– No me acuesto con hombres estúpidos o mezquinos -dije. -Lo primero no limita mucho el campo, pero lo segundo… Alguien generoso de espíritu, eso es pedir mucho. -Su sonrisa se amplió; obviamente, estaba pensando en alguien-. Él podría ser.
– ¿Quién? -pregunté.
– ¿No te gustan las sorpresas, Meredith?
– No especialmente.
– Bueno, a mí sí. Me encantan las sorpresas. Él será mi obsequio. En la cama está para comérselo, o lo estaba hace sesenta años, ¿o eran noventa? Sí, creo que lo hará bien.
No me preocupé por preguntar de nuevo de quién se trataba.
– ¿Cómo puedes estar segura de que me espiará para ti una vez que esté en Los Ángeles?
Se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
– Porque me conoce, Meredith. Sabe que soy capaz de dar placer, y también de provocar dolor. -Con esto, dejó abiertas las dos puertas y ordenó a Rhys que regresara a la habitación.
Éste paseó la mirada desde ella hacia mí. Sus ojos se abrieron sólo un poco, pero eso fue todo. Su semblante aparecía cuidadosamente inexpresivo mientras caminaba hacia mí para ofrecerme el brazo. Se lo enlacé agradecida. Costaba una eternidad caminar por aquel suelo para abrir la puerta. Quería correr hacia ella y continuar corriendo. Rhys me dio una palmadita en la mano, como si notara la tensión de mi cuerpo. Sabía que me había visto la pequeña herida del cuello. Podía hacer sus propias cábalas sobre cómo se había producido.
Alcanzamos la puerta y salimos al pasillo que se abría detrás de ella. Mis hombros se relajaron sólo un poco.
Andáis nos llamó:
– Pasáoslo bien, chicos. Nos veremos en el banquete.
Cerró las puertas detrás de nosotros con un portazo que me hizo dar un brinco.
Rhys empezó a detenerse.
– ¿Te encuentras bien?
Le cogí el brazo y tiré de él para continuar caminando.
– Sácame de aquí, Rhys. Sácame de aquí, por favor.
No preguntó nada. Simplemente me acompañó por el pasillo, lejos de allí.
28
Desandamos el camino por el que habíamos llegado, pero ahora el pasillo era recto y más estrecho, otro pasillo, en definitiva. Miré por encima del hombro y no vi la puerta de dos hojas. Los aposentos de la reina estaban en otro lugar. De momento, estaba a salvo. Empecé a temblar y no podía parar.
Rhys me abrazó, apretándome contra su pecho. Me hundí en él, y deslicé mis brazos en torno a su cintura, debajo de su capa. Él me apartó el cabello de la cara.
– Tienes la piel fría. ¿Qué te ha hecho, Merry? -Volvió a levantarme la cabeza, con delicadeza, para poder verme la cara mientras yo me aferraba a él-. Cuéntamelo -dijo, con voz dulce.
Negué con la cabeza.
– Me lo ofreció todo, Rhys, todo lo que una sidhe puede desear. El problema es que no confío en ella.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó.
Entonces, me aparté de él.
– De esto. -Me toqué la garganta, donde se estaba secando la sangre-. Soy mortal, Rhys. El hecho de que se me ofrezca la luna no significa que vaya a sobrevivir para ponerla en mi bolsillo.
Tenía una expresión dulce, pero de golpe caí en la cuenta de que era mucho mayor que yo. Su cara era todavía joven, pero no la mirada de su ojo.
– ¿Es ésa la peor de las heridas?
Asentí.
Me tocó la mancha de sangre. Ni tan siquiera me había dolido. En realidad no era ni siquiera una herida. Me costaba mucho explicar que la verdadera herida no se manifestaba en mi piel. La reina vivía negando la auténtica esencia de Cel, pero yo no. No compartiría nunca el trono conmigo: uno de nosotros tendría que estar muerto antes de que el otro se sentara en él.
– ¿Te amenazó? -preguntó Rhys.
Asentí de nuevo.
– Pareces aterrorizada, Merry. ¿Qué te dijo?
Lo miré, y no se lo quería contar. Era como si decirlo en voz alta fuera a hacerlo más real. Pero había algo más: el hecho de que si Rhys lo sabía, no le disgustaría del todo.
– Como suele decirse tengo una noticia buena y una mala -solté.
– ¿Cuál es la buena?
Le expliqué que me habían nombrado coheredera.
Me abrazó con fuerza.
– Es una noticia fantástica, Merry. ¿Qué mala noticia podría haber después de eso?
Me deshice del abrazo.
– ¿Crees realmente que Cel me dejará vivir lo suficiente para desplazarle? Él estuvo detrás de los atentados contra mi vida hace tres años, y entonces ni siquiera tenía ninguna buena razón para quererme muerta.
La sonrisa desapareció del rostro de Rhys.
– Ahora llevas la marca de la reina, ni tan siquiera Cel se atrevería a matarte. Si alguien te lastima morirá por orden de la reina.
– La reina me explicó que yo me había ido de la corte a causa de Griffin. Intenté contarle que no me había ido porque me hubieran roto el corazón, que me había ido por los duelos. -Negué con la cabeza-. Habló de mí, Rhys, como si yo no dijera nada. Se niega a ver la realidad, y no creo que mi muerte cambie eso.
– Quieres decir que cree que su hijo nunca haría algo así -dijo.
– Exactamente. Además, ¿crees realmente que Cel pondría en peligro su propio cuello? Si puede ordenará que lo hagan otros, y así serán ellos los que se pondrán en peligro, no él.
– Nuestra misión es protegerte, Meredith. Nosotros hacemos bien nuestro trabajo.
Reí, pero era una risa más tensa que alegre.
– Tía Andais ha cambiado tus condiciones de tu trabajo, Rhy
– ¿Qué quieres decir?
– Vayamos andando mientras te lo cuento. Siento la necesidad de poner distancia entre nuestra reina y yo.
Me volvió a ofrecer el brazo.
– Como quiera mi señora.
Sonrió al decirlo, y me dirigí a él, pero le ceñí la cintura en lugar de tomar su brazo. Se puso tenso, sorprendido por un segundo, pero acto seguido me pasó el brazo por los hombros. Caminamos por el pasillo, abrazados. Todavía tenía frío, como si algún calor interior se hubiera extinguido.
Hay hombres con los que no puedo caminar abrazada, como si nuestros cuerpos tuvieran ritmos diferentes. Rhys y yo caminábamos por el pasillo como dos mitades de un todo. Me di cuenta de que, sencillamente, no podía creer que tuviera permiso para tocarle. No parecía real que, de golpe, me entregaran las llaves del reino. Rhys se detuvo y me giró hasta que pudo frotarme los brazos.
– Todavía estás temblando.
– No tanto como antes -dije.
Me dio un beso delicado en la frente.
– Venga, tesoro, cuéntame qué te hizo la Bruja Malvada del Este.
Sonreí.
– ¿Tesoro?
Sonrió.
– ¿Cielo? ¿Encanto?
Reí de nuevo.
– Cada vez peor.
Su sonrisa se desvaneció. Miró el anillo en contacto con su manga blanca.
– Doyle dijo que el anillo cobró vida para él. ¿Es cierto?
Miré la pesada joya octogonal de plata y asentí.
– Se está quieto en mi brazo.
Lo miré a la cara. Tenía un aspecto… apenado.
– La reina solía dejar que el anillo escogiera a su consorte-dijo.
– Ha reaccionado con casi todos los guardias que he tocado esta noche.
– Excepto conmigo. -Su voz estaba tan llena de pesar que no podía dejarlo así.
– Tiene que tocarte piel desnuda -dije.
Empezó a cogerme la mano y el anillo. Me aparté de él.
– No, por favor.
– ¿Qué te pasa, Merry? -preguntó.
La luz se había reducido a un tenue resplandor. El pasillo estaba cubierto de telarañas, como grandes cortinas de plata brillante. Entre los hilos se ocultaban unas arañas pálidas y blancas, más grandes que mis dos manos juntas, como fantasmas hinchados.