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– Mi reina.

– Ve a tu habitación y ponte la ropa que he hecho confeccionar para ti, para esta noche.

Se arrodilló.

– La ropa no me va… bien, mi reina.

Vi cómo la luz se moría en sus ojos, dejándolos tan fríos y vacíos como un cielo blanco de invierno.

– Sí -dijo-, sí te va bien. La hicieron para ti. -Cogió un montón de su pelo de plata y le levantó la cabeza-. ¿Por qué no te la has puesto? -pasó la lengua por sus labios.

– Mi reina, la otra ropa me resultaba incómoda.

Andais ladeó la cabeza igual que un cuervo cuando mira los ojos de un ahorcado antes de comérselos.

– Incómoda, incómoda. ¿Lo oyes, Meredith? La ropa que he diseñado para él le resultaba incómoda.

Echó la cabeza de Frost hacia atrás, tanto que pude ver el latido del pulso en su cuello.

– Te he oído, tía Andais -dije, y esta vez mi voz era todo lo neutra que podía, anodina y vacía. Alguien estaba a punto de resultar herido, y no quería ser yo. Frost estaba loco. Yo me habría puesto esa ropa.

– ¿Qué crees que deberíamos hacer con nuestro desobediente Frost? -preguntó.

– Obligarle a regresar a su habitación y cambiarse de ropa -dije.

Empujó la cabeza del guardia hasta doblarle la columna vertebral e intuí que podía romperle el cuello con sólo un poco más de presión.

– Eso no es castigo suficiente, sobrina. Ha desobedecido una orden directa mía. Eso no está permitido.

Intenté pensar en algo que Andais encontrara divertido, sin causar daño a Frost. Mi mente se quedó en blanco. Nunca había sido particularmente buena en este juego en concreto. Entonces, tuve una idea.

– Has dicho que no jugaríamos más esta noche, tía Andais. La noche es corta.

Soltó a Frost tan abruptamente que cayó al suelo de cuatro patas. Estaba arrodillado, con la cabeza inclinada y su cabello plateado tapándole la cara como una cortina.

– Así es -dijo Andais-. ¡Doyle!

Doyle se presentó ante la reina, inclinando la cabeza.

– ¿ Mi señora?

Lo miró, y con esto bastó. Se dejó caer sobre una rodilla. La capa se abrió a su alrededor como agua negra. Estaba arrodillado al lado de Frost, tan cerca de él que sus cuerpos casi se tocaban.

Andais puso una mano en cada una de las cabezas de sus guardias, un toque ligero esta vez.

– Qué pareja más bonita, ¿no te parece?

– Sí -dije.

– Sí ¿qué? -dijo.

– Sí, son una bonita pareja, tía Andais -dije.

Asintió, como si la hubiera complacido.

– Te encargo, Doyle, llevar a Frost a su habitación y comprobar que se ponga la ropa que he hecho confeccionar para él. Llévale al banquete con esa -ropa o entrégalo a Ezekial para que sea torturado.

– Como desee mi señora, así se hará -dijo Doyle. Se levantó y tiró del brazo de Frost para ponerlo en pie.

Los dos se encaminaron hacia la puerta, con las cabezas inclinadas. Doyle me dirigió una mirada mientras se iban. Quizá se excusaba por dejarme a solas con ella, o me advertía de algo. No pude descifrarlo. Pero se fue de la habitación con mi pistola todavía en la cartuchera. Me habría gustado tener el arma.

Rhys se desplazó para colocarse al lado de la puerta, como un buen guardia. Andais observó su movimiento igual que los gatos cuando miran a los pájaros, pero lo que dijo fue bastante suave.

– Espera fuera, Rhys. Quiero hablar en privado con mi sobrina.

Su rostro denotó sorpresa. Me miró, como si estuviera solicitando mi permiso.

– Obedece, ¿o quieres ir con los otros a ver a Ezekial?

Rhys negó con la cabeza.

– No, señora, haré lo que se me ordena.

– Sal -dijo.

Al salir me miró de reojo una vez más, pero cerró la puerta detrás de él. La habitación se tornó de golpe muy, muy silenciosa. El sonido del vestido de mi tía al moverse por el pasillo resonaba en medio de la calma, como las escamas secas de una serpiente enorme. Caminó hasta el extremo de la habitación, donde unos peldaños conducían a una pesada cortina negra. Descorrió la cortina para revelar una mesa de madera con una silla tallada a un lado y un taburete sin respaldo en el otro. Había un tablero de ajedrez sobre la mesa redonda, cuyas pesadas piezas estaban gastadas por el roce de manos que las habían deslizado sobre el mármol a lo largo de siglos. El tablero de mármol tenía literalmente estrías, como senderos creados por pisadas repetidas.

Había una caja de armas apoyada contra la pared redondeada de la gran alcoba, llena de rifles y de pistolas. Dos ballestas colgaban de la pared encima de la caja de madera. Sabía que las flechas estaban debajo, tras las puertas cerradas de la parte inferior, junto con las municiones. Había un lucero del alba, con una bola claveteada al extremo de una cadena y una maza, montado a un lado de la caja de armas. Estaban cruzadas como las espadas de la otra cara de la caja. Debajo de la maza y el lucero del alba había un enorme escudo con la librea de Andais en la superficie: un cuervo, un búho y rosas rojas. El escudo de Eamon estaba debajo de las espadas cruzadas. En la pared tampoco faltaban cadenas para muñecas y tobillos. Encima de éstas, un látigo enroscado como una serpiente colgaba de un gancho. Un látigo más pequeño colgaba por encima de las cadenas de la derecha. Hubiera dicho que era un azote de nueve nudos, pero tenía muchos más, cada uno rematado por una pequeña bola de hierro 0 un gancho de acero.

– Veo que tus hobbies no han cambiado -dije. Intenté ser neutra, pero la voz me traicionó. A veces, cuando ella descorría la cortina, uno jugaba al ajedrez. Otras veces no.

– Ven, Meredith, siéntate. Vamos a hablar. -Se sentó en la silla de alto respaldo, colocándose la cola de su vestido sobre un brazo para que no se arrugara. Me indicó el taburete-. Siéntate, Meredith. No muerdo. -Sonrió, y a continuación estalló en una carcajada-. Al menos, de momento.

Era lo más parecido a una promesa de que no me haría daño -todavía- que iba a obtener. Me senté en el alto taburete, con los tacones de mis zapatos enlazados en una de las barras de madera para no perder el equilibrio. Creo que en ocasiones Andais ganaba las partidas de ajedrez simplemente porque su rival se caía de espaldas.

Toqué el extremo del pesado tablero de mármol.

– Mi padre me enseñó a jugar al ajedrez en el tablero gemelo de éste -dije.

– No necesitas recordarme otra vez que eres la hija de mi hermano. No tengo intención de hacerte daño esta noche.

Acaricié el tablero y la miré, fijándome en aquellos agradables pero peligrosos ojos.

– Quizás iría con menos cautela si no dijeras cosas como «no tengo intención de hacerte daño esta noche», quizá podrías decir simplemente «no tengo intención de hacerte daño». -Lo formulé a medio camino entre la pregunta y la afirmación.

– Oh, no, Meredith. Decir eso sería como mentir, y nosotros no mentimos. Podemos hablar hasta que pienses que el negro es blanco y que la luna está hecha de queso tierno, pero no mentimos.

– Así pues, tienes la intención de hacerme daño, sólo que no esta noche – dije, tan tranquilamente como pude.

– No te haré daño si no me obligas.

La miré entonces, frunciendo el entrecejo.

– No lo entiendo, tía Andais.

– ¿Te has preguntado alguna vez por qué hago célibes a mis hermosos hombres?

La pregunta era tan inesperada que me limité a mirarla durante uno o dos segundos. Finalmente, abrí la boca y pude hablar.

– Sí, tía, me lo he preguntado. -En realidad, había sido el gran debate durante siglos: ¿por qué lo había hecho?

– Durante siglos, los hombres de nuestra corte esparcieron sus semillas muy lejos. Había muchos con sangre mezclada, pero cada vez menos sidhe de sangre pura. Por eso los obligué a conservar sus energías.

La miré.

– Entonces, ¿por qué no concederles acceso a las mujeres de la alta corte?