– ¡Deprisa! -gritó.
– Ya lo hacemos -replicó Rhys.
Miré por encima del hombro. Galen no me miraba, me cubría las espaldas sin ningún arma en las manos. Sin embargo, las espinas no le tocaban. El movimiento se percibía por todas partes, como un nido de serpientes, pero los zarcillos secos danzaban encima de mí como un pulpo: iban sólo a por mí. Cuando Doyle y Rhys me adentraron en la sala, las espinas cayeron sobre mi cabeza, rozándome el pelo. Cuando Doyle levantó el cuello para mirar, detecté una mancha escarlata en su rostro: sangre fresca.
Las espinas me envolvían el cabello, intentando apartarme. Me puse a gritar y bajé la cabeza. Rhys me ayudó a sacarme las espinas del pelo, dejando atrás más de un mechón.
Frost consiguió que se abrieran las puertas. Vislumbré luces más brillantes y caras que se aproximaban a nosotros, algunas eran humanas y otras no. Frost gritaba:
– ¡Una espada, dadme una espada!
Un guardia empezó a moverse hacia adelante, blandiendo una espada. Oí una voz:
– ¡No ¡Guardad vuestra espada! -Era la voz de Cel.
Doyle profirió una orden:
– Sithney, ¡danos tu espada!
El guardia de la puerta empezó a desenvainar. Frost estiraba el brazo para cogerla. El rosal se echó hacia el umbral como una ola seca. Hubo un momento en el que Frost podría haberse lanzado hacia afuera, podría haberse salvado, pero regresó a la habitación. La puerta se desvaneció tras una ola de espinas.
Rhys y Doyle me tiraron al suelo. Doyle empujó a Rhys encima de mí. De golpe, quedé bajo un montón de cuerpos. Los rizos plateados de Rhys se derramaron sobre mi cara. Entre su cabello y el brazo de alguien vislumbré una capa negra. Estaba tan apretada contra el suelo que no solamente no podía moverme, sino que apenas podía respirar.
Si hubiera estado encima alguien que no hubiese sido Doyle o Frost, habría esperado gritos. En cambio, sólo aguardaba a que la pila se aligerara a medida que los hombres fueran arrancados por las espinas. Pero seguí sintiendo el mismo peso encima.
Estaba boca abajo, apretada contra la fría piedra del suelo, mirando a través del cabello de Rhys. El brazo que había visto antes estaba desnudo, y era de un blanco ligeramente menos puro, así que era Galen.
La sangre había estado aporreándome los oídos hasta que sólo pude oír el pulso de mi propio cuerpo. Pero los minutos pasaron y no sucedió nada. Mi pulso se calmó. Apreté con las manos las piedras que había debajo de mí. La piedra gris era casi tan suave como el mármol, alisada por centurias de pies caminando sobre ella. Percibía la respiración de Rhys cerca de mi oreja, el sonido de ropa de alguien que se movía por encima de nosotros. Pero sobre todo se oía el sonido de las espinas, un murmullo bajo y continuo, como el rumor del mar.
Rhys murmuró en mi cabello.
– ¿Puedes darme un beso antes de morir?
– No parece que vayamos a morir -dije.
– Para ti es fácil decirlo. Estás debajo de la pila. -El comentario fue de Galen.
– ¿Qué pasa ahí arriba? No puedo ver nada-dije.
– Da gracias por ello -dijo Frost.
– ¿Qué pasa? -pregunté de nuevo, con más fuerza en mi voz.
– Nada. -La voz profunda de Doyle se dejó oír entre el montón de hombres, como si los otros cuerpos llevaran su tono grave como un diapasón por encima de mi espalda-. Y lo encuentro sorprendente -dijo.
– Pareces decepcionado -dijo Galen.
– Decepcionado no -dijo Doyle-, sólo intrigado.
La capa de Doyle desapareció de mi vista, y el peso que sentía sobre mí fue, de golpe, menor.
– ¡Doyle! -grité.
– No temas, princesa. Estoy bien -dijo.
La presión sobre mí se volvió a aligerar, pero no mucho. Me costó unos cuantos segundos entender que Frost se estaba levantando, pero sin mover su cuerpo del montón.
– Esto es muy raro -dijo.
El brazo de Galen desapareció de mi vista.
– ¿Qué hace? -preguntó.
No podía oír a nadie caminando por allí, pero veía a Galen a un lado, arrodillado. Aparté el pelo de Rhys de mi cara como si se tratara de las dos alas de una cortina. Frost también estaba arrodillado al lado de Galen. Doyle era el único que permanecía de pie, solo, al otro lado. Vi de nuevo su capa negra.
Rhys se levantó apoyándose en los brazos.
– Qué extraño -dijo.
Eso fue todo. Tenía que mirar.
– Apártate de mí, Rhys. Quiero mirar.
Bajó su cabeza hacia mi cara para mirarme, aguantándose todavía en sus brazos, pero pegando la parte inferior de su cuerpo al mío. En otras circunstancies, hubiera dicho que lo hacía expresamente. Pero la tela de mi ropa era lo suficientemente fina y su ropa suficientemente ligera para poder asegurar que no era ése el motivo. Mirar a su ojo de un azul de tres tonalidades a sólo unos centímetros de distancia pero de abajo arriba casi me mareó.
– Soy el último cuerpo que te separa de la gran cosa malvada -dijo-. Me iré cuando Doyle me diga que debo hacerlo.
Mirar su pequeña boca moviéndose desde abajo me provocaba dolor de cabeza. Cerré los ojos.
– No hables -dije.
– Claro que -dijo Rhys- bastaría con que miraras hacia arriba. Apartó su cara de nuevo, echándose hacia atrás hasta que se puso de cuatro patas encima de mí como una yegua que amamanta a su potrillo.
Estaba tendida en el suelo, pero echaba mi cuello hacia atrás. Lo único que podía ver eran los zarcillos de las rosas. Colgaban por encima de nosotros como cuerdas delgadas, ruidosas, marrones, que se movían de aquí para allá, casi como si hubiera viento, pero no había viento, y el ruido eran las espinas.
– Además del hecho de que las rosas vuelven a vivir, ¿qué se supone que estoy viendo?
Doyle contestó:
– Son sólo pequeñas espinas que se dirigen hacia ti, Merry.
– ¿Y? -dije.
Se acercó a nosotros.
– Significa que no creo que las rosas tengan intención de hacerte daño.
– ¿Qué otra cosa podrían querer? -pregunté.
Me debería haber sentido estúpida hablando desde el suelo con Rhys encima de mí a cuatro patas. Pero no era así. Quería que hubiera algo, alguien, entre el ruido de las espinas y yo.
– Creo que pueden querer un trago de sangre real -dijo Doyle.
– ¿Qué quieres decir con un trago? -preguntó Galen antes de que pudiera hacerlo yo.
Se volvió a sentar en el suelo, moviéndose de manera que podía ver la mayor parte de su torso. La sangre se había secado dejando puntitos y regueros, pero los mordiscos ya casi habían desaparecido, dejando sólo sangre como prueba de que había sido herido. La parte delantera de sus pantalones estaba empapada de sangre, pero se movía mejor, con menos dificultad. Todo se estaba curando.
Yo no me curaría si las espinas penetraran mi cuerpo. Simplemente me moriría.
– Las rosas, hace tiempo, bebían de la reina cada vez que pasaba por aquí -dijo Doyle.
– Eso era hace siglos -dijo Frost- antes de que ni tan siquiera hubiéramos soñado en viajar a las tierras del oeste.
Me levanté, apoyándome en los codos.
– He pasado debajo de las rosas mil veces en mi vida, y nunca habían reaccionado contra mí, ni tan siquiera cuando todavía conservaban algunas flores.
– Has alcanzado tu poder, Meredith. El país lo reconoció cuando te dio la bienvenida anoche -dijo Doyle.
– ¿Qué quieres decir con que el país lo reconoció? -preguntó Frost.
Doyle se lo explicó. Rhys se inclinó para mirarme de nuevo a la cara en aquel extraño movimiento boca abajo.
– Genial -dijo.
Esto me hizo reír, pero de todos modos empujé su cabeza hacia arriba, apartándola de mi cara.
– El país me reconoce como un poder ahora.
– No sólo el país -dijo Doyle.