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– Porque incluso con dieciséis años, yo era quien decía basta. Ya tendrías que saberlo.

– Una pequeña palmada y quedo apartado para siempre del juego. Cariño, esto es una crueldad.

– No, es práctico. No quiero acabar mi vida clavada en una cruz de San Andrés.

Por supuesto, lo que acababa de decirle ya no tenía sentido. Podría contárselo a Rhys y hacerlo contra la pared en ese mismo instante, y no habría ningún castigo. O eso había dicho Andais. Pero no confiaba en mi tía. Sólo me había dicho a mí que se había suprimido el celibato. Sólo tenía su palabra de que Eamon lo sabía, y él era su consorte, su criatura. ¿Qué pasaría si pusiera a Rhys contra la pared y entonces ella cambiara de opinión? No sería real, no sería seguro, hasta que lo anunciara en público. Entonces, y sólo entonces, me lo creería de verdad.

Una araña grande y blanca se acercó desde el extremo de la telaraña. Su cabeza medía como mínimo siete centímetros. Tendría que pasar justamente por debajo de aquella cosa.

– Ves a una mujer mortal torturada hasta la muerte por seducir a un guardia y te acuerdas de ello el resto de tu vida. Buena memoria -dijo Rhys.

– Vi lo que ordenó a su torturador que le hiciera al guardia que transgredió la ley Rhys. Creo que tu memoria es demasiado corta. Lo detuve tirándole del brazo, justo antes de que tocara la araña. Podía convocar fuegos fatuos, pero las arañas no se sentían impresionadas por ellos.

– ¿Puedes convocar a algo más fuerte que fuegos fatuos? -pregunté.

Miré a la araña que esperaba, con un cuerpo tan grande como mi puño. Las telarañas de encima de mi cabeza parecieron, de golpe, más pesadas, y empezaron a combarse bajo el peso de los cuerpos hinchados, como una red cargada de pescado, amenazando con caer sobre mi cabeza.

Rhys me miró, desconcertado, después miró hacia arriba como si sintiera que las espesas telarañas fueran a ceder.

– Nunca te han gustado las arañas.

– No -dije-, nunca me han gustado.

Rhys se movió hacia la araña que parecía estar esperándome. Me dejó de pie en medio del pasillo, escuchando los pesados movimientos y mirando cómo se hundían las telarañas. No hizo nada que pudiera ver yo. Simplemente puso un dedo en el abdomen de la araña. Ésta empezó a escapar, pero acto seguido se detuvo abruptamente, y empezó a agitarse, sus patas se convulsionaron, se estremeció y rasgó la telaraña, de manera que quedó colgada sin poder hacer nada.

Oía a decenas de aquellos bichos corriendo en pos de un lugar seguro en una ruidosa retirada. Las telarañas ondearon como un océano puesto boca abajo por el peso de la desenfrenada huida. Tenía que haber centenares.

El cuerpo blanco de la araña empezó a marchitarse, cerrándose sobre sí mismo como si lo estuviera aplastando una mano enorme. Aquel gordo cuerpo blanco se convirtió en una cáscara seca, hasta el punto de que nunca habría sabido lo que era si no la hubiese visto viva antes.

El movimiento en las telas de araña había cesado. En el pasillo reinaba la calma, sólo rota por la figura sonriente de Rhys. La luz tenue, muy tenue, parecía reunirse en torno a sus rizos y el traje blanco y hacía brillar al guardia contra las grises telarañas y la piedra, todavía más gris. Me estaba sonriendo, cariñoso, normal en él.

– ¿Vale así? -preguntó.

Asentí.

– Sólo te había visto hacer eso una vez antes y fue en combate, pero entonces tu vida estaba en peligro.

– ¿Estás llorando por el insecto?

– Es un arácnido, no un insecto, y no, no lloro por él. Nunca he tenido el tipo de poder adecuado para caminar con seguridad por este lugar. -Pero… lo que quería era que hubiera hecho aparecer fuego en sus manos, o luces más intensas, y las hubiera ahuyentado. No quería que él…

Apartó su mano de mí, todavía sonriendo.

Miré a la cáscara negra ondeando delicadamente de la telaraña cuando nuestro movimiento provocó una minúscula corriente de aire al avanzar por el pasillo.

La sonrisa de Rhys no cambió, pero sus ojos se volvieron más amables.

– Soy un dios de la muerte, o lo fui, Merry. ¿Qué pensabas que haría, encender una cerilla y gritar: «¡Uh!»?

– No, pero…

Miré la mano que me ofrecía. La miré durante más tiempo de lo que mandaban las buenas maneras, pero finalmente estiré el brazo hacia él. Las puntas de nuestros dedos se tocaron, y Rhys exhaló un suspiro.

Sus ojos buscaron la joya de mi mano y luego subieron hasta encontrar mi mirada.

– Merry, ¿puedo, por favor?

Miré a su ojo azul pálido.

– ¿Por qué es tan importante para ti?

Me preguntaba si ya se había divulgado un rumor sobre lo que la reina pretendía anunciar esa noche.

– Todos tenemos la esperanza de que te haya llamado para que escojas a un consorte. Me imagino que aquel al que no reconozca el anillo no participará en la competición.

– Falta menos de lo que te imaginas -dije.

– Entonces, ¿puedo? -preguntó.

Intentó ocultar su ansiedad, pero no lo consiguió. Supongo que no podía culparle. En cuanto corriera la voz toda la noche iba a ser así. No, sería peor, mucho peor.

Asentí.

Empezó a acercar mi mano a sus labios sin dejar de hablar.

– Sabes que nunca te haría daño conscientemente, Merry.

Me besó la mano, y sus labios rozaron el anillo. El anillo despertó, es la única palabra que tengo para explicarlo. Llameó a través de mi cuerpo, de nuestros cuerpos. La sensación me puso el corazón en la garganta.

Rhys se quedó doblado sobre mi mano, pero lo oí respirar y pronunciar un «oh, sí». Se levantó, y su ojo parecía desenfocado. Era la reacción más fuerte hasta el momento, y eso de algún modo me preocupó. ¿Acaso la fuerza de la reacción guardaba relación con la virilidad del hombre, como si fuera una especie de cuenta espermática? No era nada personal contra Rhys, pero tenía que acostarme con alguien esa noche, y probablemente el elegido sería Galen, aunque el anillo no reaccionara contra su pequeño corazón. Yo decidiría quién compartiría mi cama. Hasta que la queridísima tía me enviara a su espía, por supuesto. Aparté este pensamiento. No podía ocuparme de él en ese momento. Había algunos sidhe en su Guardia a los que mataría antes que besarlos, no digamos ya otra cosa.

Rhys colocó sus dedos entre los míos, apretando la palma de su mano contra el anillo. Su pulso era más fuerte y me hizo ahogar un grito. Sentí que me acariciaban algo muy profundo dentro de mi cuerpo. Algo que ninguna mano podría tocar nunca, pero el poder… el poder no estaba coartado por los límites de la carne.

– Oh, me gusta -dijo Rhys.

Aparté mi mano de la suya.

– No lo vuelvas a hacer.

– Te ha gustado y lo sabes.

Observé su cara preocupada y dije:

– La reina no quiere simplemente que encuentre otro novio. Quiere que tenga relaciones sexuales con varios guardias o con todos los que reconozca este anillo. Es una carrera para ver quién le da en primer lugar un heredero de sangre real. Cel o yo.

Me miró, examinando mi semblante, como si intentara desentrañar mis pensamientos.

– Sé que no harías bromas con esto, pero parece demasiado bueno para ser verdad.

Me hizo sentir mejor que Rhys tampoco se fiara.

– Exactamente. Ahora mismo me acaba de decir que para mí no hay celibato, pero no tengo testigos. Creo que es sincera, pero hasta que lo anuncie ante la corte en pleno, haré como si el sexo continuara estando prohibido.

Rhys asintió.

– ¿Qué representa esperar unas cuantas horas más después de mil años?

Arqueé las cejas.

– No puedo hacerlo con todos esta noche, Rhys, o sea que habrá que esperar más de unas cuantas horas.

– Mientras sea el primero de la lista, ¿qué importa esto?

Intentó decirlo de forma jocosa, pero no reí.

– Tengo miedo de que así sea como se sienta exactamente todo el mundo. Yo sólo soy una, y vosotros, ¿cuántos?, ¿veintisiete?