros hasta los aposentos privados de mi tía resultara casi divertido.
27
En cuanto se abrieron las dos hojas de la puerta, la piedra cambió. La habitación de mi tía, la habitación de la reina, estaba construida con piedra negra. Una piedra brillante, casi cristalina, con aspecto de que podría hacerse añicos si nos apoyábamos con fuerza. Sin embargo, si se golpeaba con acero lo único que se conseguía era hacer saltar chispas de colores. Parecía obsidiana, pero era infinitamente más fuerte.
Frost se quedó tan cerca de la puerta de la habitación como pudo o, dicho de otro modo, tan lejos de la reina como pudo. Permanecía muy erguido, como una brillante figura plateada en medio de la oscuridad, pero algo en su manera de comportarse me decía que estaba cerca de la puerta por una buena razón. Una huida rápida, quizá.
La cama, apoyada contra la pared del fondo, estaba cubierta de sábanas, mantas e incluso pieles. Había un hombre en ella, un hombre joven. Su cabello era de un rubio de verano, largo arriba y corto hacia la mitad. Su cuerpo lucía un suave bronceado, natural o quizá conseguido bajo una lámpara de sol artificial. Tenía un brazo extendido, con la mano relajada. Parecía profundamente dormido y terriblemente joven. Si tenía menos de dieciocho años, era ilegal en todos los estados, porque mi tía era una sidhe y los humanos no nos confiaban sus hijos.
La reina se incorporó, emergiendo de entre aquel nido de colchas y piel negra, sólo un poco más oscura que el cabello que le caía por su cara pálida. Se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza formando lo que parecía una corona negra, salvo por los tres largos bucles que le caían por la espalda. El corpiño del vestido era de vinilo negro y calado y dos finos tirantes realzaban los hombros blancos de Andais más que cubrirlos. La falda era gruesa, y le caía ligeramente por detrás; tenía el aspecto de cuero brillante pero se movía como tela. Sus manos estaban enfundadas en guantes de piel que cubrían toda la longitud de su brazo. Sus labios eran rojos; la sombra de ojos, negra y perfecta. Sus pupilas tenían tres tonalidades diferentes de gris, desde carbón hasta nube de tempestad y cielo pálido de invierno. El último color era tan pálido que parecía blanco. Por último, el maquillaje oscuro contribuía a resaltar unos ojos extraordinarios.
Antaño, la reina había podido vestirse con telas de araña, oscuridad y sombras: los seres sobre los que gobernaba tejían al antojo de la reina. Pero ahora estaba fascinada por la ropa de diseño y por su modisto privado. Era sólo un síntoma más del poder que habíamos perdido. Mi tío, el rey de la corte de la Luz, todavía se podía vestir de luz e ilusión. Algunos pensaban que esto demostraba que la corte de la Luz era más poderosa que la de la Oscuridad, pero jamás se hubieran atrevido a decirlo delante de tía Andais.
A1 levantarse la reina, se vio un segundo hombre, aunque éste no era mortal. Se trataba de Eamon, el consorte real. Su cabello negro le caía en ondas delicadas y gruesas alrededor de la cara. La pesadez de sus párpados era evidente, por sueño o por… otras cosas. Frost y Rhys se apresuraron a situarse al lado de la reina. Ambos la agarraron por la mano, enguantada en cuero, y el codo y la levantaron por encima del hombre rubio. La falda negra se arremolinó a su alrededor, dejando entrever varias enaguas negras y un par de sandalias de charol que mantenían al descubierto la mayor parte de sus pies. Cuando la levantaron y la depositaron graciosamente en el suelo, casi pensé que empezaría a sonar música y a aparecer bailarines desde algún lugar. Mi tía era ciertamente capaz de provocar esta ilusión.
Me apoyé en una rodilla, y mi vestido era lo bastante ancho para hacer que el gesto pareciera garboso. La tela volvería a su sitio cuando me levantara, uno de los motivos por los que lo había escogido. La liga estaba apretada contra la tela, pero lo único que se podía adivinar debajo de la ropa granate era que como mínimo llevaba una liga. El cuchillo no se veía. Todavía no incliné la cabeza. La reina estaba actuando y quería ser observada.
La reina Andais era sin duda una mujer alta, incluso para los criterios actuales: más de metro ochenta. Su piel brillaba como alabastro pulido y la perfecta línea negra de las cejas y sus gruesas pestañas constituían un sorprendente contraste.
Incliné la cabeza, porque era lo que se esperaba de mí, y la mantuve baja, con lo cual lo único que podía ver era el suelo y mi propia pierna. Oí cómo su falda se deslizaba por el suelo. Sus tacones hicieron un sonido agudo al pasar de la alfombra al suelo de piedra. Las ligas se levantaban al unísono a medida que caminaba hacia mí, y descubrí que era un miriñaque, áspero e incómodo en contacto con la piel.
Finalmente, apareció un trozo de falda negra en el suelo, a mis pies. Su voz era baja, un contralto gracioso: