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La ira iluminó su rostro como una vela dentro de un vaso.

– Sabes quién lo hizo -afirmé.

– No lo sé, pero sé quién sabía que ibas a ser nombrada coheredera.

– Cel -dije.

– Tenía que prepararle -añadió.

– Sí.

– Él no lo hizo -dijo, y por primera vez había en su voz algo semejante a la protesta que se detecta en la voz de una madre cuando defiende a su hijo.

Me limité a mirarla con rostro inexpresivo. Era lo mejor que podía hacer, porque conocía a Cel. No cedería su primogenitura simplemente por el antojo de su madre, reina o no.

– ¿Qué hizo Cel para enfadarte? -pregunté.

– Te digo, igual que se lo dije a él, que no estoy enfadada con él. Pero su voz traslucía una protesta demasiado fuerte. Por primera vez esa noche, Andais se había puesto a la defensiva, y eso me gustaba.

– ¿Cel no se lo creyó, verdad?

– Conoce mis motivos -dijo.

– ¿Te importaría compartirlos conmigo? -pregunté.

Sonrió con la primera sonrisa genuina de aquella noche. Un movimiento de labios casi incómodo. Me señaló con un dedo enguantado.

– No, mis motivos sólo me conciernen a mí. Quiero que elijas a alguien para tu cama esta noche. Llévatelo al hotel. No me importa quién sea, pero quiero empezar esta noche.

La sonrisa se había borrado. Volvía a ser ella, impenetrable, fría, misteriosa y al mismo tiempo, absolutamente obvia.

– Nunca me has entendido, tía.

– ¿Y qué quieres decir con eso, si se puede saber?

– Quiero decir, queridísima tía, que si te hubieras guardado esta última orden, probablemente me habría llevado a alguien a la cama esta noche. Pero al ordenarme que lo haga me haces sentir como una puta de palacio. No me gusta.

Se levantó las faldas de manera que la cola se deslizara tras ella, y caminó hacia mí. A medida que se movía, su poder empezó a desplegarse, inundando la habitación como chispas invisibles que me mordían la piel. Las dos primeras veces salté, después me quedé allí y dejé que su poder me royera la piel. Llevaba acero, pero unos pocos cuchillos nunca me habían bastado para resistir su magia. Tenían que ser mis propios poderes recién descubiertos los que impidieran que la situación fuera a peor.

Sus ojos se estrecharon cuando se plantó ante mí. Yo estaba encima de la pequeña plataforma, de modo que quedábamos a la misma altura. Su magia salió de ella como una pared de fuerza que avanzaba. Tuve que hacer fuerza con los pies como si estuviera de pie frente el viento. La pequeña quemazón de las mordeduras se había convertido en un dolor constante como estar de pie ante un horno; sin tocar la superficie al rojo, pero sabiendo que con sólo un pequeño empujón, tu piel se quemaría y echaría chispas.

– Doyle dijo que tus poderes habían aumentado, pero no me lo acababa de creer. Pero aquí estás, ante mí, y tengo que aceptar que al fin eres una verdadera sidhe. -Puso el pie en el último peldaño-. Pero no olvides nunca que la reina, aquí, soy yo, no tú. Por muy poderosa que llegues a ser, nunca serás rival para mí.

– Nunca lo pretendería, mi señora -dije. Mi voz temblaba ligeramente.

Su magia me empujó. No podía respirar bien. Pestañeé como si estuviera mirando al sol. Luché por mantenerme en pie.

– Mi señora, dime lo que quieres que haga y lo haré. No te he desafiado en modo alguno.

Subió otro peldaño y, esta vez, me eché al suelo. No quería que me tocara.

– Que te quedes de pie ante mi poder, ya es un desafío.

– Si quieres que me arrodille, me arrodillaré. Dime lo que quieres, mi reina, y te lo daré. -No quería entrar en una disputa de magia con ella, porque sin duda llevaba todas las de perder.

– Haz que el anillo cobre vida en mi dedo, sobrina.

No sabía qué decir. Finalmente, levanté mi mano hacia ella. -¿Quieres recuperar el anillo?

– Más de lo que puedas llegar a imaginar, pero ahora es tuyo, sobrina. Deseo que disfrutes de él. -Esto último sonaba más como una maldición que como una bendición.

Me dirigí hacia el extremo más alejado de la mesa, agarrándome a ella para mantener el equilibrio contra la creciente presión de su magia.

– ¿Qué quieres de mí?

No me respondió. Andáis levantó las dos manos hacia mí y la presión se convirtió en una fuerza que me empujó hacia atrás. Durante un segundo volé por los aires hasta que mi espalda chocó contra la pared y un instante después, mi cabeza.

Cuando se me aclaró la visión, Andáis estaba de pie delante de mí, con un cuchillo en la mano. Colocó la punta en el pequeño hueco de la base de mi garganta y apretó hasta que noté que me perforaba la piel. Colocó su dedo enguantado en la herida y lo sacó con una gota de mi sangre. Puso el dedo hacia abajo para que la gotas cayera temblorosa al suelo.

– Quiero que sepas algo, sobrina. Tu sangre es mi sangre, y éste es el único motivo por el que me importa lo que te suceda. No me importa si te gusta o no lo que he planeado para ti. Necesito que continúes nuestra línea sanguínea, pero si no contribuyes a ello, no te necesito.

Retiró el cuchillo muy despacio, hasta dejarlo a cinco centímetros de mi piel. Colocó la hoja contra mi mejilla, con la punta peligrosamente cerca de mis ojos. Notaba el pulso en la lengua, y me había olvidado de respirar. A1 ver su cara, supe que podía matarme así, sin más.

– Lo que no me sirve, lo desechó, Meredith. -Apretó la hoja contra mi piel; cuando parpadeaba, la punta del cuchillo me rozaba las pestañas-. Elegirás a alguien para acostarte con él esta noche. No me importa quién. Puesto que has invocado derechos de virgen, eres libre de volver a Los Ángeles, pero tendrás que elegir a alguno de mis guardias para que te acompañe. Así que mírales esta noche, Meredith, con esos ojos tuyos de esmeralda, verde y oro, esos ojos de la corte de la Luz, y escoge. -Colocó su cara al lado de la mía, tan cerca que hubiera podido besarme. Murmuró las últimas palabras en mi boca-. Fóllate a uno esta noche, Meredith, porque si no lo haces, mañana por la noche entretendrás a la corte con un grupo a mi elección. -Sonrió, y era la sonrisa que asomaba a su rostro cuando pensaba en algo perverso y doloroso-. Como mínimo uno de los que escojas tiene que ser de suficiente confianza, para que espíe para mí si regresas a Los Ángeles.

Mi voz salió en un susurro.

– ¿Tengo que acostarme con tu espía?

– Sí -dijo.

La punta del filo se movió un poco más, acercándose tanto que me nubló la visión, y me resistí a parpadear, porque si lo hacía la punta del cuchillo se clavaría en mi párpado.

– ¿Estás de acuerdo, sobrina? ¿Te parece bien que te haga dormir con mi espía?

Dije lo único que podía decir.

– Sí, tía Andáis.

– ¿Escogerás a tu pequeño harén esta noche, en el banquete?

Mis ojos no pestañeaban, pero sentía la necesidad de hacerlo.

– Sí, tía Andáis.

– ¿Te acostarás con alguien esta noche antes de regresar a las tierras del oeste?

Abrí más los ojos y me concentré en su cara, en mirarle a la cara. El cuchillo era un trozo de acero que me tapaba prácticamente toda la visión del ojo derecho, pero todavía podía ver, todavía veía su cara por encima de mí como una luna pintada.

– Sí -susurré.

Me apartó el cuchillo de la cara y dijo:

– Así. ¿Era tan difícil?

Me apoyé contra la pared, con los ojos cerrados. Los mantenía cerrados, porque no podía disimular la rabia que sentía, y no quería que Andáis lo viera. Quería salir de esa habitación, nada más que salir de esa habitación y alejarme de ella.

– Llamaré a Rhys para que te acompañe hasta el banquete. Pareces un poco agitada. -Rió.

Abrí los ojos, parpadeando para limpiar las lágrimas que se habían acumulado. Ella ya estaba bajando los peldaños.

– Te enviaré a Rhys, aunque quizá con el hechizo de la carroza necesites otro guardia. Pensaré en quién enviarte. -Estaba casi al lado de la puerta cuando se volvió y dijo-: ¿Y quién tiene que ser mi espía? Tendré que escoger a alguien guapo, a alguien que sea bueno en la cama, para que no sea una carga demasiado pesada.