Se sentó lejos de mí, extendiendo la negra capa por su cuerpo con un gesto familiar, como si tuviera un montón de capas largas hasta los tobillos. Y así era.
Podía verle la cara. Tenía un aspecto pensativo, como si estuviera sumido en alguna profunda reflexión filosófica.
– Todo esto es fascinante -dijo Rhys-, pero podemos discutir si Merry es la escogida de algo más tarde. Ahora tenemos que salir de aquí antes de que las rosas intenten comérsela.
Doyle me miró, con una cara oscura impasible.
– Sin espadas tenemos muy pocas posibilidades de pasar por alguna de las puertas. Nosotros sobreviviríamos a las peores intenciones de las rosas, pero Merry no. Dado que lo primordial es su seguridad y no la nuestra, tenemos que pensar en una salida que no requiera violencia. Si ofrecemos violencia a las rosas, nos devolverán más violencia. -Movió su mano hacia arriba, señalando vagamente el emparrado-. Parecen tener bastante paciencia con nosotros, por lo que sugiero que utilicemos su paciencia para pensar.
– El país nunca ha visto con buenos ojos a Cel, ni las rosas se han dirigido a él -dijo Frost.
Se arrastró cerca de mí para sentarse al lado de Doyle. No parecía confiar en la paciencia de las rosas tanto como Doyle, y yo estaba de acuerdo con Frost sobre este particular. Nunca antes había visto a las rosas moviéndose, nunca de forma tan repentina. Había escuchado historias, pero nunca pensé ver la realidad yo misma. A menudo, deseaba ver la habitación cubierta de dulces rosas fragantes. Hay que ir con cuidado con lo que uno desea. Por supuesto, ahí no había flores, sólo espinas, y eso no era exactamente lo que yo había deseado.
– No basta con poner la corona en la cabeza de alguien para que sea apto para gobernar-dijo Doyle-. En la antigüedad era la magia, el país, quien escogía a nuestra reina o rey. Si la magia los rechazaba, si el país no los aceptaba, entonces, con o sin línea de sangre, tenía que escogerse un nuevo heredero.
De golpe, fui muy consciente de que todos me observaban. Yo paseé mi mirada de uno a otro. Mostraban expresiones casi idénticas, y casi me asustaba saber lo que estaban pensando.
– No soy la heredera.
– La reina te hará heredera, esta noche -dijo Doyle.
Miré a su cara oscura e intenté descifrar aquellos ojos negros de cuervo.
– ¿Qué quieres de mí, Doyle?
– En primer lugar, déjanos ver lo que pasa cuando Rhys abra el camino de las espinas. Si reaccionan violentamente, no avanzaremos más. En su caso, nos rescatarán los otros guardias.
Rhys preguntó:
– ¿Quieres que lo intente ahora?
Doyle asintió.
– Sí, por favor.
Agarré a Rhys por los brazos y lo coloqué encima de mí.
– ¿Qué pasa si las rosas caen sobre mí e intentan despedazarme miembro a miembro?
– Entonces nos tiraremos sobre tu cuerpo y dejaremos que las espinas nos desgarren antes de que toquen tu carne blanca.
La voz de Doyle era monocorde, vacía, pero aun así interesada. Era la voz que utilizaba en público en la corte cuando no quería que nadie adivinara sus intenciones. Una voz perfeccionada durante siglos de responder a miembros de la realeza que a menudo no estaban demasiado en su juicio.
– La verdad es que no me consuela -dije.
Rhys volvió a mirarme a la cara.
– ¿Cómo crees que me siento? Tengo que sacrificar toda esta carne tonificada y musculosa justo cuando encuentro a alguien más que la puede apreciar.
Esto me hizo sonreír. Vi otra vez su sonrisa invertida, como un gato de Cheshire.
– Si me sueltas los brazos -dijo- prometo tirarme encima de ti al más mínimo indicio de peligro. -Su sonrisa se convirtió en mueca-. De hecho, con tu permiso, me tiraré encima de ti a la más mínima oportunidad.
Me resultó imposible no sonreír. Si tenía que ser descuartizada, era mejor sonreír que poner mala cara. Lo solté.
– Vete, Rhys.
Me dio un beso en la frente y se levantó.
Me quedé tumbada en el suelo. Me puse de costado y miré hacia arriba. Todos los hombres se habían levantado. Estaban de pie sobre mí, pero sólo Rhys me miraba. Los demás continuaban observando las espinas.
Las espinas se balanceaban plácidamente por encima de nosotros, como si estuvieran bailando al son de una música que no podíamos oír.
– No parece que estén haciendo nada -dije.
– Intenta ponerte de pie. -Doyle me ofreció la mano.
Miré aquella mano negra perfecta, con sus uñas pálidas, de un blanco casi lechoso. Luego me fijé en Rhys.
– ¿Te tirarás encima de mí al más mínimo indicio de peligro?
– Rápido como una liebre -dijo.
Sorprendí a Galen mirando a Rhys. No era una mirada amistosa.
– He oído eso de ti -dijo Galen-. Que eras rápido.
– Si quieres ponerte tú abajo la próxima vez, adelante -dijo Rhys-. Lo de el hombre arriba no es la única posibilidad para mí.
Su broma era amarga, y tampoco parecía contento.
– Chicos -dijo Doyle, con un tono de dulce advertencia.
Suspiré.
– Aún no se ha hecho el anuncio formal y ya han empezado las peleas. Y Rhys y Galen son dos de los más sensatos.
Doyle se dobló ligeramente, poniendo su mano a sólo unos centímetros de mí.
– Vamos a afrontar los problemas de uno en uno, princesa. Hacerlo de cualquier otra manera resulta abrumador.
Miré sus ojos oscuros y desplacé mi mano en la suya. Su apretón era firme e increíblemente fuerte y me levantó casi más rápidamente de lo que yo podía resistir. Tuve que agarrarle fuertemente la mano para evitar caerme. Su otra mano me agarró el antebrazo. Por un instante, la situación estuvo muy cerca de un abrazo. Lo miré, pero no detecté en su rostro nada que insinuara que lo hubiese hecho deliberadamente.
Las espinas silbaron con furia por encima de nuestras cabezas. De repente, miré hacia arriba, con las manos en los brazos de Doyle, pero no en busca de apoyo, sino porque estaba aterrorizada.
– ¿Quizá deberías darnos los cuchillos que llevas antes de continuar? -dijo.
Lo miré.
– ¿Vamos muy lejos?
– Las rosas desean beber de tu sangre. Tienen que tocarte en la muñeca o en otro lugar, pero normalmente en la muñeca -dijo.
No me gustaba cómo sonaba esto.
– No tengo conciencia de haberme ofrecido para donar sangre otra vez.
– Primero, los cuchillos, Meredith, por favor -pidió.
Miré a las espinas que temblaban. Un fina rama parecía más baja que el resto. Solté a Doyle y puse una mano en mi corpiño para buscar la navaja dentro del sujetador. La saqué y la abrí. Frost pareció sorprendido y en absoluto contento. Rhys parecía sorprendido pero contento.
– No sabía que pudieras esconder un arma así en una prenda tan pequeña -dijo Frost.
– Quizá no tengamos que hacer tanto trabajo de protección como pensaba -dijo Rhys.
Galen me conocía lo suficiente para saber que en la corte siempre iba armada.
Entregué la navaja a Doyle y me levanté la falda. Cuando la falda estaba a la altura de mis rodillas, noté la atención de los hombres como un peso sobre mi piel. Los miré. Frost apartó la vista como si estuviera incómodo. Pero los demás o bien me miraban la pierna o bien la cara. Sé que habían visto más piel en piernas más largas.
– Si continuáis mirándome así, me lo voy a creer.
– Perdón -dijo Doyle.
– ¿Por qué esta atención repentina, señores? Habéis visto a las damas de la corte con mucha menos ropa.
Continué con la falda levantada hasta quitarme el liguero. Contemplaban cada movimiento igual que los gatos miran a un pájaro en una jaula.
– Pero las damas de la corte están fuera de nuestro alcance. Tú no lo estás -dijo Doyle.
Ah. Saqué el cuchillo del liguero. Dejé que la falda cayera de nuevo a su sitio y miré sus ojos siguiendo el movimiento de la ropa. Me gusta ser observada por los hombres, pero semejante nivel de escrutinio resultaba enervante. Si sobrevivía la noche, hablaría con ellos de esto. Pero como dijo Doyle, un problema cada vez.